Otras miradas

Democracia directa: reconstruir en tiempos de catástrofe social y climática

Pepe Campana

Ingeniero Industrial

Agnès Delage

Extinction Rebellion Europa

Fernando Prieto

Observatorio de la Sostenibilidad

En el Contrato Social, cuya edición original data de 1762, Rousseau afirmaba que el pueblo inglés se autoengañaba pues, pensándose libre, solamente lo era durante la elección de los miembros del Parlamento y que tan pronto como los elegían, volvían a ser esclavos, a no ser nada. ¿Pero son libres ese día? Se preguntaba casi 250 años después el pensador greco-francés Cornelius Castoriadis, al tiempo que denunciaba el veto a la participación directa de la ciudadanía en el quehacer político. Democracia sin participación ciudadana, lo calificaba.

No le faltaba razón. Las democracias occidentales funcionan sin el demos; sin la ciudadanía. En ellas, hacer política se ha convertido en la adopción de acuerdos negociados con los partidos políticos, las organizaciones empresariales y sindicales; las asociaciones, las ONGs y otras partes de interés.

Convertida de este modo en mera gestión administrativa, la política ya no sirve para confrontar posturas antagónicas ni para inducir los cambios sociales que requiere cada época. Su único fin es aprobar medidas populistas, en su mayor parte vacías, con las que mantener en crecimiento el ciclo producción-consumo, cuya base se supone intocable y por todos aceptada.

Autores como Zizek, Rancière o Mouffe dicen de esta forma de hacer política que es "post-política"; "post-democracia". «Estos métodos post-democráticos —afirma Erik Swyngedouw—, reconfiguran el acto mismo de gobernar convirtiéndolo en la adopción de acuerdos de gobernanza multiescalar con las partes interesadas. El Estado tradicional opera entonces institucionalmente junto con expertos, ONG y otros socios "responsables" (mientras que los socios "irresponsables" quedan excluidos)».

Asamblea Ciudadana. Participación directa y real

Una Asamblea Ciudadana, no es una asamblea popular. A diferencia de estas últimas, las Asambleas Ciudadanas reproducen la estructura de la sociedad eligiendo para ello, a través de un sorteo estratificado, a un número representativo de ciudadanos y ciudadanas que se configuran dentro de un marco institucional y oficial. Si a esto se une que las Asambleas Ciudadanas deciden en Política, se admitirá fácilmente que se convierten en instrumentos clave para la redemocratización y regulación social.

Hay varias experiencias en Europa que así lo demuestran. Así, por ejemplo, en Irlanda se constituyó en 2016 una asamblea de los ciudadanos con la que se resolvieron diversas cuestiones que afectaban a la Constitución de aquel país, incluyendo la aprobación del aborto o la adopción de un término fijo para los mandatos del parlamento. De igual modo, el pasado mes de febrero se ha creado en la provincia germanófona de Bélgica una Asamblea Ciudadana permanente que trabajará junto con los representantes electos en sus decisiones políticas. Iniciativas similares se han dado en otras partes del mundo.

También en Francia y Reino Unido se han constituido sendas Asambleas Ciudadanas para abordar la crisis climática y proponer, bajo criterios de justicia social, acciones con las que afrontarla y mitigarla.

Es precisamente en este campo, el de la crisis climática, y especialmente ahora, cuando se une a ella una crisis sanitaria, social, económica y política, donde más necesaria es la participación directa de la ciudadanía en la toma de decisiones. Podemos hablar de cambio climático, de deshielo del Ártico, de subida del nivel del mar, o de calentamiento global; de pérdida de biodiversidad, de zoonosis, de pandemias, o de COVID-19; de recesión y de desempleo masivo. Lo mismo da. La solución no se encontrará buscándola en discusiones de pasillo, ni en comisiones de expertos. Tampoco atendiendo a quienes ostentan y representan intereses particulares concretos. Su solución no se encontrará de ningún modo si los "irresponsables" ciudadanos siguen excluidos de su formulación.

Aparentemente así lo entendió en su momento el Gobierno de Sánchez, quien en respuesta a la presión ciudadana, aprobó en enero de este mismo año la Declaración de Emergencia Climática comprometiéndose a crear en los primeros cien días de su mandato una Asamblea Ciudadana del Cambio Climático. Y si bien entendemos que la aparición de la COVID-19 puede haber dificultado su puesta en marcha en los plazos comprometidos, no por ello dejamos de pedir que se constituya cuánto antes. No es suficiente con que la vicepresidenta Teresa Ribera nos recuerde como hizo no hace mucho, que el compromiso del gobierno sigue en pie y nos anuncie que relanzará esta iniciativa en breve.

