O es pecado... o engorda

La etiqueta como género literario

Hay un trabajo que siempre me ha dado mucha envidia: el de escribir las solapillas de los libros. Me encantaría ser el que los lee y luego decide, como un juez implacable, no si el libro es bueno o no –cosa que obviamente no iba a permitir la editorial- sino lo que nos va a contar o cuánto nos va a contar del argumento. Otro empleo que me parece fascinante: el del encargado de delimitar los peligros posibles y las amenazas de una carretera para señalizarlos con el correspondiente cartelito triangular.

Bueno, pues el siguiente oficio sería una mezcla entre las pretensiones literarias del primero y la imaginación siniestra del segundo: redactor de etiquetas alimentarias. Porque... mira que llegamos a ser ingenuos. Hasta el más escéptico y desconfiado acaba admitiendo las posibles excelencias de alguna dieta milagro. O acaba creyendo a pies juntillas la promesa de esa etiqueta que recomienda leches mejoradas, los yogures-criadero de bichitos activos o las galletas con fibra. En vez de hartarse de manzanas, que es lo sensato. A ver, que yo colaboro, eh? Que de vez en cuando me compro en la farmacia unas cápsulas de bromelaína en vez de comer piña. Pero eso es otra cosa, se llama pereza.

Pero volvamos a las etiquetas, Michael Pollan, este gran activista de la alimentación sana, las examina con enorme desconfianza. En su libro "Saber comer" delimita, con mucho sentido del humor, lo que directamente hay que descartar viendo exclusivamente el contenido de la etiqueta. Promueve el rechazo a

"lo impronunciable para un niño de primaria", por ejemplo, algo que lleve Metil-p-hidroxibenzoato, un conservante

- "lo que uno jamás tendría en la despensa", como goma guar o goma garrofin

"lo Light", porque suelen compensar grasa con azúcares o a la inversa

- "lo que tenga mas de cinco ingredientes en su composición". Yo he contado quince en una barrita de cereales con fibra, por ejemplo.

Pollan desconfía de muchas más cosas, también de los alimentos que fingen ser lo que no son. Él pone como ejemplo la margarina, que pretende ser mantequilla hasta el punto de anunciarse en televisión –que yo lo he visto- como margarina sabor mantequilla. Y yo pongo otro ejemplo que me tiene fascinada, por extraño pero también por sabroso, por cierto. Se trata de una falsa longaniza, que debería ser de cerdo, pero que tiene como ingredientes, entre otros, el pavo y la grasa de pato. Una sinfonía animal, vamos.

segunda escritoriaJustificando, justificando. Es así como las etiquetas acaban siendo un género literario que, además, tiene subgéneros. Lo de la longaniza de pavo tiene el tono de una comedia de enredo. Pero hay etiquetas que entran directamente en el humor. Una conocidísima marca de huevos pega en los cartones esta frase hecha: "Cuando seas padre, comerás huevos". Ignoro si se trata de una empresa familiar pero, en ese caso, está claro cual es la actitud del patriarca respecto de sus potenciales herederos.

Hay etiquetas que resultan enigmáticas y misteriosas como la literatura negra. Son las que hablan de "trazas", supongo que obligadas por los problemas alérgicos de la mitad de la población. Imagino un laboratorio de CSI descubriendo que en una bolsita de tinta de calamar, por ejemplo, hay trazas ¡de leche y de apio! O de frutos secos en unas galletas sin frutos secos. Llegamos incluso a la ciencia ficción: aroma de humo un unas pechugas de pavo. Sin comentarios.

La mayor parte de estos extraños etiquetados proceden de alimentos elaborados en exceso, pero en el extremo contrario hay un subgénero que a Pollan le encanta y a mi también: la literatura pastoril. Siempre referida a alimentos que presumen de ecológicos. Una muestra española, otra vez de huevos. Hablan de "gallinas camperas que disponen de corrales al aire libre cubiertos de vegetación, a los que tienen acceso durante todo el día y por donde se mueven libremente". Un lujazo, vaya.

En Estados Unidos Pollan encontró leche de "vacas que viven al margen de miedos y angustias innecesarios". Hay que ver que suerte tienen esos animales. Y unos bueyes con peor final pero también una vida idílica a juzgar por sus etiquetas: "pasó sus días viviendo en hermosos parajes, desde praderas de alta montaña y gran diversidad vegetal a frondosos bosques de álamos y millas de llanura colmadas de artemisas". Esta descripción ya se acerca más al libro de viajes. Igual que el del "salmón salvaje pescado por nativos americanos en Yakutat, Alaska (población: 833 habitantes)", aunque no acabamos de saber la necesidad de aportar tanta información sobre el pueblo en cuestión.

Pollan lo tiene claro: la mejor etiqueta es la no etiqueta, porque ningún productor de buenas lechugas –por ejemplo- se va a entretener en cantar sus excelencias ni en dorarnos la píldora ni en convencernos de las sanas características de sus productos. Ellos hablan por sí solos.  El ejemplo lo tenemos bien cerca. En mi paseíto de hoy a la despensa en busca de etiquetas, he redescubierto el milagro de la sencillez. Espárragos de Lodosa: espárragos, agua y sal o Pimientos del Piquillo: pimientos, ajos, aceite y sal. Sin más.

 

HELADO DE PIÑA (sin trazas extrañas)

Una forma de tomar piña, diurética, depurativa y hasta antiinflamatoria, en forma de helado casero, casero.

Ingredientes:

- Una lata de piña en almíbar de 500 gramos

- Seis cucharadas de azúcar y dos más

- Dos huevos

- 500 gramos de nata fresca para montar (tiene que tener un mínimo de 35% de materia grasa)

Elaboración:

Batimos la piña con el azúcar haciendo una crema y la cocemos durante diez minutos.

Dejamos enfriar y añadimos dos yemas de huevo.

Montamos la nata por un lado, con las dos cucharadas de azúcar que hemos reservado. Y batimos las dos claras a punto de nieve.

Lo mezclamos todo con la piña y lo ponemos en el congelador por lo menos cuatro horas. Yo lo pongo en un molde de corona y parece una rodaja gigante de piña. Habría que sacarlo una media hora antes de servir.

 

 

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