Juegos sin reglas

Más allá del decrecimiento y de la finitud del mundo

José Angel Bergua Amores

Catedrático de Sociología

Pixabay.
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El decrecimiento ya está aquí. De ser una extraña variante del ecologismo ha pasado a instalarse como obligación. Según parece, no hay modo de que nuestro mundo sobreviva sin que la máquina económica actual eche el freno. Sin embargo, este camino de austeridad en el que nos han embarcado no puede ni podrá hacer olvidar que la especie a la que pertenecemos y la propia naturaleza que la ha acogió, así como el propio universo, del que apenas conocemos un 5% de su composición, son del orden del exceso y de la desmesura. Comprender esto es muy importante para salir del mundo que se nos está desmoronando, cuya característica general es que ha sido de-finido o hecho finto por nuestra civilización en múltiples direcciones, no solo el relativo a esas energías de origen fósil y tan contaminantes que se nos están acabando. El problema general, en todos los casos, es que, en lugar de elegir la infinitud y la capacidad de trascender, hemos optado por la finitud y realizarnos en ella hasta quedar encerrados y sin salida

Un ejemplo de esto es el estilo de pensamiento propio de nuestra civilización, al que ha acompañado ese penoso invento que es la democracia, pues trae consigo justo lo contrario de lo que proclama. En efecto, del mismo modo que, según Heidegger, la filosofía, ese modo de pensar propio de occidente sobre el que se asientan la ciencia y el propio capitalismo, nació con la decisión de olvidar el Ser, así la historia de la Sociedad occidental, arquetipo o modelo que influye en cada vez más sociedades o dimensiones de ellas en el mundo, es la historia de otra falta de memoria, en este caso del pueblo. Si el olvido del Ser ha consistido en desactivar su presencia por el procedimiento de convertirla en mera re-presentación metafísica, pues lo que apenas nos queda de aquel poderoso fundamento es una vaga e inoperante idea, de igual manera el olvido del pueblo tiene que ver con la sustitución de su presencia por una re-presentación política, también muy abstraída, disminuida y vuelta independiente de su origen. Por otro lado, del mismo modo que la retirada del Ser ha sido ocultada con el verbo "ser", así también la pérdida del pueblo ha sido ocultada por el paradójico procedimiento de apelar de un modo vacío y fugaz a él. Y de la misma manera que la anodina palabra "es" no ha desaparecido todavía, pues, si así ocurriera, el hombre perdería ya del todo esa esencia suya que, aún olvidada, mantiene su influencia, también los "pueblos", aun manifestados superficial e idealmente, continúan estando y funcionando porque si la posibilidad de expresarlos desapareciera, el propio orden político se derrumbaría al instante.

Los pueblos, han sido de-finidos y encerrados por nuestra civilización desde la democracia griega, pasando por el cristianismo, hasta llegar a las democracias modernas. Con este último dispositivo, el sistema ha regulado y reglamentado tanto su participación que la ha convertido en un trapo, mientras sus representantes políticos se han ensimismado en sus oligárquicas cuitas internas. Como respuesta, las gentes han aumentado su desafección y retraimiento, como demuestra el hecho de que la afiliación a los partidos políticos ha descendido el 60% en Francia, un 50%, en el Reino Unido, el 34% en Finlandia y un 20% en Austria, a la par que la abstención ha pasado en el conjunto de Europa del 16% en los años 40 del siglo pasado al 28% en la primera década de la actual centuria, alcanzando en estos años los más altos y reiterados dígitos en 70 años. Pero es que el gentío, está igualmente entre lejano y ausente en otras esferas de la acción colectiva, como ciertas artes, religiones o ciencias, en las que también llegó a prender inicialmente una parecida autocrítica de las élites acompañada de un similar empuje de las multitudes.

Más allá y antes de su re-prentación o sustitución, el pueblo tiene que ver con las heterogéneas, informes, dinámicas e indescifrables muchedumbres que producen ingentes cantidades de sociabilidad y difuminan toda clase de distinciones e identidades. Esta infinitud despreciada por las políticas es similar a la infinitud del Ser que primero despreció la filosofía, luego marginó la ciencia y hoy ha olvidado el capitalismo. En ambos casos, el pueblo y el ser han sido tan de-finidos o encerrados que han convertido la sociedad y el pensar en poco más que un despojo.

