Cientos de heridos, incluyendo policías y civiles, 75 heridos de bala y 14 civiles muertos. Este es el resultado de los disturbios y protestas ocurridas en Bogotá y en otras ciudades colombianas en los últimos días.
Las protestas se relacionan con tensiones estructurales exacerbadas por la covid-19, pero también reflejan un malestar social que ilustra una fuerte quiebra en la legitimidad del Estado colombiano.
Muerte de un abogado
Los disturbios en Bogotá se iniciaron a raíz de la muerte del abogado Javier Ordóñez por parte de miembros de la policía colombiana, cuya retención fue grabada en video.
Este caso no parece un hecho aislado en tanto que la respuesta policial hacia manifestantes ha dado visibilidad a diferentes abusos por parte de las autoridades colombianas.
Las confrontaciones entre la policía y la ciudadanía son otra señal importante de las tensiones que se viven en el país, y reflejan la falta de respuestas institucionales a diversas demandas sociales que precedieron a la brutal muerte del letrado.
Las protestas de los últimos días conectan con las movilizaciones pacíficas que vienen teniendo lugar los últimos años.
Tres elementos permiten explicar la magnitud y las protestas de los ciudadanos en Colombia en los últimos días: La presencia territorial y el aumento de movilizaciones sociales; los impactos socio-económicos previos y asociados ahora al covid-19; y el aumento de la violencia en el país.
Todas estas tensiones se encuentran exacerbadas por las acciones de un gobierno que parece poner en riesgo las instituciones democráticas.
Las protestas no son nuevas
Con la firma del acuerdo de paz con las FARC-EP en 2016, los movimientos de protesta han amplificado los espacios para exponer sus voces, en particular, las voces de millones de jóvenes que no crecieron con el estigma de la protesta en los años de la guerra fría y que, gracias a las nuevas tecnologías, tienen acceso a mayores fuentes de información.
Prueba de ello son las movilizaciones que tomaron lugar el 21 de noviembre (21N) de 2019. Las protestas ilustran la consolidación de movimientos sociales en Colombia y una ciudadanía activa que toma las calles para presentar sus demandas al gobierno.
Los manifestantes presentan su oposición a las diferentes acciones del gobierno de Iván Duque. Entre ellas la falla en la implementación de las provisiones de los acuerdos de paz con las FARC-EP. En adición a esto, las movilizaciones protestan propuestas tales como reformas pensionales (el aumento de la edad de jubilación), aumento de las tasas impositivas sobre las clases medias, y exenciones impositivas a los colombianos más adinerados.
El efecto de la covid-19
Estas tensiones eran una condición previa a la llegada de la covid-19, y han sido magnificadas por los impactos de la pandemia. El aumento del desempleo al 21.4% aumenta estas tensiones.
En el caso colombiano, más de la mitad de los empleos del país operan en la economía informal. Por ello, para la mayoría de la población colombiana, la posibilidad de acceder a mecanismos y redes de apoyo para sobrevivir los impactos económicos de cuarentenas estrictas como la colombiana es mucho menor.
Este impacto diferencial es producto de una sociedad en la que el acceso a la salud es estratificado y diferenciado. Por ejemplo, 69% de las muertes por covid-19 afectan a ciudadanos de menores ingresos.
Si bien el Estado ha implementado una serie de medidas alentadoras para mitigar los impactos de la crisis sobre los ciudadanos colombianos, el impacto económico del virus se aúna al asesinato de civiles y las masacres , que hacen vívida la presencia de un pasado violento y alimentan los miedos de un futuro poco prometedor.
La reaparición de la violencia
Desde la firma de los acuerdos de paz en 2016, existían advertencias sobre la necesidad de expandir la capacidad institucional para llevar el Estado a las zonas en las que su presencia ha sido limitada o nula. Sin embargo, la llegada de un gobierno de derecha en el 2018 ha traído al gobierno partidos que se opusieron al proceso de paz y que han sido poco entusiastas frente a la implementación de los acuerdos de paz.
Esa actitud nociva ha facilitado la conformación y expansión de diversos grupos de narcotraficantes, disidentes del proceso de paz con las FARC-EP y otras guerrillas, las cuales han entrado a disputar el control en los antiguos territorios en los que las FARC-EP actuaban como soberanos. Esto en adición a la respuesta de algunas elites asociadas con grupos armados que se oponen a las reformas del proceso de paz han colocado a la población civil en el fuego cruzado de diferentes actores armados.
