Todavía no conocía el significado preciso de la expresión "la hora de la verdad" cuando, con cinco o seis años, la utilizaba para referirme a ese momento amenazador que se acercaba con la noche cuando estaba en un lugar desconocido; sin embargo, no tenía dudas de que eran las palabras adecuadas para designar un tiempo grave, decisivo, donde ya no valían las bromas ni los cuentos. Antes que su significado, aprendí cuándo se empleaba la expresión: las imágenes me la devolvían asociada a situaciones, personas, emociones e intenciones. En fin, aprendí las condiciones de su uso, del mismo modo que, años después, sabía, sin comprender bien su lógica, que sexo débil hacía referencia al conjunto de las mujeres, o percibía un insulto cuando, en ciertas ocasiones, alguien tachaba a otro de gitano. No hacían falta complejos conocimientos lingüísticos para saber que cuando se decía de alguien que era una "mujer fácil" era algo despectivo relacionado con su comportamiento sexual, una evaluación peyorativa que la situaba en un ámbito peligroso de rechazo y exclusión social. Aprendemos la lengua vinculada al contexto, a sus interlocutores, intenciones y emociones. Previo al conocimiento lógico de los enunciados, se desarrolla en nosotras un componente pragmático, un saber comunicativo.
Lo decía Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas: el significado de las palabras y el sentido de las proposiciones está en su función, en su uso en el lenguaje. Por ello, en los diccionarios, junto a la definición, se incluyen marcas e informaciones complementarias que sirven para caracterizar a los elementos léxicos indicando sus restricciones y condiciones de uso: si es un término nuevo, desusado o antiguo; si pertenece al registro coloquial o familiar, si es despectivo, propio de una zona o país, etc. Aunque esas anotaciones no sean valores absolutos, proporcionan una información muy valiosa que cualquier lector de Marsé, Galdós, Clarín o Cervantes necesitaría conocer. Cito a estos autores para seguir con los ejemplos que da Pérez Reverte cuando en sus tuits defiende la necesidad imperiosa de mantener, tal como está registrada en el RAE, la acepción de "mujer fácil", muy criticada por Pablo Iglesias, entre otros, por su carácter machista.
En la quinta acepción de fácil, el DRAE, presenta al adj. en un uso particular: "Dicho especialmente de una mujer: Que se presta sin problemas a mantener relaciones sexuales", sin ningún tipo de marcas ni anotaciones complementarias. Estoy de acuerdo en que el diccionario ha de registrar aquello que se usa, y, justamente por eso, creo que ha de intentar ser exhaustivo en sus definiciones apuntando además el uso de la palabra o expresión en su contexto habitual, la intencionalidad con la que generalmente se enuncia, lugar, registro, etc.
La ausencia de marcas, de hecho, es tan significativa como la presencia de ellas, pues equivale a presentar la definición como "neutra", un uso que puede ser considerado general y objetivo, desprovisto de cualquier tipo de connotaciones. Aunque nadie de mi entorno la utiliza, no me atrevería a decir que "mujer fácil" sea una expresión antigua o esté en desuso (creo que hoy se utiliza más "es una facilona"); sin embargo, de lo que no me cabe ninguna duda es de que es despectiva y discriminatoria. Por eso, no se trata de quitar del diccionario la acepción, sino de marcarla adecuadamente. Quizás Pérez Reverte haya olvidado que la Real Academia, alertada por la presión social, ya modificó las entradas de "sexo débil" y "gitano", añadiendo la información: "con intención despectiva o discriminatoria", "ofensivo o discriminatorio", respectivamente. Cuestionar la descripción actual de la expresión "mujer fácil" no es, pues, ningún motivo para el escándalo, y menos aún, para el escarnio.
Una cuestión diferente es la propia definición: "Que se presta sin problemas a mantener relaciones sexuales", que me parece necesario revisar en profundidad si tenemos en cuenta el contenido implícito presupuesto en "prestarse", que significa "ofrecerse", "allanarse", que, a su vez, equivale a "conformarse, avenirse, acceder a algo", términos que activan un marco de la actividad sexual donde la mujer, carente de deseos, no toma la iniciativa, sino que, pasiva, consiente y se ofrece a la conquista, más o menos difícil, con más o menos problemas, del varón. Un buen ejemplo de definición con perspectiva androcéntrica.