Pues bien, además del olvido del gentío y del ser, el mundo occidental y/o occidentalizado se caracteriza también por el olvido o pérdida del fundamento de la economía. En efecto, no estamos, como todavía oyen los estudiantes de ese grado desde su primer año, en un mundo escaso de recursos, poblado por sujetos portadores de carencias, faltas o necesidades que reclaman ser satisfechas prestando atención a la utilidad a través de la producción, la rentabilidad, la inversión y otras operaciones por el estilo. Al menos desde 1958 sabemos por Galbraith que nuestras sociedades son "opulentas", ya que abundan bienes y servicios, entre superfluos e inútiles, relacionados con necesidades que, estimuladas por el crédito y la publicidad, no cesan de proliferar. Quizás sea esta la auténtica razón de que, en el último siglo, sociedades como la europea, la japonesa y la norteamericana hayan crecido un 50% cada 30 años.

Sin embargo, nuestra tendencia al derroche nunca ha sido admitida. En efecto, en sus orígenes, el capitalismo tuvo como referente a un empresario que optó por renunciar al disfrute de los beneficios, pues prefirió reinvertirlos para hacer crecer el negocio y así honrar a Dios. A lo largo del siglo XX, con la aparición y generalización del capitalismo de consumo, la tendencia a producir cada vez más fue acompañada de un deseo crecientemente liberado del ascetismo y cada vez más dispuesto a gozar. El problema es que esta liberación se dio solo en el plano más groseramente material, estuvo atada desde el comienzo a una economía igualmente burda a la hora de interpretar las necesidades y dicha máquina se ató a las fuentes energéticas que más y mejor pudieran satisfacer tanta intensidad de deseo material, las cuales fueron los combustibles fósiles. Todo ello hizo que la humanidad occidental se metiera en el callejón sin salida del que ahora no sabemos salir. El problema no es que las fuentes de producción de energía rápida y en gran cantidad por las que hemos optado escaseen. El problema real son las necesidades inventadas para calmar esa decisión de considerarnos finitos y carentes de tantas cosas. Esa condición a la que nos hemos entregado solo ha podido asentarse tras la renuncia y olvido de nuestra infinitud, conectada a la propia infinitud del mundo en todas sus dimensiones.

Si hacemos caso a Bataille, conviene distinguir la energía servil, destinada a utilidades relacionadas con la garantía de la supervivencia, y la energía excedentaria, caracterizada por el deber o imperativo de ser gastada, sin que dicho gasto tenga en absoluto que ver con la satisfacción de ninguna necesidad. Esta segunda clase de energía, muy abundante en la Naturaleza, pues produce mucha más vida de la necesaria, no puede calificarse sino como derroche. En lo social esta clase de gasto está muy presente a través, por ejemplo, del consumo ostentoso, muy aceptado en la economía convencional y la sociedad jerarquizada que tenemos, pues es uno de sus engranajes principales. Sin embargo, también tiene que ver con una institución inmortal, la fiesta, anterior a los mismos Estados, absolutamente extraña a la economía y caracterizada por practicar un dispendio que no tiene utilidad ninguna. Pero es que, esa misma lógica del despilfarro rige actividades sociales igual de gratuitas como son el arte y el erotismo, presentes en la vida de nuestra especie desde sus mismos orígenes. De modo que estamos conminados al gasto improductivo e inútil.

