Otras miradas

La dignidad de las tardes de asilo

I. Zugasti

Vecina de Madrid y técnica de igualdad

Dos mujeres en la puerta de una residencia de mayores en el barrio madrileño de Carabanchel. E.P./Jesús Hellín
Dos mujeres en la puerta de una residencia de mayores en el barrio madrileño de Carabanchel. E.P./Jesús Hellín

Mi abuela murió durante el 15M. Me acuerdo de cómo recibimos la noticia de una muerte anunciada sentadas en la Puerta del Sol. Recuerdo a mi hermana, a mi primo y a mí abriéndonos camino entre la gente y sus pancartas camino al tanatorio. Recuerdo el vértigo de ese trayecto como en esas escenas de película donde la gente se mueve densa y despacio, mientras el protagonista intenta avanzar a empujones.

En estos días de sobreinformación descubro que nuestro nivel de tolerancia a las malas noticias crece peligrosamente y me aterra hacernos inmunes a ese dolor, porque la inmunidad, como dice un tipo listo, carcome los huesos. Pero hay un tipo de noticias que golpean duro en el pecho y sobre las que no me atrevo a hacer clic; las que hablan de las residencias de mayores.

No se si habéis estado en una residencia de ancianos alguna vez, o con la asiduidad suficiente para naturalizar ese ecosistema silencioso en el que viven miles de personas en nuestro país. El olor, esa mezcla de carne anciana, de puré de verduras, de pañales usados y de desinfectante. El deprimente sonido de fondo del programa de María Teresa Campos las tardes de domingo. Los lamentos, los llantos en las habitaciones que acabas por no escuchar. El plástico amarillento de las bandejas, de las sillas, de las paredes. El polvo sobre las plantas artificiales. Las bocas abiertas en las sillas de ruedas, la baba cayendo, mirando al vacío.

Si conocéis todo esto, también sabréis de las miradas tristes que intercambian esos familiares que se encuentran puntuales en las tardes de visita, porque mi madre, como mi abuela, con esa abnegación manchega de cuidar hasta el agobio, no faltó una sola tarde de todos esos años.  Siempre llevaba consigo pinturas, fotos, y también toallitas para quitarle a mi abuela de entre los dedos la mugre de hurgar en los platos, porque no había suficientes manos para atender tantos abuelos en el comedor.

Mi madre pedía todos los días una cuchara, porque se negaba a la indignidad de meterle una jeringuilla en la boca para comer, porque, en la urgencia de los turnos de comida, a mi abuela se le habían ido cayendo los dientes de abajo a cucharazos.

Mi madre bordaba el nombre de mi abuela en cada jersey y cada rebeca, porque su ropa se perdía, día sí y día también, en los turnos de lavandería. También lo hicieron su anillo de bodas y su medallita, hasta que acabamos por quitarle todo lo que le hacía ser ella. Mi madre perseguía hasta caer mal a todas las trabajadoras para comprobar que alguien estaba pendiente de las pastillas, porque alguna vez las encontramos tiradas bajo la cama.

Mi madre nunca se perdonó meter a mi abuela en una residencia después de años conviviendo con el alzheimer, un alzheimer que casi rompe la familia. Durante un tiempo la intentamos sostener en nuestra casa con Consuelo, una cuidadora maravillosa que venía de Buenos Aires y que cumplía años el día de Navidad. Una vez nos confesó que ni siquiera era argentina ni se llamaba así, y que eligió cumplir años el mismo día que Jesucristo cuando falsificó los papeles para venirse a Madrid, pero ya nos daba igual. Por aquel entonces la crisis ya había estallado, la Ley de Dependencia que tanto habíamos celebrado se hacía esperar, y mi madre se ahogaba entre el trabajo y la casa, la enfermedad y la familia. Como las subvenciones no llegaban, la ingresamos en la residencia más cercana, una perteneciente a una famosa cadena privada que también tiene spas y balnearios, y que nos cobraba casi dos mil euros mensuales por dejar a mi abuela existir en sus instalaciones. Porque eso era básicamente lo que hacían, existir. La tarde del ingreso fue una pesadilla: no se cuantas veces se dio la vuelta mi madre para mirarle a los ojos antes de salir a la calle.

