Yo crecí en los años ominosos de la postguerra en una sociedad que se llamaba a sí misma democracia orgánica. En mis años mozos milité en partidos que propugnaban la dictadura del proletariado. Y cuando me hice mayor comprendí que cuando alguien necesitaba adjetivar palabras como democracia o dictadura es que en el fondo pretendía desnaturalizar su sentido primigenio. Eran palabras antitéticas. Como guardia civil, como inteligencia militar, como partido popular.
Los hijos ideológicos de aquellos extraños amantes de la libertad, alguno de ellos ex ministro de aquella democracia orgásmica (orgásmica, porque era la democracia que les salía de los cojones, con perdón) siguen con ahínco buscando una justificación a su credo político. El hombrecillo insufrible, cuyos escritos pasados son una obra maestra de la necedad en contra de la Constitución del 78, es hoy su más ferviente adorador, hasta el punto de que no permite que se le toque una sola coma sin su permiso. Aquellos que en su vida se habían asomado siquiera a una sola manifestación en contra de la dictadura, han encontrado hoy en las procesiones laicas de las manifestaciones su instrumento mejor para socavar los gobiernos legales. Y cuando pierden las votaciones en el parlamento, que ya no es orgásmico, sino el fruto de una elecciones libres, montan una mascarada de democracia de refrendo, con firmas en mesas petitorias y votaciones virtuales en internet.
El último golpe de efecto es comenzar la campaña de esa recogida de firmas contra el estatut de Cataluña en Cádiz. ¿Por qué en Cádiz? Pues porque allí, en 1812, fue redactada nuestra primera constitución, elaborada con el consenso de liberales, reformistas y absolutistas, para mantener en pie, bien es verdad, a Fernando VII, aquel rey infame que dios confunda en el más allá. Una Constitución alentada por el impulso intelectual de uno de los más importantes autores de la Ilustración española, Gaspar Melchor de Jovellanos, pero hija, al fin, de la época, y que las fuerzas de la reacción se encargaron de que gozara de una precaria vida de apenas seis años.
Repito por si alguien no lo ha pillado: el lugar donde hacer política, donde la oratoria y la negociación mediante la palabra desnuda presidieran el buen gobierno de la nación.
Pero al cabo de casi doscientos años, ya veis, aquel territorio mitificado tiene que soportar de nuevo la burla de los reaccionarios.
Comentarios
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