Tierra de nadie

Como pollos sin cabeza

Va siendo hora de constatar un fenómeno inusual de este coronavirus que nos acecha, del que se advertía aquí hace un mes de que, por muy contagioso que fuera, no lo sería tanto como la estupidez que se supone a nuestra especie. Como se decía, lo extraordinario del caso es que, a día de hoy y salvo episodios aislados, no ha sido la población sino los gobernantes quienes han entrado en pánico, y con ellos los mercados, los bancos centrales, Trump, la Unión Europea, las multinacionales y el resto de los centros de poder del ancho mundo. Ello lógicamente nos lleva a pensar que el cuento se nos ha contado a medias, ya sea porque se estaba escribiendo sobre la marcha o para que el lobo no nos pareciera tan feroz aunque se comiera a algunas abuelitas muy ancianas en los primeros capítulos de la historia.

Ha llegado también el momento de cuestionar la gestión de la crisis por parte de la dirigencia de Occidente, convencida quizás de que el bichito se quedaría mayormente en China haciendo estragos y que al oeste, como mucho, nos rozaría tangencialmente, fundamentalmente porque no tenemos AVE directo con Pekín, tal fue el peregrino argumento de una consejera murciana para explicar por qué el virus no había visitado aún su región. Han tenido que multiplicarse los contagios de un día para otro para que se anuncien medidas de choque que, si aquí han llevado a suspender las clases en varios territorios como aperitivo de lo que nos espera, en Italia, que ya están con el segundo plato, han forzado al primer ministro a restringir los movimientos en todo el país y a aconsejar a sus habitantes no salir de casa.

Salvo que se nos haya tomado el pelo desde el comienzo, no parece que el Covid-19 vaya a ser la causa de nuestra extinción. De hecho, y no hay por qué dudarlo, todo indica que sus efectos son, por lo general, ligeramente más fuertes que los de la gripe común, otro virus con el que convivimos y que en España causa la muerte de unas 20.000 personas al año sin que se considere obligado hacer un recuento diario. Obviamente son preocupantes las víctimas de esta enfermedad que nos era desconocida, pero en la inmensa mayoría de los casos la fiebre no nos llevará al otro barrio. Su verdadero peligro es que el colapso de los servicios sanitarios provoque el caos, y que de ello culpemos a los Gobiernos, que la actividad económica -como ya está sucediendo-, se resienta y volvamos a culpar a los Gobiernos y que, finalmente, nos encontremos con la mutación más amenazante: pasar de una emergencia de salud pública a una crisis económica mundial, de la que ya no serían responsables los bancos sino los gobernantes por su inacción. De contar ya con una vacuna y con medicinas eficaces es muy probable que se hubiera dejado de luchar ya contra lo que parece inevitable, esto es, que el coronavirus se convierta en una enfermedad estacional más.

Entre tanto, hemos pasado de observar con cierta estupefacción los métodos expeditivos de China de aislar por la fuerza a millones de personas o de construir hospitales en tiempo récord, algo a lo que, según creíamos, solo puede hacer una dictadura, a pensar en repetirlos, en vista de que la contención allí está funcionando y hasta Xi Jinping se deja ver por Wuhan, mientras nuestro sistema de aplazar el pago de la factura completa por cómodos pagarés con  vencimientos periódicos se está demostrando ineficaz.

Nada se puede reprochar a los ciudadanos. De hecho, estamos siendo bastante aplicados: hemos empezado a lavarnos las manos como posesos, hemos dejado de toser en la cara de los de enfrente, intentamos no tocarnos la cara, no hemos tomado al asalto las urgencias, hemos seguido las cuarentenas domiciliarias que se nos recetaban aun cuando se demoraran las pruebas a la que debían someternos o se olvidaran, incluso, de nuestra existencia y hasta hemos recurrido a reírnos del virus como terapia para relajar la tensión.

Por ello, y pese al respeto reverencial que sentimos por Fernando Simón, el coordinador de Emergencias sanitarias, tenemos derecho a pedir algunas aclaraciones. No entendemos que, siendo las personas de más edad y con patologías previas las más atacadas por la enfermedad, no se hayan establecido antes medidas preventivas como las de cerrar los centros de ocio. O que se autoricen algunas concentraciones multitudinarias y se impidan otras, por mucho que Abascal estuviera como un toro cuando se hizo reelegir, que el Cristo de Medinaceli haga milagros o fuera 8-M. Los padres que no puedan teletrabajar y tengan que hacer malabares para atender a los niños en Madrid o Vitoria se preguntarán con razón si habrá Fallas y procesiones de Semana Santa o por qué se está tardado tanto en prohibir la asistencia de público a todos los acontecimientos deportivos. Su temor sería mayor si hubieran presenciado, por ejemplo, cómo los responsables políticos de Madrid eran incapaces de responder a algunas preguntas de la oposición sobre los recursos de los que disponían médicos y hospitales cuando se comunicó el cierre de colegios.

Se tiene la sensación de que se ha intentado contener los contagios sin afectar demasiado a la economía y el turismo hasta que se ha comprobado que no se podía estar en misa y repicando. Y se confirma también que los recortes en Sanidad que tan alegremente se decidieron en el pasado no salen gratis, en vista de la carencia de medios y profesionales. Llegarán, no hay duda, la ayudas a empresas dentro del plan que se nos anuncia y que todavía no se ha revelado y la UE liberará fondos o, al menos, relajará su consabida austeridad. Que nadie dude de que saldremos de esta. La realidad es que no nos asusta tanto el coronavirus como contemplar a quienes nos piden calma correr como pollos sin cabeza.

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