No a cualquier precio

En efecto, ya no se trata de minimizar los efectos del cambio climático. Minimizar presupone optimizar su impacto en función de intereses ajenos. De lo que se trata es de abordar una situación de emergencia, frenando en seco el cambio climático, alentando en todo momento la justicia social, asegurando la protección de los más vulnerables y garantizando el mantenimiento de los ecosistemas y sus múltiples formas de vida. En este contexto, fijar de forma precisa el cometido de la Asamblea Ciudadana es fundamental si se quiere garantizar el éxito de su trabajo. Las recomendaciones de los científicos del IPCC, entre otros, deberían servir de guía para establecer y hacer públicos esos objetivos.

Se unen a este punto otros dos que consideramos de igual importancia. El primero tiene que ver con el horizonte temporal que se pide a las propuestas de la Asamblea Ciudadana. En efecto, su extensión debería ser la más amplia posible, abandonando el cortoplacismo en el que se mueven los políticos de turno, muchas veces limitados a la duración de sus mandatos. Entendemos que sólo de este modo se evitarán soluciones de compromiso que tienden a mantener el statu quo existente y se abordarán programas ambiciosos y duraderos que signifiquen una solución efectiva. El segundo, no pretender respuestas utilitaristas. Los valores en juego —la salud, la biodiversidad, la preservación de los ecosistemas, la vida—, no son sustituibles por valor monetario alguno.

Sólo resueltos estos puntos y con una misión clara y concreta, los asambleístas estarán en condiciones de alcanzar acuerdos válidos. Para ello, moderados por facilitadores independientes, los miembros de la asamblea se informarán preguntando a científicos, expertos independientes, representantes de colectivos, ONGs y a cuántos sea necesario, contrastando con ellos hechos y valores, sopesándolos y decidiendo sobre las políticas que deban implementarse. En otras palabras, ejercer, como el mismo Castoriadis reclamaba, la autonomía individual —lucidez, reflexión, responsabilidad—, como presupuesto necesario para el ejercicio democrático.

Y aún más. La democracia directa es una democracia abierta. La retransmisión en directo de las sesiones de la Asamblea Ciudadana y la utilización de canales de comunicación apropiados, deberían permitir a cualquier ciudadano dirigirse igualmente a la Asamblea Ciudadana y expresar sus propias dudas y preguntas, enriqueciéndose así el debate, fomentándose el compromiso de la sociedad civil y asegurándose la aceptación de las resoluciones que finalmente adopte la Asamblea.

Compromiso más allá de las buenas palabras

Pero no basta con esto. En efecto, si las reglas de funcionamiento deben asegurar la absoluta independencia de los miembros de la Asamblea Ciudadana, es igualmente necesario que sus resoluciones y acuerdos sean respaldados por el gobierno, y cuando sea preciso por el poder legislativo. El compromiso del gobierno debe ser llevarlos a cabo incluso si son más ambiciosos de los hasta ahora propuestos por el propio gobierno o la Comisión Parlamentaria para la Reconstrucción Social y Económica.

Pongamos un ejemplo: el borrador de proyecto de ley del cambio climático y la transición energética, PLCCTE, fija para el 2030 una reducción en la emisión de gases de efecto invernadero de al menos un 20% respecto de 1990 y pretende que la "neutralidad climática" se alcance antes de 2050. Pero ¿y si la sociedad civil pensara en términos más ambiciosos y la ciudadanía debidamente informada acordara que la neutralidad de emisiones se alcance a más tardar en 2035? ¿O incluso antes, en 2025, tal como reclama el movimiento internacional Extinction Rebellion, XR? ¿Estarían el gobierno, la oposición, los poderes económicos y financieros, los sindicatos y cuántos grupos de expertos se quieran constituir, dispuestos a aceptar ese reto y a trabajar por conseguirlo, o preferirán los unos y los otros seguir haciendo post-política sin contar con los ‘irresponsables’ ciudadanos? Dicho de otro modo, ¿se respetarán las decisiones adoptadas democráticamente por quienes tienen el derecho real de decidir por sus propias vidas y, dicho sea de paso, de asumir el reto de decidir también por todos aquellos, humanos y no humanos, que aún no han nacido?

No se trata de una decisión económica en la que predominan, como cuando se hace post-política, conceptos de gestión administrativa. Es una decisión en la que prevalecen valoraciones políticas y, por lo tanto éticas, respecto de nosotros y respecto de cuantos cohabitan ahora o en el futuro este planeta, ese al que todos pertenecemos y que estamos en vías de destruirlo.

Por eso pedimos a este gobierno que sea valiente y que asuma, sin más demora, la constitución de una Asamblea Ciudadana para la Emergencia. y que, ante la amenaza sin precedentes que se cierne sobre nuestra supervivencia como especie, asuma valientemente lo que ya preconizaba Castoriadis: que "sólo la humanidad organizada democráticamente podrá llevar a cabo los profundos cambios necesarios" para gestionar los recursos en función del bien común y del derecho a una vida digna.

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