O es pecado... o engorda

El cocinero, el estrés, el concurso y la competencia

Dicen que la competencia constituye un acicate para no dormirnos en los laureles. Pero personalmente no creo que vivir o trabajar o jugar, mirando de reojo al de al lado, sea siempre positivo. En cocina, me da la impresión de que tampoco. Ante los fogones, siempre se está bajo presión. A pesar de que, por lo que se, la petición de considerar el "estrés del chef" como una enfermedad laboral, no prosperó.

El primer gran cocinero que sucumbió a la enorme presión de dar de comer a muchos, en gran cantidad y durante mucho tiempo, fue Vatel. De la película que narró su desgracia hablé hace dos semanas. Vatel –podeis imaginaros a Depardieu, que fue quien le representó- era un cocinero de origen suizo que ejercía en Francia en el siglo XVII a las órdenes del Príncipe de Condé. Su patrón, que había caído en desgracia con Luis XIV, pretendía reconciliarse con el con una gran fiesta de tres días y tres grandes banquetes. El tercer día, viernes de abstinencia, el inevitable pescado no llegaba. Vatel, abrumado por la responsabilidad, se suicidó. Los peces y los mariscos llegaron poco después. Vatel había sucumbido al pánico tras una enorme acumulación de estrés. Seguramente es el primer caso de un gran chef que se quiebra en el desarrollo de su trabajo. Un trabajo tan preciso como efímero, cuyo fruto elaborado desaparece velozmente entre las fauces de los comensales.

Fuera de aquellas intrigas palaciegas, lo natural para un chef es que su éxito se mida con el aprecio de sus clientes. A restaurante lleno, cocina excelente. Pero este baremo de calidad se amplía cuando aparecen los críticos, las guías y las "condecoraciones" gastronómicas. Ya no se cocina sólo para el cliente, se cocina para un grupo de elegidos en cuyas manos puede estar el futuro de un negocio. La crítica culinaria tiene su propio Vatel: se llamaba Bernard Loiseau, de 52 años, propietario de La Côte d’Or, en la Borgoña francesa. Se pegó un tiro en 2003 porque un crítico había adelantado que iba a perder su tercera estrella Michelín. No era cierto, pero el daño estaba hecho y lo que consideraba un oprobio público, desestabilizó definitivamente a Loiseau.

Por suerte, hay quien sabe reconocer el límite de sus fuerzas a tiempo. Olivier Roellinger, titular de tres estrellas en su restaurante de Bretaña, cerró para quedarse con un local menos ambicioso pero más cómodo. La huida del estrés empujó a otros a renunciar al estrellato Michelín. También en España. Joan Borrás, en 2008, dijo adiós a su única estrella, que consideraba "una esclavitud" que le costó la salud, en el Hostal Sant Salvador, de Girona. Jordi Parramón, de Vic también se bajó de ese carrusel.

El último, Koldo Royo, de 55 años. Cocinero mediático en Canal Cocina, titular de una estrella en su restaurante del Paseo Marítimo de Palma de Mallorca. En abril lo traspasó. Ahora sus fogones están en "El perrito cervecero", un camión desde el que reparte comida rápida pero bien elaborada. El tamaño de la cocina no hace al cocinero. Leí una entrevista con él tan deliciosa como su carta. Fijaos, por ejemplo, en estos perritos calientes: "cordobés", con cebolla caramelizada, habitas confitadas, salsa romescu, queso de cabra y kétchup y mostaza; y "mediterráneo", con canónigos y lechuga, salsa de cuatro quesos y chips de patata.

Ahora, la gran medida de éxito gastronómico ya no está en la clientela, ni siquiera en los críticos, sino en la audiencia de los programas y en la competencia feroz entre chefs. La televisión -ese monstruo que todo lo devora- ya ha superado los programas de recetas de cocina, que han promocionado a sus protagonistas pero que también han resultado –en muchos casos- de verdadera utilidad pública. Ahora estamos en el fragor del espectáculo, el reality show gastronómico, cada vez más show y menos reality. topchef

Y sí, ya hay primeras víctimas. Que yo sepa, de las versiones americanas de "Pesadilla en la cocina" y "La cocina del infierno" se derivaron dos suicidios: una chef tejana y otro neoyorquino. No es una relación directa causa-efecto. Para entrar en un programa en el hay que soportar la constante mortificación a manos de un "maestro" hay que estar muy necesitado de dinero. Y las deudas no desaparecen de la noche a la mañana: ellas son las que finalmente aprietan el gatillo.

Me estoy poniendo muy agorera. Y tampoco hay que exagerar. "Masterchef"  ha sido todo un descubrimiento para la audiencia. Esta vez no se baila, ni se canta, ni se salta de un trampolín, ni se alcanza un record Guiness. Se cocina. Y se pretende encontrar una joya entre los más voluntariosos aficionados provocando, además, la empatía del espectador. En el peor de los casos el concurso puede acabar con las pretensiones de algunos. Pero no con su negocio.

"Topchef" da más miedo. Ellos sí son profesionales. Ellos sí se juegan su prestigio. Es verdad que hay cierta humanización del personaje cuando comprobamos que lo de quedarse corto de sal o pasarse de cocción, le ocurre al chef más pintado. Pero también hay humillación, que ya sabemos cómo se las gastan sus propios compañeros a la hora de criticar lo que, por otra parte, es algo peligrosamente sujeto a la subjetividad. Y no sé cuánto orgullo son capaces de tragarse algunos...

Afinando, afinando, en estos programas de cocina al final no nos enteramos de cómo se hace nada. Las recetas son lo de menos, el espectáculo, lo primordial. Y como espectáculo, me recomiendan "Cena imposible", otro programa de cocina que lamento no haber visto, pero que intentaré ver en breve. El chef en este caso compite, sí, pero contra las circunstancias, contra el tiempo y contra sus propios nervios, para hacer una cena multitudinaria, complicada y casi siempre temática. Otro Vatel pero con final feliz.

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