Tierra de nadie

Sobre Marruecos y la decencia

No hace falta ser el inventor de la geopolítica para entender la obsesión del Gobierno en llevarse bien con Marruecos. Juega un papel clave en el control del integrismo, de la inmigración y del tráfico de drogas, asuntos tan importantes como para hacer la vista gorda cuando pisotea los derechos humanos, sobre todo si lo hace con el material antidisturbios que compra en España. El entramado de intereses incluye, obviamente, la cuestión de Ceuta y Melilla, sobre la que conviene no excitar a Mohamed, no vaya a ser que nos prepare otra marcha verde o rosa fucsia. Frente a eso, está la responsabilidad moral como ex potencia colonial hacia los saharauis, una causa que nuestra diplomacia considera perdida y que se limita, para vergüenza de la opinión pública, a traer cada año a pasar el verano a unos cientos de niños y enseñarles los misterios del agua corriente.

Los despropósitos en la relación con Marruecos han sido numerosos. El principal ha sido la incapacidad para deslindar los temas bilaterales de contenciosos como el del Sahara, donde la propia dignidad nacional aconsejaba mantener, cuando menos, una postura coincidente con las resoluciones de la ONU. En lugar de eso, la actitud de España ha sido pendular, de manera que si Rabat nos comía la oreja se aceptaba que la ex colonia fuera la provincia marroquí del sur y si nos la mordía se defendía la autodeterminación. Es obvio que llevamos tiempo con el cartílago humedecido.

Una postura firme e inequívoca en el tema saharaui no tendría que ser obstáculo para favorecer el crecimiento económico de Marruecos, por mucho que moleste a los productores españoles de tomates y naranjas. Nadie debería poner objeciones a que España abandere, por ejemplo, la concesión al reino alauí del estatuto avanzado con la UE, aunque sólo fuera por una cuestión egoísta: con un país rico se comercia más y mejor que con uno pobre. Pero una cosa es alentar la prosperidad del vecino y otra cruzarse de brazos ante sus desmanes.

El del Sahara era un conflicto olvidado hasta que la huelga de hambre de Aminatu Haidar nos lo recordó durante semanas a la hora del telediario. La brutalidad marroquí en El Aaiún es incompatible con los paños calientes de la ministra de Exteriores. Los intereses nacionales no pueden estar reñidos con la decencia.

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