Si no hubiera sido por las visitas de cada tarde, el deterioro de mi abuela hubiera sido meteórico: nadie merece pasar los días mirando al techo, agarrada a una silla, con Telecinco de fondo. Fue el cuidado familiar, una vez más, lo que hizo digna la vida en la indignidad de aquel asilo. Eso y por supuesto, el trabajo de aquellas mujeres, auxiliares, sanitarias, terapeutas, animadoras, celadores, que seguían poniéndole cariño a su trabajo, pese a que no llegaran a los ochocientos euros en la nómina, ni librasen ningún fin de semana.

Los años pasaron. Consuelo volvió a Buenos Aires, y la casa de mi abuela, que ahorró peseta a peseta desde que perdió una guerra y llegó a Madrid, se quedó congelada en el tiempo, con esa foto que tanta rabia me daba de Felipe González encima de la tele. Después la vendimos para poder pasar los años durísimos de la crisis, así que se puede decir que, en otro gran gesto de abnegación y de cuidados, la casita de mi abuela nos salvó la vida.

Al final, el dinero de la Dependencia llegó, con carácter retroactivo, eso sí, pero nos terminó llegando. Fuimos afortunadas, de hecho, porque poco después, las reformas del Sistema de Dependencia eliminaron la retroactividad, recortaron las ayudas y alimentaron los sistemas de copago. Las residencias privadas, como la de mi abuela, donde prima la codicia de las leyes del mercado, con sus liderazgos despóticos, sus casos de maltrato silenciados en la prensa, su comida basura, sus contratos temporales, crecieron en la Comunidad de Madrid como la espuma durante esos años. Y las trabajadoras de entonces siguen siendo precarias ahora, pese a estar sosteniendo la vida entre sus brazos.  Como mi amiga Ana, que hoy, mientras escribo, ha recibido por fin la baja por coronavirus tras dos semanas advirtiendo a su jefa de que no podían trabajar en esas condiciones. Ana, que tampoco se llama así pero cuyo nombre no escribo por miedo a las represalias, que hace macetas con yogures y flores con pajitas con las residentes. Ana, que sabe la historia y el nombre detrás de cada uno de esos cuerpos arrinconados en sillas de ruedas que cuesta mirar. Ana, que se compró una peluca para hacerles de Raffaela Carrá en Navidad y un maillot morado para bailar como Madonna. Decidme si eso no es amar tu trabajo.

Las trabajadoras como Ana, como mi madre, como mi abuela, están sujetando el mundo estos días, como siempre han hecho. Pero sigo leyendo que los grandes señores analistas escriben sobre pedir estímulo fiscal al G20 o eurobonos al BCE. Me temo que no se han enterado todavía de qué va todo esto, aunque las pesadas de los cuidados y el género ya lo venían advirtiendo hace años: iba de poner la vida en el centro. Como he leído por ahí, si no tienen ustedes alma, por lo menos, saquen la calculadora.

Me ha costado años que saliera de mi cabeza la imagen de mi abuela en la residencia y volver a recordarla con sus batas de colores y su permanente de peluquería. La imagen de su cuerpo cetrino, retorcida entre los cinturones de contención de la cama, me persigue todavía, como les perseguirá a muchos ahora la de la muerte en soledad de los suyos, esa última imagen viva pixelada en una tablet, en un hospital, en su casa, o en el asilo. Como nos debería perseguir a todos la de esos cadáveres en residencias privadas, que se han muerto solos, porque lo duro no es morirse sola, no. Es vivir sola.

Hoy, cuando hago clic en las noticias que no quiero leer, antes que la tristeza, vuelve el rencor, que es peor que la tristeza y que sacude las paredes de la cabeza por las noches.  Porque sí, tengo rencor, y tengo rabia, y tengo una lista muy larga y clara de responsables, no de un puñetero virus, sino de haber mercadeado con los cuidados, con los vulnerables, con las enfermas, con la vida.  Pero más grande que ese rencor es la certeza de que somos muchas las que queremos echar cuentas, somos muchos quienes queremos construir -y no destruir- vidas dignas, sostenernos, no volver a morirnos solos. Somos muchas las que no queremos salir de ésta indemnes, ni inmunes, sino vulnerables al dolor y a la fragilidad de los otros y de nosotras mismas. Tengo rencor y rabia, sí, pero sobre todo tengo ganas de remangarnos y articular la resistencia. Como cuando se murió mi abuela, en el 15M.

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