El número de muertes, homicidios y combates venía reduciéndose desde el 2003. Esta tendencia parece cambiar y reavivar la violencia armada desde el 2017. Cientos de defensores de derechos humanos, activistas ambientales, sindicalistas y líderes comunales han sido asesinados desde el 2016.
Este escalonamiento en la violencia hacia civiles se produce al mismo tiempo que se observa la ausencia de acciones decisivas del Estado, poniendo en entredicho la capacidad o el interés del gobierno para proteger la vida de sus ciudadanos, y hace que segmentos de la ciudadanía en Colombia perciban al gobierno como pasivo e indolente.
Este aumento de la violencia y la falta de acción por parte del Estado tiene lugar al mismo tiempo que la animosidad entre las fuerzas policiales y segmentos de la ciudadanía parece crecer. Si bien los abusos policiales hacia habitantes de los barrios populares no son nuevos, la existencia de redes sociales y la democratización de los medios ha permitido visibilizar el trato diferenciado y estratificado al que son sometidos los ciudadanos en Colombia.
Basta ver el listado de los ciudadanos asesinados en los últimos días, y los registros audiovisuales del uso indiscriminado de armas de fuego por parte de la policía colombiana hacia ciudadanos, o el ataque a varios periodistas cubriendo las protestas, para ilustrar que estos abusos requieren respuestas institucionales.
Las respuestas del Gobierno y las tensiones de la democracia colombiana
Este preocupante panorama encuentra la disonancia entre los clamores ciudadanos y las respuestas del gobierno frente a la protesta social. Para el actual gobierno, las protestas se entienden como un problema de orden público. Esta lectura condiciona no solo la comprensión del problema, sino las soluciones propuestas, así como las respuestas de la entidad policial que sigue percibiendo a los protestantes en clave subversiva.
Esta lectura de la protesta social hace que el gobierno priorice la lectura de orden publico sobre una lectura social. Por ello el gobierno ha acusado a los protestantes de estar "infiltrados" de grupos guerrilleros. El gobierno parece no entender que la mayoría de los ciudadanos vienen buscando expresar sus demandas pacíficamente, como por ejemplo fueron las protestas y movilizaciones del segundo semestre del 2019 y en las que se apeló a una conversación con las instituciones. Acusar a un interlocutor de ser un actor armado no es conducente para una conversación.
Esto en adición a la demora del gobierno en reconocer los abusos de la policía maximiza el impacto negativo de estos eventos sobre la legitimidad del Estado. Al enfocar la respuesta gubernamental únicamente en la denuncia de los actos vandálicos y violentos que tomaron lugar en los últimos días, el Estado ignora que la legitimidad institucional se reafirma por la capacidad de responder a situaciones como estas, en respetar la libertad a la protesta y no por negar estas crisis o los eventos ocurridos. Una respuesta que afirme la legitimidad del Estado, requiere una reforma a la policía, así como la identificación y juzgamiento de los policías y civiles que usaron la violencia.
Asumir un discurso de mano dura, y buscar enfocar la conversación únicamente en los desmanes de algunos ciudadanos, puede ser rentable políticamente, pero ignora que tales acciones deslegitiman la protesta pacífica, desconoce que las protestas se relacionan a problemas sociales, y protege a aquellos miembros de la policía que por voluntad propia decidieron abusar de ciudadanos desarmados, y con ello la democracia misma que se pretende construir en el postconflicto. Estas acciones debilitan a las instituciones frente a la ciudadanía y favorecen la consolidación de sectores abusivos dentro de la policía.
Las respuestas del Estado requieren respuestas institucionales y estructurales, no respuestas políticas en clave coyuntural. Colombia es un Estado que sigue intentando su transición de un Estado policial a un Estado de bienestar. Para ello, es necesario reformar instituciones como la policía de Colombia, de una lógica de la guerra, y abrazar el diálogo. Sin embargo, asumir que la legitimidad no se gana, se impone mediante la fuerza, creará una mayor animadversión entre el gobierno y la ciudadanía debilitando la democracia colombiana. Subordinación y sumisión no son palabras que rimen con democracia.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation
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