En las sociedades primitivas, también calificadas por Shalins como opulentas, pues necesitan tan poca energía servil que el mayor montante tiene el carácter de sobrante, la principal característica del gasto o derroche, que se realiza, fundamentalmente en la fiesta, es su carácter colectivo. Por otro lado, el dispendio así socializado cumple la importante función, a la vez económica y política, de exorcizar o conjurar la autoridad y la desigualdad. Lo hace provocando la destrucción de la riqueza acumulada, impidiendo así que pueda ser apropiada por un grupo o colectivo, e igualmente con fiestas redistributivas en las que el excedente es consumido por la comunidad. A cambio de esa destrucción o redistribución, los individuos que las protagonizan ven incrementado su prestigio o estatus, un reconocimiento que sólo la comunidad puede proporcionar y que tiene la particularidad de que, como no es eterno, debe ser renovado, por lo que los sujetos poseídos por la vanidad están obligados a destruir o a regalar lo que tienen para recibir a cambio de los suyos un efímero estatus superior. Dicho de otro modo, en las sociedades primitivas, el dispendio sirve para que los pretenciosos pero fugaces líderes están en una situación de deuda permanente respecto a sus gentes.

Las sociedades complejas se caracterizan precisamente por la inversión de esa relación, pues en ellas las gentes se colocarán desde su nacimiento en una situación de deuda permanente respecto al cabecilla, después sustituido por el Rey y más tarde por el Estado, que siempre estarán en una posición acreedora, habitualmente insaciable. En esta otra clase de sociedades no desentonará que la naturaleza se coloque también en una posición de deuda, tanto respecto a la ciencia, que la colocará en el potro de tortura de su metodología para extraerle todos sus secretos, como respecto a la propia esfera económica, que la contemplará como una fuente inagotable de recursos destinados a la explotación y rentabilidad. Tampoco extrañará a esta sociedad de deuda invertida el hecho de que los fieles adoren a un Dios del que se consideran siervos y pecadores desde el mismo momento de nacer. Las sociedades primitivas impiden con su extraña opulencia la aparición y estabilización de todas estas asimetrías que encierran en la finitud a la naturaleza, a los mortales y a las gentes, mientras que instituyen como infinitos a los poderosos, a los dioses y a la propia sociedad asimétrica.

Una segunda clase de sociedades, desde el punto de vista del destino que se da a la energía sobrante, son las teocráticas y militares, en las que el gasto se orientará hacia empresas bélicas y religiosas que ampliarán y consolidarán el poder o autoridad, ya vuelto autónomo e independiente de las gentes. A este importante cambio acompañarán otros no menores. Por lo que respecta a la desigualdad social, la energía excedentaria será utilizada para reafirmarla a través de la apropiación de signos de distinción que sirvan para exhibir y competir por un estatus, ya vuelto independiente del reconocimiento de las gentes. Sin embargo, esta competencia, que recuerda a la de las fiestas destructivas y redistributivas y anuncia la que llegará con el capitalismo, es muy singular, pues está frenada por un conjunto de normas muy estrictas encargadas de regular la clase de lujos, ornamentos, metales preciosos y tejidos que corresponde exhibir a cada grupo, linaje o estamento.

En la Modernidad, una de las más importantes transformaciones que experimentará la energía excedente es que su uso colectivo perderá importancia respecto al aprovechamiento individual. Una de las consecuencias más importantes de esto será el empobrecimiento de la fiesta. Por otro lado, el consumo ostentoso, liberado de las leyes que restringían la circulación de los signos de distinción y absolutamente democratizado, exigirá al arte la producción de tales signos para que los nuevos individuos libres compitan en distinción entre sí, labor que ocupará cada vez más a los artistas, antaño vinculados a los Reyes y a las Religiones. En este contexto, la economía capitalista convertirá este nuevo escenario en un gran negocio que se aprovechará del gasto como antes lo hacían las empresas religiosas y militares. Debido a esta utilidad o funcionalidad del derroche, el verdadero lujo quedará reservado al miserable, pues desprecia por igual el trabajo en tanto que energía servil como la energía excedente que objetiva la riqueza.

