Dominio público

Cultura de derechas

Jonathan Martínez

Quema de libros en la Alemania nazi.
Quema de libros en la Alemania nazi.

El 20 de abril de 1933, Adolf Hitler celebró sus cuarenta y cuatro años en olor de santidad y bajo un clima multitudinario de adhesión sin condiciones. Entre el estupor y la suspicacia, The New York Times contaba que los festejos habían superado en ruido y grandeza a los homenajes que recibió el Kaiser Wilhelm II antes de la Gran Guerra. Hanns Johst, dramaturgo de cabecera del Tercer Reich y rival de Bertolt Brecht, agasajó al canciller con una pieza teatral que cantaba las alabanzas del mártir nazi Albert Leo Schlageter. Aquella noche, el actor Lothar Müthel consiguió con su interpretación que el NSDAP le perdonara sus amistades con el productor judío Max Reinhardt.

El drama Schlageter, sin embargo, no iba a pasar a la historia por sus méritos literarios sino por una frase que las malas lenguas terminarían malatribuyendo a veces a Himmler, otras veces a Goebbels y muchas otras veces a Göring. La pronuncia un personaje llamado Friedrich Thiemann en el primer acto de la obra: "Cuando escucho la palabra ‘cultura’, le quito el seguro a mi Browning". Si la leyenda urbana cuaja es porque conserva un trasfondo de realidad. El nacionalsocialismo no solo perpetró un desastre humanitario de dimensiones irreparables sino que además encabezó un orgulloso culturicidio a punta de pistola.

Por motivos evidentes, la posteridad percibe al nazismo como un vendaval de embrutecimiento colectivo. Pero el Tercer Reich no pretendía terminar con la cultura sino ponerla a su servicio. En 1933, cuando Brecht se precipitaba hacia el exilio y sus libros ardían en las plazas de Alemania, Johst hacía carrera en la Academia de Poesía tras haber firmado un juramento de lealtad con el Fürer. El tiempo es un juez implacable. Hoy Brecht conserva un estatus de dramaturgo mayúsculo mientras que casi nadie recuerda a Johst sin un incómodo sentimiento de oprobio y de vergüenza. Las comparaciones son odiosas pero a menudo sirven para iluminar los puntos ciegos de la historia.

La famosa frase de Schlageter llegó a España y hubo quien la puso en boca de Millán-Astray de un modo tan natural que encajó sin desentonar con nuestros prejuicios. El padre de la Legión arrastra una turbia reputación de militarote gañán y descerebrado. Su encontronazo con Unamuno al grito de "¡Muera la intelectualidad traidora!" ha contribuido a ahondar en esta impresión. Sin embargo, incomoda descubrir que Millán-Astray desempeñó una intensa actividad intelectual, que fue un reputado conocedor de la teoría militar y que tradujo a la lengua castellana algunos pasajes del Bushido a partir de su versión inglesa.

El triunfo del franquismo iba a acarrear cuatro décadas de reemplazo cultural. A pesar de las hogueras de libros, de las purgas contra los maestros y de las represalias contra los intelectuales, la doctrina nacionalcatólica no se limitó a terminar con la cultura republicana sino que puso todo su empeño en sustituirla por nuevas formas expresivas. El poderío de la generación del 27 cedió su lugar a una panoplia de autores mediocres cuya única opción artística era facturar cancioncillas de amor gentil, panfletos religiosos o hagiografías de los caídos. Los nombres que sobrevivieron a la criba a duras penas alcanzan la magnitud de Antonio Machado, María Zambrano o Federico García Lorca.

He leído que el poeta Mario Obrero ha levantado algunos sarpullidos en una gala literaria de La Roda, en Albacete, durante la entrega del Premio Tomás Navarro Tomás. Al PP y a Vox no les ha agradado que Obrero honrara a los maestros y maestras depurados por los militares de Franco. Por lo visto, tampoco parecía oportuno mencionar a los tres rondenses que dieron con sus huesos en el moridero de Mauthausen. El caso es que la ceremonia empezó a llenarse de murmullos y un sacerdote de la localidad ha rematado las críticas de la derecha política con una homilía que huele a casulla apolillada.

Mario Obrero ha demostrado una sensibilidad que encuentra un mal encaje en los cánones de la cultura dominante. Y esa audacia constituye un crimen imperdonable. A la derecha no le molesta que los jóvenes se interesen por la cultura sino que lo hagan con autonomía, con sentido de responsabilidad histórica y con conciencia de clase. Existe la cultura de derechas, claro está, pero debe ser por fuerza una cultura dócil, acartonada y de consumo rápido, que legitima toda una estructura de relaciones de poder y que ignora o falsifica a discreción nuestra memoria histórica.

Dice Furio Jesi que la cultura de derechas entiende el pasado como una papilla homogénea que puede malear de acuerdo a sus intereses. En ese mejunje ideológico hecho de autoritarismo y obediencia no caben rebeldías como las del pedagogo anarquista Ferrer i Guàrdia, que fundó la Escuela Moderna y terminó fusilado por los acólitos de Alfonso XIII. No hay lugar para la Institución Libre de Enseñanza, cuyo espíritu modernizador murió en las cunetas fascistas del 36. No hay lugar para María Moliner, Miguel Hernández, Maruja Mallo, Luis Cernuda y tantos otros jóvenes que se embarcaron en el proyecto ambulante de las Misiones Pedagógicas.

En la gala de La Roda, Mario Obrero reivindicó a los artífices de la democracia y de la alfabetización popular. Ese fue su pecado y su osadía. Vivimos tiempos tan oscuros que hasta defender lo obvio se ha convertido en un pequeño acto de heroísmo. En La vida de Galileo, de Bertolt Brecht, un personaje llamado Adrea Sarti lanza un lamento al aire: "Desventurada la tierra que no tiene héroes". Galileo, que ha tenido que abjurar de sus creencias para salvar el pellejo, ofrece una respuesta devastadora: "Desventurada la tierra que necesita héroes". Hacen falta muchas voces como las de Mario Obrero. Y esa necesidad es nuestra condena.

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