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Una sociedad que odia a sus millenials está perdida

Víctor Reloba López
Vicepresidente del Consejo de la Juventud de España (CJE) y responsable del Área Socioeconómica

El adultismo es esa recurrente costumbre, cíclica, de insultar a nuestros jóvenes pensando que son peores que nosotros.

O apostamos por una solidad intergeneracional que garantice los derechos de jóvenes y mayores, o nuestra sociedad no tiene futuro.

Una inscripción jeroglífica, que data del 2000 a.C., reza así: "Nuestro mundo ha llegado a un estado crítico. Los niños no escuchan a sus padres. El fin del mundo no puede estar lejos". Muchos años después, el griego Hesíodo se pronunció en el mismo sentido: "No tengo ninguna esperanza en el porvenir de nuestro país si la juventud de hoy toma el mando mañana, porque esta juventud es insoportable, sin moderación, simplemente terrible". Hoy, ha escrito un artículo contra los "millenials" el columnista Antonio Navalón, famoso por ser ex socio de Mario Conde, comisionista y por deber 2 millones de euros a Hacienda. Si semejante referente moral ataca, por tanto, a los que nacimos entre el año 1980 y el año 2000, es que tenemos que estar orgullosos, porque su moral no es la nuestra, y por eso nuestra generación es mucho más crítica con la corrupción que su generación, según las encuestas.

Pero lo importante no es la penúltima bravuconada quejica de un señor mayor hacia la juventud, sino el fenómeno que hay detrás: el adultismo. El adultismo o adultocentrismo (término que emplea UNICEF) es el sistema de poder en el que se minusvalora a las personas jóvenes o infantes respecto a los adultos, construyendo relaciones de dependencia y falta de autonomía. Es algo especialmente grave en España, uno de los países donde más acentuado está el modelo mediterráneo familista (es decir, de dependencia de los recursos de la familia) de Estado del Bienestar, según las categorías de Esping-Andersen.

Así es como, con ayuda familiar, las personas jóvenes hicimos caso a lo que se nos pedía: estudiamos carreras, másteres, idiomas, cursos, hicimos prácticas gratis y cogimos becas que nos pagaban en "experiencia". El resultado, desde quien no pudo estudiar a quien sí pudo saltar el muro de las matrículas al alza, fue que ese relato idílico del ascensor social estaba averiado, si es que alguna vez funcionó. El esfuerzo de "la generación más preparada de la historia" no obtenía más resultado que casi un 40% de paro, más del 90% de temporalidad en los nuevos contratos o una sobrecualificación galopante que nos obliga a prepararnos dos currículos, el de "lo nuestro" y el que tal vez nos valga para currar tres meses antes de que nos manden a la calle y cojan a otro para mantener el carrusel infernal de la rotación laboral.

Nuestro país se caracteriza por arrastrar una invisibilización de los problemas de la juventud. Hay un dato muy revelador que incluimos en el Informe Juventud Necesaria (2015) que publicamos desde el Consejo de la Juventud de España (CJE): "el gasto en la tercera edad en España fue 34’7 veces superior al dedicado a políticas de infancia y familia (incluyendo la educación), entre 1985 y 2000. Para comprender el valor de esta cifra, baste señalar que ninguno de los 20 países de la OCDE supera el valor de 10, salvo Grecia (10’3)".

Es difícil saber por qué ocurre esta falta de solidaridad intergeneracional. El sociólogo Pau Mari-Klose analiza[1] la pérdida de interés de los políticos por la juventud entre 1982 y 1996, mostrando la diversidad de factores: votan menos, tienen menor fidelidad de voto, no responden tan reactivamente por sus intereses (como sí la tercera edad ante sanidad o pensiones), el peso demográfico de la juventud es menor, no hay actores juveniles que consigan marcar la agenda pública, etc. Sea cuál sea la causa, como dice el sociólogo José Féliz Tezanos, "la cuestión juvenil es la cuestión de España". No hay país que aguante social y demográficamente la emigración forzosa de sus jóvenes, el paro masivo o la temporalidad y precariedad de los que tienen un empleo. Actualmente, el 38% de las personas jóvenes estamos en riesgo de pobreza y exclusión social. Somos el colectivo de edad más vulnerable, pero el Estado se lava las manos en materia de empleo juvenil, como demuestra el hecho de que sistemáticamente la Unión Europea tenga que reñir a España por la mala aplicación y falta de resultados de la Garantía Juvenil.

El mejor ejemplo sobre la necesidad de implantar una sólida solidaridad intergeneracional es las pensiones: con salarios de 900 euros no se mantienen pensiones de 1300 euros. Es el empleo de calidad y las condiciones de vida dignas de la juventud hoy lo que garantiza con nuestras cotizaciones que blindemos un retiro decente a nuestros mayores. La juventud es necesaria para nuestro país, por lo que no necesitamos insultos, sino soluciones colectivas.

Me comprometo, nos comprometemos desde el Consejo de la Juventud de España, a trabajar por ellas, porque somos un espacio de democracia participativa. Un lugar de encuentro para cualquier joven, no sólo estos "Millenials", sino también la siguiente generación, a punto de cumplir la mayoría de edad. Un ágora común donde, desde un precario que se afilia a un sindicato, a una joven que ayuda en su parroquia o un monitor scout que educa a sus chavales en el respeto al medioambiente, pueden juntarse para convertir su acción de cambio social de cada día en una voz colectiva que luche por un futuro digno, no sólo para la juventud, sino para todo nuestro país.

[1] "Prioridades poco prioritarias. Jóvenes en la agenda gubernamental en España (1982-1996)".  Reis 140, octubre-diciembre 2012, pp. 69-88.

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