O es pecado... o engorda

Cocina con pedigrí

Hay platos cuya contundencia se presupone antes de verlos siquiera, sólo a juzgar por su nombre: atascaburras, zarangollo, andrajos, engañamaridos...  Pocos recuerdan por qué se llamaron así. Suenan a fiesta de pueblo, a jota y a traje regional.

Pero, salvo estas excepciones, lo normal a la hora de denominar un plato era contar con tres elementos: contenido principal –a veces explicando de que parte se trata-, forma de cocción y guarnición. Por ejemplo, alitas de pollo frito con patatas o merluza a la plancha con ensalada. Son nombres comunes, habituales, de "menú del día", de bar de carretera, de ese que la leyenda urbana aconseja porque el aparcamiento está lleno de camiones y a los camioneros se les considera expertos en la gastronomía de buena relación calidad/precio.

Justo al extremo, si te ofrecen unos "Espaguetis de vieira con aceite de oliva, cigala confitada a baja temperatura , infusión de aceituna negra en capuchino de café y vinagreta de plátano verde y jengibre" –que os juro que existe- agárrate los machos. A nombre más largo, plato más caro y menos cantidad. Aunque no niego que exquisito. Son denominaciones muy descriptivas porque se trata de una cocina tan elaborada que, para disfrutarla bien, necesita ser explicada. Y no sólo a través de ese nombre tan larguísimo, sino de un jefe de sala que te señale la forma y hasta el orden de la degustación.LIBRO DE MONET

No se bien cuándo se perdió esa costumbre de crear un plato, ponerle nombre y hacerlo exportable para que lo conozca todo el mundo, de forma que uno puede pedir un Steak Tartar o unos Huevos Benedictine o unos Spaghetti Boloñesa en cualquier lugar del mundo sabiendo –más o menos- lo que vas a tomar.

Sobre el origen de los nombres de esos platos universales hay bastante más leyenda que historia pero, en cualquier caso, curiosa. ¿Qué determina esa denominación? Por ejemplo, los homenajes. Es decir, hacer la pelota al gobernante de turno, o a la aristocracia, o a los pudientes que se permitían el lujo de ir a los restaurantes. Así nació la famosísima Pizza Margarita. Un día que el más famoso cocinero de pizzas de Napoles, Raffaele Esposito, acudió al palacio donde se alojaba la entonces reina de Italia (1889), Margarita de Saboya. Creo para ella un plato patriótico, tricolor como la bandera: tomate, albahaca y mozzarella. Rojo, verde y blanco.

Fuera de las cocinas cortesanas, curiosamente el sector más homenajeado con denominaciones que han llegado a nuestros días ha sido el de los artistas, sobre todo cantantes y cabareteras: el Melocotón Melba, las Peras Bella Helena, la Pavlova o la Salsa Caruso pertenecen a este tipo.

Solucionar una manía o un problema también puede dar lugar a un plato nuevo. El propietario del Harry’s Bar de Venecia a principios del siglo XX tenía una clienta a la que el médico no le dejaba comer carne cocinada. Claro que se trataba de una ilustrísima condesa. Giuseppe Cipriani le preparó unos filetitos de ternera cruda cuyo color le recordaba a los rojos del pintor Vittore Carpaccio .

Hay nombres que demuestran cierto sentido del humor por parte de sus creadores: la Ensalada Louis, creada en el Hotel San Francis –el que resistió al gran terremoto- en honor a Luis XIV, tan comilón que se dice que a su muerte descubrieron que tenía un estómago el doble de lo normal. O las Ostras Rockefeller –un plato originalmente con caracoles pero que hubo que sustituir en periodo de escasez- que probablemente el millonario ni siquiera probó pero al que se le dio ese nombre porque su salsa era muy rica en ingredientes y en sabor.

Es normal que lo que determine el nombre del plato sea la ciudad o el restaurante que lo creó: desde la Ensalada Waldorf de Nueva York hasta los huevos de Lucio, el restaurante madrileño que mejor ha vendido el plato más sencillo que todos hemos hecho alguna vez en casa.

Ha sido la vanidad de los creadores la que ha determinado, en la mayor parte de los casos, el nombre de los platos. O determinó. Porque los nuevos gurús de la gastronomía no ofrecen tarta Adriá, ni salsa Ruscalleda o sopa Adúriz. Sus nombres acompañan más a cartas enteras, a procesos de elaboración o a mezclas de ingredientes. No hay cuidado, no pasan desapercibidos.

A través de algunos nombres de platos podemos descubrir gastrónomos y cocineros en gente de la que quizás no lo esperábamos. Porque triunfaron en otras actividades o porque pertenecían a una época en la que acercarse a los fogones, sin ser profesional o si no era para vigilar a los criados, era insólito. La Pompadour era, por lo visto, tan buena amante como gastrónoma, puso nombre a varias recetas y ella misma inventó otras. Alejandro Dumas no sólo escribió novelas de aventuras, sino un gran diccionario de la cocina. A él se le atribuye, por lo menos, una ensalada que lleva su nombre. El gran impresionista Claude Monet adoraba la gastronomía. Al parecer iba al mercado, controlaba el huerto y supervisaba todo lo relacionado con los menús. Un cocinillas en toda regla, vamos. Y un gran recopilador de recetas.

Y que conste que lo de los nombres de los platos no es siempre un asunto baladí. Sólo hay que recordar lo que sucedía en la triste España de postguerra con la riquísima Ensaladilla Rusa. Había que hacer patria, nada de rojerío: Ensalada Española. Faltaría más. Bueno, pues ni una ni otra. En Rusia -donde un cocinero francés la creó por primera vez-, se llama Ensalada Olivier y es casi un plato nacional.

 

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