Ecologismo de emergencia

¿Qué fue de la emergencia climática durante el 'recalentado' 2020?

Rosa M. Tristán

Hace un año que se cerraba en Madrid, sin pena ni gloria, la Cumbre del Clima número 25. Entonces, los jefes de Estado presentes en este evento, celebrado en España aunque era chileno, optaron por aplazar muchas de las decisiones importantes para este 2020, que iba a ser el importante porque, como repitieron durante días científicos, políticos, activistas, indígenas, empresas, entidades financieras y organismos internacionales (no se si me dejo a alguien) se nos acababa el tiempo, íbamos hacia el desastre de cabeza que supone una subida de más de 2ºC de temperatura media global y, además, no se estaban cumpliendo los compromisos adoptados, ahora hace ya cinco años, en París.

Nadie imaginaba entonces la que se nos venía encima a corto plazo, el COVID-19, aunque si estaba claro la que ya teníamos y ahí la seguimos teniendo, porque si algo ha pasado este 2020, además de la pandemia, es la confirmación científica de que lo acordado en París en 2015 se ha quedado viejo y que el ritmo de aceleración que están tomando las temperaturas va en aumento, camino de los 3º C más, con todos los desastres que eso conlleva. Me dejaré muchos por mencionar, seguramente, pero si conviene refrescar algo la memoria de lo acontecido, más allá del coronavirus. Este año, hasta septiembre, se habían registrado cinco ‘olas de calor’ (en términos polares, claro) en la Antártida, donde por cierto ahora los primeros científicos estacionales que llegan se están sorprendiendo de la poca nieve que encuentran; en Groenlandia, al otro extremo, al mismo tiempo, se registraban temperaturas que  sitúan ya este año como el tercero más caluroso registrado, justo detrás de 2016 y 2019.

Estos deshielos tienen mucho que ver con lo que ocurre a muchos miles de kilómetros porque ralentiza las corrientes oceánicas, lo que afecta a episodios meteorológicos cada vez más extremos en todo el globo. Así si que, inmersos de lleno en ese 1,1º C más que hace un siglo, septiembre comenzó con unas trombas de agua en Senegal que destrozaron cultivos y hogares de decenas de miles de familias a caer en un solo día la lluvia de todo un año; en noviembre, en Somalia,  300.000 personas vivieron inundaciones que no recordaban mientras sus pocos enseres se iban flotando; en Centroamérica, qué decir de los dos huracanes que han destrozado en 15 días Honduras y Guatemala, en un año récord que acabó con la lista de nombres que tenían prevista; o cómo olvidar los tifones en Filipinas, que son ya 10 este año en el Pacífico, que han generado más de 3.000 millones de dólares en pérdidas y 500 muertos. Y si en unos lugares se están ahogando, en otros se abrasan. Un año más han visto de cerca el infierno en California, Australia y en gran parte de la Amazonia, donde los pueblos indígenas se asfixiaban por el humo más que por el COVID-19. Fuegos espoleados por espurios intereses económicos en una floresta, como nos cuenta la ciencia, que cada vez está más seca porque tampoco allí no llueve como antes.

Sobre los daños en la flora y la fauna más sensible, no me voy a extender, pero recordemos el dato de IPBES (Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas): hasta el 75% de los ecosistemas terrestres, el 66% de los marinos y el 85% de los humedades están alterados por la acción humana, en procesos que iniciamos hace 10.000 años y en sólo un puñado de décadas hemos multiplicado, al menos, por 80.

En realidad, no es necesario irse muy lejos para constatar la emergencia climática en el año transcurrido desde la COP25, aunque las consecuencias para los humanos no son iguales en todos los sitios. Basta recordar las sequías en el sur de España y las inundaciones continuas de este otoño o el dato de AEMET, que ya en octubre nos informó de que los primeros nueve habían sido los más cálidos, de media, desde 1961. Ahora ya sabemos que noviembre también lo ha sido de la última década.

Y en este escenario, hemos pasado 2020 sin ningún avance global mínimamente significativo en cuanto a las medidas a tomar. Ciertamente, vimos disminuir las emisiones de CO2 en primavera, obligados como estábamos a vivir encerrados por un microscópico organismo, pero no están tardando en volver a subir en cuanto nos dejan sueltos, en un escenario de crisis económica que ya se ve que no va a ayudar a hacer los grandes cambios necesarios en el sistema.

