Otras miradas

¡Viva el cóctel Frankenstein!

José Ángel Hidalgo

Funcionario de prisiones, escritor y periodista

Días felices estos, en los que en el horizonte comienzan a asomar los dedos homéricos de una aurora no muy roja, pero al menos rosácea... y hermosa, ya veréis. Pero los de siempre no dejarán que el parto sea tan fácil, claro, y ya están restregando en ese lienzo velazqueño un brochazo mojado en babas negras al modo de las de Goya, por seguir con lo pictórico.

¡Las tontadas que se están oyendo!, y en su mayoría son disculpables, consecuencia de la expansión sin control del virus del cólera: la condena que le ha caído a la derecha de cuatro años de trinchera la ha descompuesto. ¡Va a ser otro Verdún!, lloriquea Pablo, frustrado al no tener bajo su mando siquiera una centuria de diputados.

Otras críticas no son tan disculpables, pues las mueve un resentimiento de viejo pasado de rosca al que ni siquiera le importa descubrir su trampa, tal y como le ocurre a Rodríguez Ibarra: hay que ser impresentable. Mira Felipe, que piensa de Sánchez con tanta o más miseria que él, pero al menos no se expresa con palabras torpes que descubran el nivel de cenizas que le atufan la garganta.

A mí, aunque ya digo que los disculpo, la que sí que me duele es la manía del PP de llamar Frankenstein al próximo y feliz Gobierno de izquierdas que todos vamos a disfrutar en breve. Y me duele por la incultura supina que manifiestan al usar ese fantástico nombre. De qué nos vamos a sorprender, claro, pero es que es muy injusto.

El monstruo del doctor Frankenstein es en realidad, como saben todos los que se han acercado al clásico (1931) de James Whale, un ser inocente, de alma ingenua aunque estremecida por mil pavores, justo como la de un niño.

Hay que ser cretinos para usar a esta pobre criatura como una máscara de maldad con la que pretender asustar a los españoles.

Sí, es un monstruo, pero sufre porque es feo y tierno hasta lo insoportable, y, sobre todo, porque su alma, que sin duda la posee, es muy compleja.

¿Por qué lo usan como espantajo? ¿Qué resulta que tiene una tripa y un ojo de éste, un brazo y un cerebro de aquel? ¡Pues mejor! Abascal muscula e involuciona a la vez gracias a vísceras nacidas de células con idéntico protoplasma: y el resultado es (políticamente) enfermizo y (estéticamente) un horror.

Hay que reivindicar lo mestizo en la vida y en la cosa pública: está muy demostrado que fortalece nuestra salud y da color, sentido  y esperanza a nuestros actos. ¿Qué hay de malo en unir con deseo de prosperar, en mezclar con ánimo de procrear?

Pero la cosa con el monstruo va un poco más allá.

James Whale, retratado en 1998 de forma magistral por Bill Condon en su película Dioses y monstruos, era un director inteligente, refinado y, en lo que la sociedad y estudios de cine le dejaban, homosexual.

Su criatura de Frankenstein es en realidad una expresión metafórica del sufrimiento que le acarrea a Whale no poder vivir abiertamente sus afectos. Así lo explica Condon, y así lo expresa sutilmente el propio retratado en su película, pues el engendro se yergue en la noche como la expresión cinematográfica de la aflicción del doctor ante la imposibilidad categórica de ser lo que quiere ser, arrastrándose así a un conflicto de tal virulencia que terminará por recluirse en un oscuro castillo para dar vida a un nuevo ser que quiere libre de tal carga de culpa y sufrimiento.

Es una historia que termina mal, con un castigo que el propio Whale se autoinflige abrasando al pobre monstruo: ¡los años treinta eran definitivamente otros tiempos, incluso en la templada California!

Hoy, el doctor Frankenstein, lejos de recluirse en una oscura mazmorra para entregarse a las guerras inacabables de su fantasía de represión, saldría en cambio de copas por la madrileña calle de Pelayo para disfrutar con absoluta naturalidad de su deseo de amar.

Lo que no ha perdido actualidad, ni vigencia, ni espanto, es la reacción de las gentes del pueblo cuando en la película de Whale se sienten amenazados por ese niño feo y grande que es el monstruo. Asustados, incapaces de comprender que ellos mismos son la causa de la brutalidad de sus crímenes, le perseguirán hasta abrasarlo en el molino: es un auto de fe tenebroso en el que el propio director parece sentir como propio (y merecido) el horror del castigo.

¡A la hoguera, sí, Sánchez e Iglesias a la hoguera!, gritan hoy mismo en la derecha, el Teodoro y la Curruca, asustando al pueblo (que siempre se les antoja como una horda manipulable y cruel) para que se levante iracundo del sofá y prenda fuego al molino.

No quieren de ninguna manera un gobierno Frankenstein, ¡que arda ya mismo esa sola posibilidad! Hoguera, hoguera y hoguera: pobre monstruo hecho de mil partidos, o democráticos pedazos. Pero qué hay de malo en batir y mezclar, insisto.

¿Es que a la derecha no le gusta el cóctel? Pues a Garci le pirran tanto que hasta les dedicó un libro delicioso: fijo que con un Negroni (de los que gustaba la Loren) se pone a tono Abascal; con dos negronis, le veríamos haciendo el caballito, reclamando nuestra atención bajo la mesa.

¡Vivan pues los combinados acertados y fuertes, vivan los que se comprometen a luchar juntos por un futuro que sepa a frutas rojas del bosque con el toque justo de ron!

¡Viva para siempre el cóctel Frankenstein!

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