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La Agencia Estatal de Investigación y el traje del emperador

José Manuel Lechado
Periodista

Apenas tres semanas antes de las elecciones legislativas del 20 de diciembre de 2015 el gobierno conservador presidido por Mariano Rajoy Brey anunció la creación de una Agencia Estatal de Investigación (AEI), cuya normativa reguladora y estatuto fueron publicados en el BOE del 28 de noviembre de 2015.

Una agencia científica independiente es una vieja aspiración de los profesionales de la ciencia en España: un organismo que sirva para fomentar, estimular y guiar la investigación científica en un país que secularmente ha destacado por su abandono más implacable en este terreno. La AEI debería cubrir esta carencia, pero dadas las circunstancias, el devenir histórico de la ciencia en España, la calaña del gobierno derechista y, de remate, el propio texto de la normativa, no cabe el beneficio de la duda y sí suponer que éste no va a ser más que otro brindis al sol en el ruedo científico español.

Para empezar ya resulta sospechosa de por sí la fecha de la proclama, menos de un mes antes de unas elecciones legislativas. ¿No hubo tiempo en toda la legislatura, máxime teniendo en cuenta que el marco legal que da pie a la creación de esta Agencia, la llamada Ley de la Ciencia, fue aprobada nada menos que en junio de 2011, pocos meses antes de la llegada del Partido Popular al Gobierno?

Quizá para compensar esta desidia se establece para la creación efectiva de la AEI un plazo de 60 días tras la entrada en vigor de la norma (disposición adicional primera). Parece que se quiere meter prisa, pero de hecho no es así. En el mejor de los casos la ejecución de lo estipulado no tendrá lugar, con suerte, hasta finales de febrero de 2016 (hay que sumar casi un mes más de vacatio legis, el tiempo que tarda una ley en ser efectiva tras su publicación). Será por tanto tarea para el gobierno surgido tras los comicios de diciembre. Gobierno que podrá o no poner en vigor el Real Decreto, a su discreción.

La lectura atenta del texto legal no da, en cualquier caso, demasiadas esperanzas; más bien abre todas las puertas a un recelo fundado. De entrada, la nueva Agencia tiene poco de nuevo: es, como queda claro en la disposición adicional segunda del Real Decreto, un organismo que funde muchos otros de probada ineficacia y que no han hecho sino cargar de papeleo y lastres políticos la investigación científica en España durante las últimas décadas. Puesto que la mayor parte del texto se refiere a la forma en que estas direcciones, secretarías y subsecretarías han de quedar englobadas en la AEI, ésta parece, incluso antes de nacer, más una oficina burocrática que un organismo científico serio.

Por otra parte no será tampoco una institución independiente (que es lo que los científicos querían): en el artículo primero del Estatuto, punto 4, se establece que la AEI depende del Ministerio de Economía a través de la Secretaría de Estado de Investigación, Desarrollo e Innovación (cuyo jefe, un cargo político, será también presidente de la AEI). En resumen, el Gobierno se asegura el control político de la nueva Agencia.

Para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Pero es que en realidad ni siquiera hay alforjas. Los puntos dedicados a la financiación (artículo 32 del Estatuto) son tan inconcretos como reveladores. Una agencia de estas características necesita pasta, pero el legislador se ha contentado con vagas promesas referidas, entre otras cosas, a los Presupuestos del Estado del futuro lejano (a partir, como mínimo de 2017, pero sin especificar nada). Sólo una partida presupuestaria propia daría a la AEI la independencia, pero no va a ser así por dos motivos. El primero, el que indica la disposición transitoria cuarta: la financiación básica dependerá de los créditos (es decir, préstamos, no fondos presupuestarios) concedidos a las secretarías y direcciones que el decreto suprime y refunde en la AEI. La otra razón ya la hemos visto: la Agencia sólo es una oficina del Ministerio de Economía, que le dará dinero o no, según le parezca al ministro.

Por si acaso no hay presupuesto ni crédito se tienen en cuenta otras formas de financiación. Por ejemplo, la enajenación del patrimonio propio de la AEI (artículo 25 del Estatuto). Teniendo en cuenta que se trata de una Agencia aún inexistente, esto debe de ser una broma del legislador o tal vez una errata. Más interesante es el desideratum de que la AEI se financie a través de sus patentes. Es obvio que quien ha inspirado el Real Decreto cree que la Ciencia genera inventos rentables como si fuera el laboratorio de Ungenio Tarconi. La realidad no es así, primero porque muchas líneas de investigación científica no generan beneficios crematísticos nunca (ni lo pretenden), y segundo porque incluso los hallazgos rentables pueden tardar años o décadas en dar beneficios. En todo caso, plantear la ciencia como un negocio, y más en un país atrasado al respecto, no parece muy buena idea.

Otra posibilidad que ofrece el Real Decreto son las subvenciones, que probablemente constituyan la única forma real de financiar la AEI. Pero esto supone restar la poca independencia que pudiera llegar a tener el organismo, puesto que las subvenciones las concede graciosamente el gobierno de turno a quien le place. Y otro tanto podría decirse de las donaciones privadas, previstas en el artículo 32, incluso en el caso de que alguien llegara a donar algún dinero para tan buena causa. En resumen, al analizar los puntos económicos del Real Decreto y el Estatuto, todo parece quedar en manos del azar, la caridad y la usura. Lo cual encaja muy bien con la mentalidad católica del Gobierno, si bien al lector avisado le parecerá que todo esto es una tomadura de pelo. Una más.

Pero no hay nada de lo que sorprenderse. El anuncio de creación de la AEI responde sólo a intereses electoralistas, sin que haya una verdadera voluntad de crear una agencia científica independiente, como no la hubo en toda la larga legislatura de Rajoy Brey. El propio nombre de la Agencia da indicios de lo que se cuece. Es «estatal» (no «nacional» o «española») y «de investigación» (no «científica»). Las palabras tienen su valor y la denominación elegida no parece inocente.

La sensación que queda tras la lectura de la norma legal es que se quiere crear un nuevo pesebre para colocar a amiguetes, dar a un gobierno incompetente el barniz de respeto que otorga la palabra «ciencia» (utilizada en vano) y ya de paso ganar algunos votos. Pero para mamotretos inoperantes en nombre de la ciencia nos bastaba con aquel monstruo fundado en noviembre de 1939 para «imponer al orden de la cultura las ideas esenciales que han inspirado nuestro Glorioso Movimiento, en las que se conjugan las lecciones más puras de la tradición universal y católica con las exigencias de la modernidad». Nos referimos, por supuesto, al CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), un trasto burocrático que a pesar de los excelentes centros de que dispone, donde trabajan algunos de los mejores científicos del mundo, no hace más que entorpecer la investigación con sus directrices políticas y su obsesión por el control, además de su financiación errática de los proyectos y una política laboral más que discutible (asuntos que conozco de primera mano por científicos amigos que trabajan en diversos centros adscritos al CSIC y que será tema de futuros artículos).

Estamos, en definitiva, ante otra mentira más del gobierno de Rajoy, como el supuesto crecimiento del empleo o la salida de la crisis económica. Fantasmagorías que, tal vez, sólo el pueda ver desde su palacio, como ocurría en el cuento con el traje del emperador.

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