Otras miradas

Pasos en falso: los errores de la política en esta crisis

Daniel Bernabé

Nunca nos hizo tanta falta la política, nunca estuvo tan ausente. No sé si la magnitud de la negación es cierta, sí que siempre es buena idea empezar un artículo con una frase impactante. Esta crisis ha revelado un hecho evidente, pero al que casi nadie parecía querer atender: falta visión política de largo recorrido. No se trata tan sólo de que la respuesta temprana a la pandemia fuera insuficiente, lenta y poco acertada, en España, Europa y buena parte del mundo, sino que, y aquí viene lo realmente grave, la respuesta a las siguientes olas, las medidas económicas y el proceso de vacunación están resultando como poco mejorables.

¿Por qué acordarnos precisamente de la política cuando deberíamos hablar de salud, economía o intendencia? La respuesta liberal sería que la política gestiona y arbitra terrenos comunes de una sociedad y que, por lo tanto, se hace necesaria para el funcionamiento de los intereses privados. Los neoliberales, sabiendo de este hecho, contarán en público que la política es una tara a eliminar mientras que en privado ansían una política fuertemente intervencionista y elitista. Ambos convendrán en que si la política falla se debe a sus procedimientos, a su gestión y a sus protagonistas. La opción tecnocrática, que no es más que autoritarismo con cara de contable taciturno, espera al otro lado.

Eso que antes se llamaba izquierda, con una agenda propia al margen del progresismo liberal, frunciría el ceño y mandaría parar. Claro que la política gestiona y arbitra, pero con la prioridad de lo público, es decir, de los intereses generales sobre los particulares. La política siempre se hace de una manera y toma una dirección, se dirige por una ideología. Asumir que hay que gestionar la salud o la economía en abstracto significa pensar que sólo hay un tipo de manera de enfocar la salud, la economía o cualquier otro tema, hurtar del debate público que existen otras formas de hacerlo y que al menos habría que tenerlas en cuenta. Este es uno de los primeros puntos en los que nuestra sociedad está fallando: se ha eliminado la posibilidad de elegir, reduciendo las opciones a las que interesan a los grandes propietarios.

El virus nos ha puesto ante una situación complicada, tensionando una forma de conducirnos que, si bien ya nos había fallado antes, ahora resulta perjudicial cada día que pasa. Aun adoptando medidas diferentes, desde la urgencia a la que obliga un cambio de escenario brusco, estas van a ser de difícil implementación si la administración pública estaba dañada: años de recortes. Dejemos a un lado lo que supone no contar con industrias nacionales cuando las cadenas de suministro fallan o que su capacidad productiva no esté a la altura de su valor bursátil: las vacunas señalan la sobrestimación. Si la gestión de los fondos europeos resulta un festín de cuervos más que una oportunidad para variar los equilibrios productivos, esta vez no podremos echar la culpa a los hombres de negro.

La democracia liberal presume de pluralidad, que se nos vende como positiva para la toma de decisiones: si el Gobierno falla siempre hay una oposición que completa o sustituye. Sin embargo, en estos últimos diez años, se ha puesto más empeño en laminar a la oposición de izquierdas surgida tras la Gran Recesión que en solucionar los problemas de base que la desencadenaron. Hoy seguimos igual: cuando un ministerio como Trabajo apuesta por regularizar a los 'riders' se desata una obvia campaña de manipulación. Algunos son incapaces de ganar un poco menos para que una mayoría tenga una vida, al menos, razonable.

Nos encontramos así sin opciones realmente diferentes para encarar la amenaza vírica y sus consecuencias. Es más, ¿se aplican las disponibles de la mejor manera posible? Pues, por desgracia, cuando la supervivencia política depende más de la narrativa mediática que del terreno de los hechos, todo se reduce a una algarabía irritante. No sólo los Gobiernos miden sus acciones por pasos cortos y temerosos, sino que la oposición es siempre más destructiva que propositiva. En España, por ejemplo, la derecha libra una desenfrenada carrera con los ultras no por demostrar su mayor valía, sino por construir amenazas inexistentes con las que crear identidades a la contra. O cómo en un momento donde lo que se está poniendo en riesgo es la vida y el sustento, literalmente, la agenda se vio asaltada por invenciones sobre okupas, menas, la ETA y la españolidad. El progresismo, si no tenía suficiente con intentar ampliar los mermados horizontes de lo posible, ha decidido que era una buena idea sentenciar al destierro a una parte sustancial de las feministas: una victoria arrasando tu territorio es siempre pírrica.

No es que el debate público y la acción política se sitúe ya en el cortoplacismo, como una opción de holgazanería mental, es que la tutela de la ortodoxia neoliberal a la democracia, la ausencia de alternativas y una oposición concebida para la destrucción, no permiten pensar más allá de la supervivencia cotidiana. Si los propios mecanismos que regulan la democracia se vuelven inestables, es muy difícil que esta cumpla su papel garantista de unas mínimas certezas vitales. No se engañen, no elegimos nuestras simpatías y conservamos nuestras fidelidades por principios y ética, lo hacemos siempre por tranquilidad, o, dicho de otra manera, cuando arrecia la tormenta nadie pregunta bajo qué techo se cobija. Los ultras lo saben, pero quizá ya está bien de advertir de su amenaza cuando nadie está haciendo demasiado por remediarla.

Pero el problema no se limita tan sólo al ámbito institucional. Que surja el debate fiscal justo en un momento en el que lo público se ha visto reforzado como condición indispensable de supervivencia para millones de personas, demuestra que ya no es que la sociedad sepa distinguir entre lo accesorio y lo fundamental, sino que una parte de la misma sería capaz de tirarse por el balcón si alguien les repitiera con convicción que así serían más libres. En vez de haber asistido a un saqueo de vacunas, como anticiparon las películas de catástrofes, hay un nutrido grupo de ciudadanos que se declaran insumisos ante el remedio. No es descartable que una cultura banal, fugaz e individualista haya engendrado más gilipollas de lo recomendable, lo cierto es que cuando el músculo social de lo comunitario se atrofia, respondemos torpemente ante las amenazas.

Lo que siempre se ha llamado política de Estado, a menudo no ha sido más que un eufemismo para nombrar políticas elitistas de parte. Sin embargo, ahora sí que serían indispensables unas políticas nacionales consensuadas de mínimos. No ya por ese pequeño detalle de salvar vidas en el próximo año y medio, sino también para que España no quede rezagada de una recuperación que será mucho más exigua para quien la emprenda tarde. Un sector público más fuerte, con capacidad real de implementar políticas redistributivas se hace esencial, tanto, al menos, como lo fue en la pasada crisis para inyectar a la banca más de 65000 millones de euros. Una capacidad de planificar a medio plazo, en terrenos como el sanitario, la seguridad nacional o la economía no deberían admitir dudas, máxime recordando cómo se modificó la Constitución en una tarde para priorizar el pago de la deuda a los especuladores. La ausencia de interferencias internas, de desestabilización, se levanta como hito imprescindible: si en la anterior década se creó una ley mordaza contra el descontento popular, en esta se ha de utilizar la legalidad contra quienes juegan al golpismo, el incendio y a la mentira.

 

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