En este punto, ¿qué se puede decir de la utopía comunista, convertida durante gran parte de los dos últimos siglos en una alternativa al capitalismo? Pues que, salvo en contados casos, como el de Paul Lafargue al reclamar el derecho a la pereza, nunca se tomó en serio la energía excedente, pues jamás prestó atención a otra que no fuera la servil, cuando una de sus luchas debiera haberse orientado a aceptarla, volverla colectiva y desatarla del juego de vanidades en la que había quedado encerrada, llevando a ese abismo incluso al arte y, con él, a sus promesas de otorgar mayor autenticidad a la existencia. Más aún, desde la crisis del 2008, un discurso realmente alternativo debiera haber superado el marco impuesto de austeridad para con la energía servil abajo y de gasto para con la arriba sobrante, por otro distinto que impusiera cierta austeridad servil arriba y facilitara abajo una mayor circulación y gasto de energía excedentaria. El problema es que los discursos económicos alternativos, como el decrecentismo, continúan la atávica obsesión por la energía servil, que declaran más escasa y finita que nunca, a la vez que siguen sin querer prestar atención a la energía excedente ni a otros modos de estar en el mundo.

En definitiva, el capitalismo contemporáneo ha traído a la vida personal y colectiva una situación infernal. La negación del derecho a la energía servil y el bloqueo del dispendio colectivo están en el corazón de todo ello. Sin embargo, afortunadamente, no hace falta que el pensamiento y política contemporáneos presten atención al gasto en su dimensión colectiva e inútil, pues ya está informalmente entre nosotros absorbiendo una gran cantidad de actividad social. No me refiero a las guerras ni a las consiguientes destrucciones de capital que se han dado en gran parte del siglo XX, mecanismos que, a falta de políticas fiscales con vocación redistributiva, han cumplido la función de conjurar la tendencia del capitalismo a incrementar la desigualdad social, pues en este sistema, como insiste en recordarnos Piketty, la tasa de rendimiento del capital es superior al crecimiento económico. Tampoco estoy pensando en esa burbuja financiera basada en deudas impagables de la clase baja que, desafiando cualquier ley física, no se deterioran ni son consumidas, sino que crecen exponencialmente gracias a mecanismos como el interés compuesto. Tampoco tengo en cuenta que esas descomunales deudas acumuladas en ciertas gentes terminan generando una brutal opulencia entre otras y, al final, un colapso del sistema global. Y, por supuesto, que tampoco estoy pensando en los 16 billones de dólares que sólo en Estados Unidos se imprimieron para salvar al sistema financiero, dándole igual que así se mandara al traste el hasta entonces creíble discurso del "no hay dinero", utilizado cuando se hablaba de mejoras en la sanidad, la educación, el desempleo, etc. En fin, no me refiero al enorme dispendio de ingentes cantidades de dinero sacadas de la nada para tapar descomunales deudas contraídas por la trama institucional, en la mayor parte de los casos a base de corrupción, para que los cabecillas tengan cada vez más capacidad de gasto excedentario, dejando al resto de las gentes cada vez más dependientes de su gasto servil.

Me refiero a una clase de gasto de energía sobrante que representan fenómenos como la moda. En ella convergen la competencia individual por el estatus y una buena parte del arte tras salir por este y otros flancos de los confines en que nació a mediados del siglo XVIII. Lo importante es que quienes producen los signos de distinción que las modas hacen circular reconocen que tal invención ya no deriva del genio individual que posee en exclusiva el artista, ni de la inspiración que puedan proporcionar los viejos escenarios aristocráticos, como ocurrió durante gran parte del siglo XX, sino de la anónima actividad de las gentes en las calles, pues son ellas las que realmente inventan, viniendo luego los artistas o las grandes firmas a copiar tales inventos, utilizando para ello a los denominados "cazadores de tendencias". De hecho, Mary Quant "inventó" de esta manera la minifalda, Coco Chanel hizo lo propio con el corte de pelo estilo garçon, Calvin Klein copió también de la calle el detalle de enseñar la cintura del calzoncillo por encima de la del pantalón y, en último término, la mayoría de las modas, tendencias e incluso las mismas prendas de vestir (desde los pantalones a la corbata pasando por la camisa), tienen sus orígenes en los continuos reciclajes y bricolajes que efectúan las gentes y se exhiben en las calles. Por otro lado, además de a crear, en muchos casos reciclando lo que otros ya inventaron, las gentes también se dedican a copiar o plagiar los signos reconocidos con capacidad de distinción, permitiendo así que se divulguen a un precio menor, lo cual devalúa la capacidad de diferenciación del signo y, de paso, el negocio del artista o de la firma. De este modo, el gasto también se vuelve colectivo.

