El mundo es un volcán

Elecciones en Grecia: ensayo general para España

Aunque España no sea Grecia, como no se cansan de repetir los dirigentes del PP y del PSOE, las similitudes bastan para considerar las elecciones de este domingo como una especie de ensayo general del reguero de procesos electorales que jalonarán España este año, desde las municipales y autonómicas a las legislativas.

En los dos casos, un sistema bipartidista consolidado durante décadas y que permitía la alternancia en el poder de una formación de centro derecha y otra socialdemócrata, ha hecho explosión a causa de la pésima gestión de la crisis y de una vergonzante sumisión a los dictados externos que ha recortado nivel de vida y derechos esenciales. El malestar, expresado en Grecia con multitud de huelgas generales y protestas callejeras, y en España a través de movimientos como el 15-M, ha convertido en alternativas de poder a Syriza y Podemos.

Ambos quieren recuperar la capacidad de decisión frente a las presiones exteriores, sean de la Unión Europea (sobre todo Alemania) o el Fondo Monetario Internacional. Abjuran del pensamiento único de un rigor presupuestario que obligue a pagar a rajatabla la inasumible deuda pública y a recortar el déficit con drásticos ajustes que disparan el desempleo, disminuyen los salarios y desmantelan el Estado del bienestar. Y son vistos como una amenaza existencial por los grandes partidos tradicionales, que ven peligrar su hegemonía. En Grecia, además, uno de ellos se ha hundido hasta el límite de la irrelevancia: el Pasok, equivalente al PSOE.

El ascenso de Syriza, la posibilidad casi cierta de que sea la fuerza más votada, incluso de que alcance la mayoría absoluta gracias a la prima de 50 diputados al ganador, es contemplado con creciente desasosiego por quienes más tienen que perder si cambian las reglas del juego. De ahí el alarmismo de los mensajes que  llegan desde Bruselas, Berlín, Washington, Madrid o la propia Atenas. Por eso se presenta a Alexis Tsipras como un populista irresponsable, inexperto y utópico que expulsaría a Grecia del euro y la lanzaría al vacío, más allá incluso de la ruina actual.

Sin embargo, a medida que la amenaza de triunfo de Syriza se hace más real, y ante el riesgo de que los gritos de "¡Que viene el lobo!" sean contraproducentes ante una ciudadanía al límite del sufrimiento, y de que, a la postre, no quede otro remedio que tratar con Tsipras, la apelación directa o indirecta al voto del miedo ha reducido un tanto su intensidad. Y poco a poco, se hace patente lo obvio: que la Comisión Europea, el Banco Central Europeo, el FMI y, por supuesto, Angela Merkel ven factible tratar negociar con el supuesto dinamitero, al que no consideran a fin de cuentas tan radical, ni sus propuestas tan extremistas e irreales. En suma, asumen que puede ser un interlocutor razonable, con el que es posible alcanzar compromisos, sobre todo si se matizan dogmas como que la deuda hay que pagarla a toda costa (el término clave es ya reestructuración) y que los recortes empobrecedores son la única receta para bregar con el déficit y sanear las cuentas públicas.

Es cierto que Syriza, como Podemos, ha moderado su discurso a medida que ve más cercano el acceso al poder. Puro pragmatismo. Tsipras, como el 74% de sus compatriotas, no quiere que el país vuelva al dracma o se convierta en un apestado dentro de la UE. Entrando en el terreno de la especulación, y por recuperar el lenguaje de la transición española, cabe imaginar que, si se ve forzado a elegir entre reforma y ruptura, es probable que rechace ambas opciones y apueste por una vía intermedia: más que reforma pero menos que ruptura de un sistema caduco, pero cuya demolición mostraría quizás la ausencia de una alternativa viable a medio plazo.

Resulta obvio que, para ver por donde se decanta exactamente Syriza, hay que esperar al resultado electoral. Un pequeño desplazamiento del voto respecto al resultado que pronostican a las encuestas, y/o el número de partidos que finalmente superen el mínimo necesario para entrar en el Parlamento, podrían marcar la diferencia entre la mayoría absoluta o la necesidad de buscar un socio de Gobierno. Lo que, salvo sorpresa mayúscula, parece excluido es que Syriza no quede en cabeza.

Habría que estar en la mente de Tsipras para saber si en el fondo –muy, muy en el fondo- no preferiría una coalición con un partido minoritario (hay cuatro que se disputan el tercer puesto), o gobernar en solitario con pactos puntuales, para tener una coartada que, a la hora del pragmatismo, le forzase a rebajar el grado de cumplimiento de un programa de máximos que complicaría el acuerdo con acreedores y prestamistas. Tampoco puede excluirse un escenario de falta total de acuerdo que fuerce a convocar nuevos comicios.

España se la juega también en Grecia porque el azar del calendario electoral ha convertido a este país del extremo suroriental de Europa en el laboratorio de un más que probable cambio que podría trasladarse hasta el otro confín del Mediterráneo. Si Syriza llega al poder, la forma en la que lo ejerza, la prueba de realidad a la que se verá sometido, el resultado de su negociación con la UE y el FMI, el impacto de su gestión sobre la vida cotidiana de los ciudadanos y muy especialmente sobre la castigada clase media, la capacidad de revertir o cuando menos aliviar el empobrecimiento general y el deterioro de la sanidad, la educación o las pensiones, todo eso, contribuirá a consolidarlo como el líder salvador o, por el contrario, a certificar el fracaso de la única gran alternativa al pensamiento único que ha conducido al desastre.

Si Syriza forma Gobierno y, sin abjurar de su código genético, negocia con la UE para mantener el euro, reestructurar la deuda y controlar el déficit, haciendo posible al mismo tiempo el milagro de reducir de forma sustancial la pobreza, la desigualdad y el paro, lo más probable es que Podemos también ganase impulso. Se reforzaría así como alternativa no traumática de poder, y demostraría por tercero interpuesto que no encarna el populismo que conduce al caos y el desgobierno. Por el contrario, si Syriza fracasa, su pariente español también podría desinflarse, lo que supondría un balón de oxígeno para un bipartidismo a punto de entrar en la UCI.

Por ahora, sin embargo, el miedo a Podemos en el PP y el PSOE se traduce en ataques indiscriminados y con frecuencia mal dirigidos que, como en Grecia, podrían tener un resultado contrario al que pretenden. Porque, aunque no con tanta intensidad como allí, está calando también aquí muy honda la idea de que ambos partidos, celosos de sus privilegios, lastrados por la corrupción, el clientelismo y la incompetencia, ya no tienen nada que ofrecer, que están amortizados, y que lo lógico es que se dé una oportunidad a quienes, al menos, aún no han tenido la posibilidad de equivocarse.

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