Recordemos que la importante cumbre climática se suspendió y que la única  reunión de la ONU que ha habido, estos días pasados, ha sido online y muchos países de los más contaminantes (Rusia, Brasil, Australia...) no estuvieron. Es verdad que la Unión Europea, tercer gran emisor de CO2, ha avanzado al aumentar el compromiso de recortes de emisiones (incluyo aún a Gran Bretaña, el más avanzando en el asunto) pasando de un 40% a un 55% para 2030, mientras que China, avanza muy poco para llegar a su anunciada neutralidad (es decir, contaminación cero) en 2060. Pero no hay que obviar que  para llegar a un acuerdo en la UE hubo que transigir con dar más dinero a Polonia que pasará del carbón al gas natural, como si éste no contaminara. Pero también en España ha habido  que transigir y quitar el impuesto al diésel para tener unos presupuestos generales. Contaminar o no es hoy moneda de cambio.

¿Y que pasa en América? Pues una cal y una de arena porque el futuro presidente del norte, Joe Biden, está dispuesto a que su país regrese al Acuerdo de Paris, lo que es excelente noticia dado que es el segundo mayor contaminador global tras China, pero la cal la esparce otro "JB", Jair Bolsonaro, que pide 10.000 millones de dólares anuales para reducir un 43% sus emisiones para 2030.  Es realmente poco aunque la realidad brasileña es que va a la contra: 2019 fue un año récord en emisiones según el Observatorio del Clima del país y ya es el séptimo más contaminante.  Tampoco va mejor India, donde viven 1.300 millones de humanos, casi los mismos que habitaban toda la Tierra hace 100 años. Allí

Pero es que India, el quinto, tampoco va mejor y este año tampoco ha querido anunciar elevados compromisos de reducciones, que cifra en un 35% como mucho para dentro de una década. Y luego están Rusia, México, Arabia Saudí o Australia, que no han aumentado en nada lo ya planteado.  En realidad, este nefasto 2020 sólo 20 países han comprendido la urgencia como para aprobar más ambiciosos compromisos.

Ahora bien ¿serán estas reducciones reales o se podrán contar bosques, océanos e incluso almacenes de carbono como sumideros para compensar poder seguir contaminando? La ministra y vicepresidenta del Gobierno, Teresa Ribera, me contestaba hace unos días en un encuentro informativo online que es un debate pendiente, que lo racional es aprovechar todo lo que hay y que hay que apoyar la protección de la biodiversidad, aunque este mismo año ha comprobado en la batalla por proteger en un acuerdo global el Océano Antártico que no es nada fácil ponerse de acuerdo cuando los intereses económicos se cruzan en el camino.

Y por otro lado, una cosa es que se tengan compromisos y otra cosa es que se queden en el papel, porque resulta que hace un año estudios científicos reconocían que hasta ahora apenas se han cumplido en un 20% las reducciones previstas mientras, como reconocía días atrás el secretario general del ONU, Antonio Guterres, vamos desbocados hacia los 3ºC , con lo que suponen de deshielo, subida del nivel del mar, sequías, más huracanes y tifones, desaparición de manglares y corales y humedales y glaciares... y también masivas migraciones humanas.

Resulta evidente que el cambio es una transición, que destruir empleos y sectores inviables para la vida en el planeta, no puede hacerse de un día para otro. Pero llevamos medio siglo de conocimiento científico acumulado y cuarto siglo negociando en cumbres, mientras cada noticia de un desastre climático parece sorprendernos menos y ni siquiera se han logrado poner en marcha mecanismos que compensen en el sur global las pérdidas y daños que han generado estas catástrofes provocadas desde el norte. Y se regatean recursos para el Fondo Verde del Clima, con apenas 7.000 millones recaudados desde que se creó hace 10 años.

Por ello, son muchas las tareas pendientes que habrá que encarar en el 2021 y la siguiente cumbre climática, ya inmersos de lleno en la década definitiva del cambio.  Imposible predecir lo que puede pasar en este contexto complejo, pero la urgencia es evidente. Y la peor pandemia es la ceguera.

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