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La corrección política como arma, ¿de quién?

Beatriz Gimeno
Escritora, activista y Diputada de PODEMOS en la Asamblea de Madrid

En el asunto del Concejal Zapata y sus chistes me impliqué a fondo en defender que no debía dimitir (no digamos ya el ridículo asunto de la imputación, que ha llegado después). En todo caso, mi primera posición me generó, naturalmente y lo entiendo, críticas de feministas y compañeras, que inmediatamente pensaron que dicha defensa la hacía desde mi nueva posición como diputada de Podemos. Esa es la explicación fácil pero no cierta. A mí no me conocerá ningún tuit o escrito que pida la dimisión de nadie por una expresión machista u homófoba proferida fuera de contexto o como chiste. Otra cosa es una opinión mantenida en el tiempo y de la que se puede suponer que va a influir en la acción política. Es la opinión, y la acción política lo que hay que juzgar políticamente, no el chiste o una frase descontextualizada; y, en todo caso, se pueden pedir responsabilidades políticas a las personas que se dedican a la política, pero no a las personas que profieren dichas opiniones en su vida personal o antes de dedicarse a la vida pública. En todo caso, es importante asumir que un chiste o una broma no es la expresión de la propia opinión política. Pero lo políticamente correcto nos ha hecho pensar que sí.

El lenguaje políticamente correcto nació como una manera de combatir la brutalidad de ciertas expresiones en un momento en el que en todo caso, éstas no eran metafóricas, ni podían tomarse en ningún caso en broma. El lenguaje no normalizaba el racismo, la homofobia o el machismo, sino que el lenguaje expresaba la normalidad social previamente existente con el machismo, el racismo, la homofobia o cualquier otra desigualdad. Se trataba, se trata, de combatir esas formas de desigualdad brutales, reales y cotidianas, también en el lenguaje o en determinadas expresiones comunes, como las bromas. Hasta ahí de acuerdo, pero lo malo es ese momento en el que una expresión o una broma ocupa todo el espacio de la realidad y se llega a asumir que un chiste machista tiene que provenir por definición y en todo caso, de un machista. No estoy diciendo tampoco que el lenguaje o las expresiones que se usen no sean importantes, pero no podemos llegar al punto de desvincular absolutamente lo que se dice del contexto y de la intención con la que se dice. Y por otra parte, una cosa es que las formas comunicativas formales en política, en periodismo, en la expresión pública, sean muy importantes y otra muy distinta es ese momento en el que el lenguaje políticamente correcto ocupa todo el espacio de lo político; el momento en el que la exigencia del lenguaje políticamente correcto se usa para ocultar la verdadera acción política y se pretende que suplante absolutamente el pensamiento de una persona; o peor aún, cuando el uso de ese lenguaje, su control, su exigencia, se convierte en un arma que se utiliza, precisamente, contra aquello que se dice estar defendiendo.

Si en su origen el lenguaje políticamente correcto fue un arma de los oprimidos para visibilizar su opresión, hay que ser conscientes de que en la actualidad se ha convertido en lo contrario, en un arma de los poderosos para afianzar su poder; en un disfraz que sirve para ocultar la realidad de las acciones de los poderosos, en una pócima que se utiliza para que los opresores aparezcan limpios. Sabemos que el poder crea marcos mentales, hegemonía cultural, y que su capacidad de expropiación simbólica es tal que es capaz de apropiarse de palabras patrimonio de la izquierda –de la humanidad en general- y resignificarlas hasta el punto de que dichas palabras en sus bocas y en sus acciones asumen, precisamente, significados contrarios a aquellos con los que nacieron. Por ejemplo, la frase "defensa de la vida" en las bocas y en las acciones de la derecha está más cerca de la muerte y de la oscuridad que de otra cosa. Lo mismo ocurre con la palabra "libertad" y con muchas otras, como bien sabemos. No resignifica quien quiere, sino quien puede, escribió Amelia Valcarcel, y el poder tiene capacidad para resignificarlo prácticamente todo. De manera que quienes tienen el poder y lo usan con la brutalidad que conocemos no necesitan hoy día hacer chistes racistas, machistas u homófobos para aplicar políticas racistas, machistas u homófobas. Pero al contrario, el reproche social, político e incluso penal con el que el poder pretende perseguir los chistes o expresiones políticamente incorrectas es un arma que le permite limpiar su imagen y ocultar sus políticas; además de ser un instrumento muy útil para perseguir no ya la incorrección política, sino la opinión política disidente, como ha ocurrido en el caso de Guillermo Zapata.

Por nuestra parte, por la parte de los que nos consideramos disidentes a este orden político neoliberal, cuando pretendemos achicar la libertad de expresión en base a la corrección política, nos hacemos un flaco favor. Cualquier estrechamiento de la libertad de expresión, por duro que nos sea soportar determinadas expresiones, se terminará volviendo contra nuestra propia libertad de expresión, nunca contra la libertad de expresión de quienes detentan el poder. El poder no se reprime a sí mismo. El poder no tiene necesidad de decir barbaridades, el poder las hace. Quienes, desde este lado, exigen que se castigue cualquier expresión que le ofenda están restringiendo de manera involuntaria los límites de su propia libertad de expresión y están entregando una herramienta de incalculable valor a quienes quieren, en realidad, perseguir la disidencia política. Quienes nos enfrentamos al poder deberíamos tener siempre como objetivo ensanchar los límites de la libertad de expresión; si dentro de esos límites nos encontramos con expresiones que nos ofenden o nos duelen, ese es un precio que merece la pena pagar.

Ahora resulta que los que matan, los que expropian, los que discriminan, dejan sin sanidad, los que machacan a la gente, se revisten de santa indignación porque alguien que lucha contra la discriminación, la exclusión y contra la injusticia, escribió hace cuatro años (y en un contexto que lo puede explicar) un chiste sobre judíos. Guillermo Zapata no es un racista, sino un antirracista, pero la indignación por un chiste sacado de contexto, indignación creada torticeramente por el partido Popular, ha provocado que un activista social antirracista acabe imputado y estigmatizado, mientras que quien fomenta la xenofobia de verdad, quien pone concertinas en una valla para que los inmigrantes se corten al tratar de cruzarla, sea ministro y se convierta en perseguidor del primero. Por eso, defender la máxima libertad de expresión nos es vital a quienes no disponemos de poder real, así como no unirnos al coro de quienes pretenden sustituir la acción política real por la inanidad de lo políticamente correcto.

La palabra tiene siempre un contexto, el acto comunicativo una intención. No juzguemos ni una ni otra aisladamente y no nos unamos acríticamente al coro de quienes juzgan a una persona, una vida, una trayectoria, por un tuit. 140 caracteres no definen a nadie, pero los que persiguen a Zapata sí están claramente definidos por sus políticas y sus propias trayectorias. No podemos ni confundirnos ni caer en su juego.

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