Las críticas de Pérez Reverte se han convertido en alaridos de parte de ciertos defensores de la "pureza" del idioma cuando la diputada Irene Montero ha utilizado la palabra portavoza. Aquí se han despertado, no digo ya el "genio del idioma", o el natural instinto lingüístico de los hablantes, sino profundas y primitivas cuestiones identitarias. Así, el miedo ante los cambios ha llevado a ciertos académicos, tertulianos y periodistas a usar todo tipo de insultos, de los que el gilipolítica del periodista Eduardo Inda es el más suave. Se diría que el término convoca miedos ancestrales y resistencias profundas.
Llama la atención la "arrogancia", la "ignorancia" y la "incultura" que demuestran los argumentos utilizados contra el uso de esta palabra, tales como que no hace falta añadir el morfema de género femenino, porque voz ya es femenino, ignorando que se trata de un sustantivo compuesto de género común; no epiceno, como se ha dicho. Puede que estos señores tan alarmados desconozcan que la creación de femeninos específicos para sustantivos originariamente masculinos o comunes es una tendencia espontánea de nuestra lengua desde sus orígenes. Quizás ignoran que no tenían esta forma femenina específica sustantivos como señor, parturiente, infante, presidente, abogado, notario, médico, concejal, juez..., y que la han desarrollado respetando la tendencia sistemática de nuestra lengua que vincula el morfema –a al género femenino y al sexo "hembra" cuando el sustantivo – y sólo el sustantivo, que es el que soporta el peso de la identificación referencial- tiene una referencia [+animada], especialmente [+humana]. Esta tendencia secular no se aplica a otro tipo de sustantivos que tienen entre sus acepciones algunas con referencia no humana, por lo que nunca va a crearse un femenino de cargo ("Dignidad, empleo, oficio", además de "persona que desempeña un cargo"), utilizado por Carlos Herrera en su burda parodia cuando llama a Irene Montero "carga política". Tampoco se aplicará nunca a los nombres propios, que tienen flexión fija y unicidad referencial o monorreferencialidad. Expresiones como Irena Montera, o Adriana Lastre no parodian a las políticas, sino a los propios periodistas que, faltos de razones lingüísticas, acuden a la risa fácil, a la parodia grotesca y al estilo más burdo como único modo de defenderse de quien consideran una mujer difícil.
Es cierto que portavoz es un compuesto, como señala el profesor Álvarez de Miranda ("Feminismo y gramática", El País 11/ 02/2018) y que está aún viva en los hablantes la conciencia de la composición. Pero de este hecho no se puede deducir que "nunca" podrá flexionar, precisamente porque la gramaticalización es un proceso, una transformación gradual que vuelve opaco el procedimiento mismo de la formación. Solo hace falta tiempo y uso para que se fije definitivamente en la conciencia como concepto unitario. Cuando los hablantes, olvidado su origen, lo sintamos como simple término que designa una profesión, nada impedirá que se generalice su forma femenina específica.
Nuevamente, el debate se ha alejado de la razón y de las consideraciones lingüísticas y se ha asentado en el corazón, o mejor, en la ideología. Quiero decir que no estamos ante un problema de la lengua con la realidad, sino, como decía E. Coseriu, de la razón consigo misma; un falso problema, fruto de miedos irracionales que ignoran que igual que no se puede forzar el cambio lingüístico, tampoco tiene ningún sentido tratar de frenar su avance. No hay ningún peligro de un "virus feminista" que destruya a la lengua. Los cambios lingüísticos siempre ocurren como una innovación que se aparta de los modelos tradicionales. De entre las múltiples variantes que se dan en el habla, solo triunfan algunas, Y es el uso de los hablantes el criterio seleccionador que elige una de entre ellas y la fija por su eficacia comunicativa. Ni las recomendaciones de los personajes públicos ni la violencia verbal de los inmovilistas logarán imponer o detener los cambios, como no es posible forzar ni detener el curso de las aguas del río.
En realidad, toda esa violencia verbal nada tiene ver con la corrección lingüística, sino con el temor a la audacia de visibilizar la presencia de las mujeres en la vida pública y política, con el poder de autoafirmarnos, con nuestra conquista del mundo simbólico.
Comentarios
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