Dominio público

La ética y la política

Pablo Batalla Cueto

Periodista

Pablo Batalla Cueto

Periodista

'La muerte de Julio César', de Vincenzo Camuccini (1806). Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles.
'La muerte de Julio César', de Vincenzo Camuccini (1806). Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles.

Hay un proceso típico por el cual la impotencia política trata de paliarse engordando la potencia moral. La política —decía célebremente Weber— es taladrar tablas duras. A veces las tablas son demasiado duras, y nuestros taladros demasiado flojos; a veces no tenemos siquiera taladros, sino torpes instrumentos caseros de horadación; y después de años de esfuerzos y sacrificios, seguimos viendo intactas las tablas aborrecidas. A la vista de tal fracaso del ideario de uno en el terco espacio del mundo intransformable, hay quien se entrega al nihilismo o la melancolía y hay quien opta por seguir esforzándose, continuar sacrificándose, pero en pos de la transformación de la pequeña finca sobre la que sí tiene mando: la propia alma, el propio interior. "No hemos cambiado el mundo", vienen a decir, "pero, al menos, el mundo no nos cambiará a nosotros".

Todo movimiento político tiene una versión ética de sí mismo. Son tipos ideales, claro. La distinción real nunca es nítida. La política siempre tiene algo de ética y la ética siempre tiene algo de política. Pero es fácil detectar la predominancia de uno u otro aspecto, de una u otra preocupación, en un determinado discurso. La política se preocupa por el hacer; la ética se preocupa por el ser. Y hay que ser para hacer, y hacer para ser, pero siempre hay un énfasis en un verbo o el otro.

La historia de la izquierda es pródiga en debates del tipo de los que se dieron en la Rusia prerrevolucionaria —donde llevaron a Lenin a escribir El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo— o la España antifranquista. Sectores de la militancia revolucionaria preocupados, ante todo, por la ética, llamaban en Rusia a no legitimar instituciones zaristas como la Duma o el servicio militar participando en ellas; y en España, a no legitimar las de la dictadura concurriendo, por ejemplo, a las elecciones sindicales del Vertical. Frente a esas voces éticas se desesperaban las políticas: ¿por qué renunciar a que el Estado nos enseñe a usar armas y tácticas de combate que luego podamos utilizar contra él; por qué renegar de presentarse a las elecciones, sentarse en el Parlamento y convertirlo en un altavoz; por qué no reventar el Vertical desde dentro? Había quien quería sacrificar altura ética para ganar eficacia política y viceversa.

Por supuesto, no hay que despreciar completamente las cautelas de los éticos: por la historia de la izquierda también sabemos sobradamente de los abrazos del oso de esas instituciones del enemigo; de su capacidad para terminar por hacernos olvidar, deslumbrados por sus oropeles, el propósito deletéreo que a ellas nos condujo; convertirnos en inofensivos oportunistas muy cómodos en sus poltronas, desde las cuales disciplinar, con discursos de palo y zanahoria, a aquellos sectores que nos sentaron en ellas. Sobran los ejemplos de la lección de que estos deben permanecer vigilantes e instituir mecanismos para evitar que esos representantes enviados a territorio comanche se acomoden y desactiven. Política y ética deben equilibrarse del modo como advertía Manuel Sacristán cuando decía que la política sin ética es politiquería; y la ética sin política, narcisismo.

Los tiempos de derrotas estrepitosas, decíamos, son dados a la búsqueda del refugio ético. Un refugio que a veces acaba siendo el castillo del vampiro sobre el que en una ocasión advertía Mark Fisher; un virtue-signalling paralizador, desplegado como una vigilancia de las conciencias para la cual no haya hombres que luchan un día y son buenos, sino que solo se merezca respeto si cada acción cotidiana que uno acometa es éticamente ejemplar.

En el seno de movimientos como el veganismo, son frecuentes debates como el de si es legítimo que un o una vegana mantenga una relación con alguien que no lo sea, y es interesante asistir a la división de opiniones que suelen generar. La vertiente política dice, viene a decir: sí, es legítimo y hasta deseable, porque dos que duerman en el mismo colchón podrán volverse de la misma condición y ese novio o novia no vegano acabar convirtiéndose en vegano; ser un militante ganado para la causa. Frente a ella se alzan siempre, furiosos, los adeptos a la vertiente ética: bajo ningún concepto puede un vegano tolerar la presencia de pechugas de pollo y blisters de jamón serrano en la nevera de su casa. El hacer frente al ser, la utilidad frente a la probidad.

Para los veganos políticos, un flexitariano es mejor que un carnívoro puro y duro; para los morales, en el límite, la Ellen DeGeneres que un día cuente que en casa son veganos, pero sí que comen huevos de unas gallinas libres del vecino, merecerá ser arrojada al mismo cubo de basura que el presentador de Crónicas carnívoras. Detrás de estos últimos se adivina con facilidad uno de esos restos de religiosidad que atraviesan sutilmente la edad contemporánea; la involuntaria pulsión de ser puros en esta vida para ganar la siguiente en la que tal vez no se crea, pero viene a creerse en el fondo.

Nuestro tiempo, un preapocalipsis o ya protoapocalipsis del que vemos arder ya las primeras llamas, es pródigo en derrotas clamorosas y dolorosas impotencias, y en consecuencia, significa también desbordes visibles de esa moralidad compensatoria. «No detendremos la catástrofe», se viene a decir, pero ese dios de la modernidad que es la Historia —así, con esa hache mayúscula que los manuales de estilo prohíben, pero nos gusta tanto escribir— no podrá contar de nosotros que fuimos cómplices de los malvados.

En torno a los horrores que se suceden ante nuestros ojos, es frecuente hoy leer mensajes feligreses de ese dios que es tan falso como aquellos que abandonamos: la historia —la Historia— juzgará algún día a los criminales; juzgará también a quienes no hicieron lo suficiente por detenerlos, etcétera. Una nueva forma, laica y racionalista, de creer que esta vida es un valle de lágrimas, pero ya llegará Paco con la rebaja en el Juicio Final; y que entretanto, no detendremos el genocidio, pero al menos podremos, por ejemplo, hacer listas de empresas vinculadas directa o indirectamente a la barbaridad que sea, y acusar a quienquiera que compre sus productos o utilice sus servicios por más credenciales antibarbáricas que tenga por lo demás, y por más difícil que sea no utilizar tales servicios o sortear el consumo de tales productos.

Dios no existe y el dios Historia tampoco. Existe la historia y, como decía Allende, la hacen los pueblos. Pero no nos aproximará a sociedades justas si la vivimos encaramándonos a la apartada columna de Simeón el Estilita o escondiéndonos en un eremitorio, sino solo si somos, como Cristo, habitantes de la ciudad y la multitud, con todas las contradicciones que ello suponga, porque la vida mancha y, como dice Hibai Arbide, menos de cinco contradicciones es dogmatismo. Los eremitas, dicho sea de paso, se escondían sin querer esconderse en realidad. Carlos Astarita escribe en Revolución en el burgo: movimientos comunales en la Edad Media, España y Europa que a los eremitas medievales les imbuía «un espíritu de aislamiento que no terminaba de consumarse, ya que aun los más solitarios se ubicaron cerca de aldeas y villas rurales» para que los fieles apreciaran su «vida ejemplar». Se procuraba también la cercanía a «grandes vías de comunicación» y se buscaban lugares aislados pero a los que no fuera «muy difícil llegar y, si había que atravesar un bosque o subir una montaña, estaba previsto que esas dificultades no desanimaran a los visitantes». Cada época tiene sus Instagram y sus likes.

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