Por otro lado, no conviene tampoco olvidar que, después de las estrecheces impuestas por el cristianismo y la ética luterana del capitalismo, la fiesta se ha desatado, inunda todos los espacios reales y virtuales, acompañada de músicas, drogas y rituales que no cesan de proliferar. Aunque muchas de esas fiestas son utilizadas por los grandes negocios como en otro tiempo las usaron reyes y religiones, no lo es menos que la capacidad de apropiación es mucho mayor y que la otra utilidad es menos visible.

En definitiva, si bien en la trama institucional faltan políticas y reflexión que den cobertura a un dispendio saludable y colectivo que nos reconcilie con la energía sobrante, entre las gentes y en las calles hay fuerzas instituyentes que efectúan el gasto colectivo sin ningún problema. Seguramente es gracias a esto que el orden instituido no ha colapsado.

Un buen ámbito en el que inspirar la rehabilitación del gasto en su sentido fuerte o no servil, más allá de la utilidad en la que la economía convencional intenta confinarlo, es la lógica pulsional según la interpreta principalmente Sade, pues el psicoanálisis siempre relacionó la sexualidad con una falta e incluso se atrevió a proclamar que la relación sexual, debido a ese y otros motivos, no existe. Por el contrario, el Marqués tuvo en cuenta el carácter irremediablemente voluptuoso que adquiere el sexo a través del erotismo, a la vez que se despreocupaba, en este caso del mismo modo que el psicoanálisis, de su función o utilidad reproductiva. En este sentido, la voluptuosidad de la pulsión sexual desborda las finalidades reproductivas del mismo modo que la energía sobrante, a través de la producción y plagio de las gentes, tiende hoy a superar el campo del negocio y del beneficio en el que se quiso tenerla apresada.

La voluptuosidad sexual, liberada de utilidades y abandonada a su propio principio de placer, lleva al desborde del propio soporte del goce, el cuerpo, razón por la cual Sade llegó a hacer apología de su destrucción. Sin embargo, esta desmesura más bien obliga a transformar el cuerpo con distintas clases de drogas, técnicas, prótesis, etc. para hacerlo más capaz de ser habitado por la sexualidad. Ese salto más allá de la dimensión personal o egoica en la que nuestra subjetividad ha quedado encerrada es también la que facilitan enteógenos como el DMT, el LSD, la psilocibina, la mescalina, la ketamina, la ibogaina, el DMDA, etc., algunos de ellos presentes en la naturaleza e incluso en nuestro propio organismo, por lo que des-de-finirse o trans-finitarse no es algo en absoluto anómalo, al contrario, ya que forma parte de esa esencia o Ser que el pensamiento y las políticas de nuestro mundo han traicionado. Que nuestras sociedades hayan decidido prohibir esas y otras trascendencias tiene que ver con su vocación de encerrarse, encerrarnos y encerrar el mundo del que la elección de energías finitas también forma parte.

Del mismo modo que la pulsión sexual y la vocación transpersonal (y transocial) demandan la transformación del cuerpo-alma-socius para que sean capaces de dejarse habitar por esa desmesura que desean, pero a la que ponen límites, así el gasto exige transformaciones drásticas del sujeto, de la sociedad y de la naturaleza en las que han sido confinados. Más exactamente, exigen transformaciones de las finitudes proyectadas tanto sobre sujeto y el socius como sobre el bios y que han dado lugar a las sociedades, subjetividades y naturalezas finitas y encerradas que padecemos. En el caso de la naturaleza, por ejemplo, se trata de reconocer que su aspecto actual, así como sus constantes vitales (temperatura, proporción de gases y sustancias químicas, funciones de los distintos componentes vivos y no vivos, etc.), han ido cambiando a lo largo de su dilatada historia y pueden seguir haciéndolo, albergando formas de vida diferentes. Téngase en cuenta que Gaia ha experimentado 16 extinciones masivas de vida y que el holocausto mayor se produjo con la aparición del oxígeno. Para percibir estos cambios hay que aceptar los diferentes cuerpos que es capaz de alumbrar nuestra anfitriona, algunos de ellos apartados incluso de la reflexión. Como los 20 fósiles descubiertos a principios del siglo XX en Burguess Sale (Canadá) con una antigüedad de 530 millones de años. Como representaban líneas filogenéticas absolutamente distintas a las que conocemos, fueron considerados imposibles. Así permanecieron hasta que Gould las rescató recordándonos que la vida es "maravillosa", aunque bien pudiera haberla calificado como "derrochadora".

