El ojo y la lupa

1.000 kilómetros a pie en busca de redención

El insólito peregrinaje de Harold Fry (Salamandra), de Rachel Joyce, ha sido un éxito de ventas en el Reino Unido, pero no está claro que esa vaya a ser su suerte en España, pese a que se trata de uno de esos libros que no dejan a nadie indiferente. Aunque rezuma sensibilidad, no se ajusta al molde sensiblero que ha garantizado éxitos masivos a escritores como Susana Tamaro (Donde el corazón te lleve) o John  Boyne (El niño con el pijama de rayas). Hay más autenticidad y menos cálculo. Su materia prima es la culpa y la expiación, la convicción de que nunca es tarde para rectificar y ajustar cuentas con el pasado, de que, pese al egoísmo convertido en marca registrada de estos tiempos, aún es posible encontrar en las personas un atisbo de compasión y solidaridad.

Es ésta la primera novela de Rachel Joyce, que fue una reconocida actriz británica de teatro y televisión hasta que decidió dedicarse a la literatura. No tardó en labrarse un sólido prestigio como escritora de obras dramáticas emitidas por radio de la BBC. Esta historia fue serial en las ondas antes de llegar a la imprenta.

La inspiración le vino a la autora cuando supo que su padre sufría de cáncer. La escritura fue una rebelión, un intento atípico y desesperado por mantenerle con vida. Ocurrió lo que era de esperar: la enfermedad ganó la batalla, pero ella siguió con la idea que alimenta su novela, la disparatada convicción de su personaje, Harold Fry, un jubilado que ni siquiera puede hablar ya con su mujer a causa de viejas heridas, de que puede evitar que muera su amiga Queenie, que agoniza en un hospital del extremo norte de Inglaterra. Lo que necesita para lograrlo es recorrer a pie los 1.000 kilómetros que distan desde su casa en la otra punta del país.

La novela es el relato de ese viaje de 87 días, de los obstáculos materiales e interiores a los que se enfrenta Fry, de su búsqueda de redención, del revulsivo personal y la terapia para su conciencia culpable que supone, de las motivaciones de los discípulos que se le unen a lo largo del camino, y del efecto que su empeño causa en cuantos se cruzan con él. Desde una camarera que le asegura que sólo con su voluntad logró salvar a una tía suya enferma terminal, a una samaritana médica inmigrante eslovaca que se ve obligada a trabajar de limpiadora, o al respetable caballero que le confiesa su homosexualidad y le consulta sobre si debe comprarle a su joven amante unas deportivas porque las que él suele lamerle tienen un agujero.

"Harold Fry", relata Joyce, "ya no podía cruzarse con un desconocido sin reconocer que todas las personas eran iguales y únicas a la vez. Tal era la paradoja de la condición humana". Una condición que la edad no tiene por que zanjar, como reconoce su esposa: "Nunca se me ocurrió que podía llegar a los sesenta y tres años hecha un lío". Harold no juzga, nadie le decepciona, "reserva en su corazón un espacio para cada persona o lugar con los que se cruza", todo forma parte del viaje; lo único que aborrece es el ruido mediático que le cerca durante semanas. Tampoco le guía un sentimiento religioso: "No me importa que lo hagan otros", responde a una petición de que rece, "pero, si no te importa, yo me abstendré".

Por fin, Harold se enfrenta a una triple catarsis: con su esposa, con su hijo y con su agonizante amiga. Y es entonces cuando encuentra algo de sentido para vivir el resto de su vida.

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