Las estadísticas relativas al número de horas extraordinarias no pagadas que proporciona el Instituto Nacional de Estadística (INE) deben ser tratadas como una aproximación, pues es evidente que los empresarios entregados a estas dinámicas fraudulentas ocultan, "lógicamente", información. De cualquier modo, los datos del INE ponen de manifiesto una situación muy preocupante.
En el año que acabamos de dejar atrás, el Producto Interior Bruto de la economía española, en comparación con el ejercicio precedente, que ya registró un crecimiento exiguo, ha retrocedido, un 9%, una caída histórica, de la que estamos muy lejos de habernos recuperado. En 2020 el desempleo ha subido hasta alcanzar el 16,7%, el más alto de la Unión Europea; el desempleo real, que incluiría a los que no figuran en las estadísticas como buscadores de empleo -son considerados como población inactiva, pero están en disposición de trabajar-, así como a los asalariados con contratos a tiempo parcial, que desearían trabajar más horas, es mucho más elevado. En cuanto al número de horas efectivas trabajadas -un indicador más significativo que el anterior, dado que, como acabo de señalar, una parte de las personas que han perdido su empleo han pasado a la categoría de inactivos y en consecuencia no figuran como desempleados- ha experimentado una caída sustancial: un 11,1% en 2020 en relación a 2019.
Pues bien, en este contexto marcadamente depresivo llama la atención el elevado número de horas extraordinarias no pagadas, las cuales, según los datos del INE, han supuesto en 2020 el 45,5% del monto total de horas extraordinarias. Comparando este año con el anterior, han crecido el 1,5%; si se compara el cuarto trimestre de ambos ejercicios encontramos que el aumento ha sido del 6,6%.
La normativa aprobada en 2019, que buscaba conocer y castigar este tipo de prácticas, hasta el momento no parece haber dado ningún resultado. Son muchas las empresas, grandes y pequeñas, rentables y en dificultades, que, sin ninguna compensación o con una retribución inferior a la que legalmente tendrían que aplicar, alargan irregularmente la jornada laboral. El argumento y la amenaza son muy sencillos: "pasas por el aro o ahí está la puerta de salida, hay mucha gente esperando una oportunidad, dispuesta a aceptar las (miserables) condiciones que ofrecemos".
No pagar por el trabajo realizado -o retribuirlo por una cantidad inferior a lo estipulado- es una ilegalidad manifiesta, que se ha convertido en una práctica bastante habitual, que nada tiene que ver con la existencia de una "democracia consolidada" de la que tanto se habla en estos días.
Esta deriva tiene, asimismo, consecuencias económicas y sociales muy negativas. En primer lugar, fomenta una cultura empresarial francamente depredadora y conservadora, basada en la sobreexplotación de la fuerza de trabajo y en la vulneración de los derechos laborales más básicos; todo ello está en las antípodas del espíritu innovador que, supuestamente, necesita nuestra economía. En segundo lugar, trabajar más por menos -pues de eso se trata, en definitiva- es un factor de bloqueo de la creación de empleo; para qué contratar a más personas si puedo presionar a las que ya tengo en nómina para que prolonguen su jornada, intensificando los ritmos de trabajo.
En tercer lugar, porque las horas trabajadas y no pagadas suponen, además de una reducción de los salarios reales de los trabajadores, una merma importante en los ingresos públicos en concepto de cotizaciones a la seguridad social y, en consecuencia, en los recursos con los que el Estado financia sus políticas; ¡qué indecencia abordar el debate sobre la sostenibilidad de las pensiones públicas sin considerar este tipo de factores! En cuarto lugar, porque bajar las retribuciones de los trabajadores -lo que estoy comentando es una forma brutal de hacerlo, compatible con el mantenimiento o incluso un leve crecimiento de los salarios nominales-, puede sanear o mejorar las cuentas de resultados de las empresas comprometidas con estas prácticas, sin hacerlas más competitivas, teniendo un efecto agregado muy negativo, al deprimir el consumo y la inversión, y encerrando a las economías en un bucle del que es muy difícil salir.
En conclusión, hay que perseguir a los empresarios defraudadores, dotando a la inspección laboral de los medios adecuados para hacer su trabajo. Pero en la situación de emergencia provocada por la irrupción de la pandemia hay que ir mucho más lejos. Los recursos movilizados por las administraciones públicas y por la Unión Europea se han convertido en la piedra de toque para enfrentar la enfermedad y superar la crisis, y para reestructurar la actividad económica, poniéndola al servicio de las mayorías sociales. Pues bien, en este contexto me parece crucial que los fondos y apoyos diversos destinados a las empresas estén sometidos a una estricta condicionalidad en materia de respeto a los derechos laborales y a la dignidad de los trabajadores. Y trabajar gratis no es decente.
Comentarios
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