Es difícil que las ciencias sociales sean capaces de un logro parecido y reconozcan en la galería de monstruos sociales contemporáneos que la vida es también maravillosa. Del mismo modo que el ecologismo está afincado en un particular tipo de vida o corporalidad, también la sociología y economía no son capaces de ver más allá de los límites con los que han de-finido el mundo encerrándose dentro de él. El liberalismo, por ejemplo, si bien apuesta por la dinamicidad, solicita la creatividad, que no es sino un tipo de exceso, y hasta admite las posibilidades que tiene de transformar el cuerpo social, pierde interés en cualquier clase de transformación cuando la curva de beneficios desciende, haciendo así que el potencial de cambio quede debilitado. En este sentido tiene un carácter tan empobrecedor del mundo como el psicoanálisis, pues si bien descubrió un deseo sexual que provocaba enfermedad debido a su represión, no propuso liberar la praxis sexual sino tan sólo hablarla, manteniendo así atada la tan peligrosa libido. Algo parecido ocurre con la libertad en la democracia, pues el avance respecto al mundo político anterior no consistió en liberar las actividades reprimidas sino tan sólo en permitir hablarlas. La insostenibilidad de esta libertad es sobre todo patente respecto a delitos sin víctimas o de carácter moral, como son el consumo de drogas, el poliamor, etc. Se puede hablar de ello con toda libertad, pero no se puede ejercer esas libertades. En fin, que el beneficio y los parloteos del psicoanálisis y de la democracia son aperturas desde contraproducentes a muy leves ante la des-definición y des-encierro que insinúan e incluso prometen.

Finalicemos. La actual política económica de decrecimiento iniciada por las instituciones con la obligación de consumir menor energía debe ser inscrita en otros marcos explicativos. Primero, porque el actual no asume el carácter exuberante de la vida colectiva y natural, pues afirma, como occidente ha hecho en tantos ámbitos desde su mismo nacimiento, que somos seres finitos encerrados en un ecosistema igualmente limitado, por lo que no es posible trascendencia alguna ni salida de tal encerrona. Segundo, porque no acepta que el crecimiento por el que ha apostado la modernidad se ha basado en la elección de fuentes energéticas finitas, no renovables y muy contaminantes, así que el problema reside en el modo de elegir y en el mundo que se ha ido configurando a partir de dichas decisiones. Tercero, porque no reconoce que la vida social y natural son exuberantes, pues no cesan de propiciar abundancias de todo tipo, gracias a la generosidad tanto de las materias y energías del universo, la mayor parte de ellas desconocidas para nuestros científicos, como de las propias naturalezas, sociabilidades y subjetividades, muchas de ellas ignoradas e incluso despreciadas por los expertos, así que cualquier estrategia de supervivencia pasa por la aceptación de esas y otras infraestructuras. Cuarto, porque no acepta que una cosa es la energía servil y otra la destinada al despilfarro ni tampoco que conviene distinguir ambos usos según seas las clases sociales, pues racionar la energía servil a las clases más bajas y mantener el despilfarro de la excedentaria en las clases más altas no hace sino empobrecer el tipo de mundo que tenemos. Quinto, porque no considera que la restricción del consumo individual de tipo servil no puede ni debe afectar al disfrute colectivo. Y sexto, porque no sabe que todos estos límites e impedimentos están presentes en el propio modo de pensar, en la misma política, en la configuración de la subjetividad, en la regulación de nuestras pulsiones y en otros muchos enclaustramientos, así que salir de la encerrona del decrecimiento obliga a renacer, pues no hay reforma posible para el mundo que tenemos instituido que no pase por su muerte.

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