Dominio público

Los lectores añadieron contexto

Jonathan Martínez

Un agente de la Policía Nacional junto a un vehículo policial. EFE
Un agente de la Policía Nacional junto a un vehículo policial. EFE

Hace unos meses, Twitter empezó a ofrecer a sus usuarios la opción de refutar o matizar los tuits ajenos no solo con un huidizo comentario individual sino también con una visible "nota de la comunidad". Igual que los letreros de las cajetillas de tabaco nos previenen de los estragos del fumeteo, los recuadros de contexto nos ponen sobre aviso cada vez que alguien escribe una inexactitud o difunde una mentira. Quien no sepa de qué hablo, puede acudir al perfil de Twitter de Alberto Núñez Feijóo. El pasado domingo, el líder de la oposición tuiteó que en España siempre se le ha reconocido a la lista más votada su deber de gobernar. Los lectores demostraron que el artículo 99 de la Constitución no opina lo mismo.

Las redes sociales arrastran una inquietante reputación de coladeros de patrañas. Aunque las fake news corren tal vez a más velocidad en canales opacos de mensajería como WhatsApp, nadie es ajeno al sambenito que se colgó sobre Facebook después de que se conociera el escándalo de Cambridge Analytica y su estrategia de divulgación de bulos a la carta. En 2019, las compañías de Mark Zuckerberg habilitaron un procedimiento que permitía a los lectores denunciar informaciones falsas. También por entonces se incorporaron los verificadores externos. Firmas como Newtral y Maldita.es comenzaron a trabajar con Facebook en la revisión de contenidos cuestionables.

Lo que ocurre es que las empresas de fact checking también son objeto de controversia. Cuando te contrata un gran medio de comunicación es improbable que te arriesgues a poner en duda las noticias sesgadas que tu patrón publica. La mentira siempre son los otros. Y es que no existe nada parecido a la neutralidad en el ámbito del periodismo. Informar es también tomar partido, con rigor pero con una forma particular de mirar el mundo. Tal vez por eso las notas de la comunidad de Twitter han sido tan celebradas: la verificación colegiada se parece a los filtros casi asamblearios de Wikipedia. Pero este sistema es una espada de doble filo.

El pasado 29 de julio, el periodista Fonsi Loaiza recordaba en Twitter el caso de Dani Gallardo, el joven gaditano que cayó detenido en Madrid durante una protesta contra la sentencia del proceso catalán. En junio, el Tribunal Supremo le confirmó cuatro años de cárcel por desórdenes públicos y atentado contra agentes de la autoridad. Debe ingresar en prisión antes de mañana. Loaiza calificó el caso como "montaje policial" y algunos lectores añadieron una nota de contexto tan categórica como cuestionable. Dicen que "el tuit desinforma" porque la Audiencia Provincial de Madrid considera probado que Gallardo golpeó a un policía con un palo de madera.

A poco que uno se sumerja en los vaivenes del caso, detectará algunos motivos para la sospecha. El testimonio de los policías se ha consolidado como prueba única e irrefutable de la condena en contra de otros testigos que desmienten las acusaciones. Que Gallardo haya tenido que cumplir un año de prisión provisional añade un motivo de excepción a una instrucción más bien accidentada. El abogado de la defensa no se explica cómo es posible que el parte de lesiones que presentan los agentes haya sido firmado una hora antes de que ocurrieran los hechos. Los testimonios videográficos, al contrario, sí acreditan la violencia de las cargas.

Uno de los vicios más arraigado del periodismo oficial es la celeridad con que se publican noticias redactadas en las comisarías sin que nadie se haya tomado la molestia de ponerlas en entredicho. En Los guardianes de la libertad, Noam Chomsky y Edward S. Herman desentrañan este eficaz mecanismo de control de la opinión pública. Si un periódico se atreve a cuestionar una versión policial, lo más probable es que el ministerio de turno deje de suministrarle información jugosa de primera mano. Buscar la verdad conlleva un precio que no todos los periodistas están dispuestos a abonar.

¿Mienten los policías en los atestados? Más de lo que una sociedad democrática debería permitirse. Dos días después del tuit de la discordia, el propio Loaiza se hacía eco de otra información. La Audiencia de Barcelona acaba de absolver a un joven de Castellbisbal que se había manifestado contra la sentencia del proceso catalán. La Policía aseguraba que les había arrojado piedras al grito de "bajad, que os vamos a matar". La Fiscalía le pedía tres años de cárcel por desórdenes públicos y atentado contra la autoridad. Un vídeo grabado por otro manifestante ha echado por tierra las acusaciones.

La ley mordaza ha venido a consagrar la palabra de los policías como condición de verdad por encima de la verdad misma, incluso cuando no existen pruebas contundentes que la avalen. En ese aspecto, el Gobierno español no ha revertido los estropicios que dejó Rajoy a su paso. Ahora Sánchez se encuentra con una doble dificultad porque su investidura y la acción futura de su gobierno dependen en buena medida de un sector social que ha conocido de primera mano los atestados policiales viciados y las sentencias judiciales abusivas.

Cuando los medios de comunicación ponen el foco de la investidura en Puigdemont y su condición de expatriado, olvidan que la resaca represiva en Catalunya llega mucho más allá de sus líderes políticos y sociales. El referéndum del 1-O y la respuesta policial han dejado un reguero kilométrico de encausados, a menudo con pruebas tan endebles o fantasiosas que hacen perder la fe en cualquier regeneración democrática. Ahora que Junts per Catalunya interpone la idea de la amnistía, ya intuimos qué melón debería abrirse. Todo sea por añadir un poco de contexto.

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