El mundo es un volcán

Los atentados de París y el brutal doble rasero

Un cazabombardero (¿israelí, norteamericano, francés?) lanza una bomba sobre un territorio indefinido (¿Siria, Irak, Palestina, Afganistán, Pakistán?). Una mujer musulmana con un bebé en brazos la ve caer y piensa: "Yo también soy Charlie". La viñeta de Eneko en 20minutos ilustra cómo pocas la forma en que Occidente se mira al ombligo ante injustificables actos de barbarie como los de hace unos días en París. De repente, la sociedad ilustrada, laica y opulenta se ve vulnerable. Descubre, como en España tras el 11-M, que el terrorismo es un peligro cercano, inmediato, el reflejo de injusticias y conflictos que causan centenares de miles de muertos pero que nos dejan indiferentes cuando vemos el telediario porque ocurren lejos de casa.

Doble rasero brutal, el mismo con el que se contaban las víctimas norteamericanas y vietnamitas en la guerra de Indochina: 17 franceses en París valen más que miles de iraquíes, libios, nigerianos, sirios, palestinos, paquistaníes o afganos. No es un reproche a los demás. Lo es en primer término a mí mismo, y quizás por ello escribo esta columna.

Franceses, españoles o alemanes sienten como propias las muertes de los humoristas de la revista satírica o de los rehenes judíos del supermercado kosher. Lo toman (lo tomamos) como un ataque a la tolerancia, a la sociedad multicultural, a unos valores republicanos consustanciales con el Estado francés y a los que, desde la soberbia, se atribuye una clara superioridad moral.

La gente se echa a la calle por millones para expresar su repulsa al terrorismo sectario mientras los dirigentes planean en caliente medidas urgentes para contener la amenaza yihadista. Es decir: lo que nunca debería hacerse, la vía que siguió Bush tras el 11-S con la Patriot Act y que dio lugar a atroces abusos que han manchado para siempre las ya por entonces exiguas reservas morales del sistema político y social norteamericano.

Los políticos, sobre todo los franceses, intentan pescar en río revuelto. Rajoy aprovecha para promover nuevas leyes que aumenten el control sobre los ciudadanos, a ser posible con aval de la UE, donde el Europarlamento se resiste aún a dejarse arrastrar por la corriente del momento. El blando Hollande resurge algo de sus cenizas gracias a la dureza mostrada durante la crisis. El enérgico Valls declara que Francia está en guerra y que se va a ganar, cueste lo que cueste. Sarkozy con la boca pequeña y Le Pen a tumba abierta buscan votos reaccionarios y advierten de los peligros de la inmigración, como si los asesinos de París hubieran sido infiltrados desde el exterior y no ciudadanos franceses nacidos en Francia.

Filósofos, políticos, politólogos, académicos y analistas de diversa condición reflexionan sobre sobre las fronteras entre libertad y seguridad, el éxito o el fracaso –relativo en ambos casos- del proceso de asimilación de más de cinco millones de musulmanes en una sociedad cuyos cimientos y estructura son laicos. Y también sobre las causas del antisemitismo que, al igual que la islamofobia, está a flor de piel en el país; de que se produzcan anualmente cerca de 4.000 conversiones al islam y más de 1.000 franceses engrosen ya las filas del Estado Islámico; sobre el reclutamiento de yihadistas en Internet y las redes sociales; sobre la desigualdad, la precariedad y el desempleo como caldo de cultivo de un nihilismo existencial que lleva a muchos jóvenes musulmanes a buscar un sentido a su vida en una cruzada a la inversa.

Netanyahu desfila en primera línea de la gran manifestación de París contra el terrorismo, como si el hecho de que cuatro de las víctimas de los atentados fueran judíos le protegiera de las acusaciones de emplear métodos no menos terroristas (eso sí, decididos por un Gobierno reconocido por Europa) contra los palestinos, como en la última ofensiva en Gaza: 2.200 muertos, la mayoría civiles inocentes. Y con algo que, desde algún punto de vista podría verse como una provocación, o la revelación de una verdad sustancial: el ofrecimiento –aceptado- a los familiares de los asesinados en el ataque al supermercado de enterrarles en Israel, como si prevaleciese su condición de hebreos sobre la de franceses.

El doble rasero está en el origen de que el mundo de hoy se perciba como menos seguro que el de la Guerra Fría, cuando el miedo a la Destrucción Mutua Asegurada (MAD) en caso de conflicto atómico entre las dos grandes superpotencias ejercía un poderoso aunque inquietante efecto estabilizador. Hoy se habla de la "amenaza terrorista" desde un único punto de vista: el de los occidentales que ven amenazada su forma de vida, la libertad de movimientos que, por ejemplo, permitía a algunos de ellos –la élite- expatriarse con comodidades de hotel de cinco estrellas al servicio de grandes compañías multinacionales que explotaban los recursos del Tercer Mundo.

En otro orden de cosas, esa situación hacía posible las expediciones en jeep por el Sáhara, turismo de aventura por la mayoría de los países africanos y de Oriente Próximo o recorrer la ruta de la seda entre Europa y Asia sin otros temores que los derivados de la dificultad de obtener visados y lidiar con la burocracia, la mecánica del todoterreno o el riesgo de contraer una enfermedad. Esa movilidad se acabó en gran parte del planeta, donde los conflictos posteriores a la caída del Muro de Berlín, resultado con frecuencia de la explotación económica y los designios geoestratégicos de Estados Unidos y otras potencias occidentales, de la exacerbación de las tensiones étnicas y religiosas, y también del creciente odio al blanco asociado con la explotación, han convertido buena parte del planeta en un nido de avispas por el que cada vez resulta más arriesgado desplazarse.

La amenaza terrorista islamista no es sino una manifestación extrema de ese cambio de paradigma. Mientras actuemos como si la vida de un americano, un francés, un israelí o un español valiese cien veces más que la de un nigeriano, un congoleño, un libio, un palestino, un iraquí, un sirio, un afgano o un paquistaní, el peligro de un nuevo y catastrófico choque de civilizaciones no dejará de aumentar. Se sumaría así a la fractura interna que ya provoca en las propias sociedades occidentales la imparable y atroz desigualdad, una frontera que separa a los que más tienen de los que no tienen nada y que, en buena lógica, debería llevar a estos últimos a coligarse para defender sus intereses de forma conjunta, sin que ectoplasmas como la identidad religiosa pudieran impedirlo.

Más Noticias