Otras miradas

Una humilde propuesta

Xoán Hermida

Director do Foro OBenComún

El rey Felipe VI, durante su intervención en el acto del 40 aniversario del 23-F, en el Congreso de los Diputados (Madrid). REUTERS/Juan Carlos Hidalgo/Pool
El rey Felipe VI, durante su intervención en el acto del 40 aniversario del 23-F, en el Congreso de los Diputados (Madrid). REUTERS/Juan Carlos Hidalgo/Pool

Si atendiéramos exclusivamente a los datos ofrecidos por el CIS al respecto de los principales problemas que preocupan a los españoles; sin lugar a dudas  el debate sobre la forma de la jefatura del estado, situado como principal por menos del 1% de la población, sería uno de esos debates que podríamos decir que no le importa a nadie.  Y podríamos pensar que no es para menos en la situación de crisis sanitaria, económica y social en la que estamos instalados.

Pero no nos engañemos el debate del modelo de la jefatura de estado, y su concreción monarquía versus república, es de esos debates que siendo periféricos, pueden convertirse en un momento de desafección ciudadana con las instituciones como el actual, en un factor de desestabilización política. Y desde luego, en manos de los populismos de izquierda y de derecha son un elemento de inestabilidad democrática segura.

El modelo de estructura política vertebrada a partir de 1981/1982 en España, que es en realidad la contrarreforma reactiva contra lo que algunos definen como el ‘régimen del 78’, es un modelo que asentó en la corrupción estructural uno de sus principales problemas que tiene afectado a los agentes constitucionales (partidos, sindicatos, patronales) y órganos institucionales (legislativo, ejecutivo y judicial), incluido, como no podía ser menos, la jefatura de estado.

Algunos han centrado sobre este último el debate de la calidad de nuestra democracia, tanto en cuanto es un elemento sencillo de impugnar y presa fácil del debate populista. En todo caso dentro de las múltiples carencias democráticas, y de las posibilidades de corrupción, del modelo español es la estructura municipal la que debiera centrar los mayores esfuerzos regeneracionistas por parte de nuestros políticos. Los alcaldes y sus equipos de gobierno tienen una capacidad presidencialista de la que carece los ejecutivos autonómicos o del estado. Además por otra parte, los representantes de las diputaciones son los únicos no elegidos por voto directo por la ciudadanía. Prueba de esto es que un español de alrededor de 30 años y residente en una ciudad de tamaño medio tendría conocido a lo largo de su vida dos jefes de estado, cinco presidentes de gobierno, tres o cuatro presidentes autonómicos y, salvo en casos de inhabilitación judicial, un único alcalde.

Pero volvamos al tema de la jefatura de estado.

Cualquier sociedad moderna tiene como lógica de avance un horizonte republicano. Eso es indiscutible. Pero el republicanismo español tiene tres grandes problemas que lo alejan de sus objetivos reales y reduce el mismo a una mera percha para que ciertos partidos lo usen en realidad para otros objetivos inconfesables, bien sea para cerrar filas en un momento de descredito político, como el caso de Podemos, o para facilitar el camino de la independencia, en el caso del soberanismo catalán y de una parte del soberanismo vasco.

  • Un problema de pragmatismo. la mayoría de la sociedad no piensa en clave monarquía o república. Para una parte importante de los españoles, hasta la fecha, la monarquía ha sido una solución pragmática con una jefatura del estado subordinada al gobierno y sin el carácter intervencionista de algunos presidentes de república de nuestro entorno, con posición dominante en la estructura de gobierno o con capacidad de veto sobre el ejecutivo y el legislativo. El modelo monárquico español consagrado en la Constitución es un modelo simbólico, sin capacidad real ejecutiva o legislativa, una jefatura de estado que mientras se conduce por una especie de ‘laissez faire, laissez passer’ no es un problema para una mayoría de los españoles, mientras no haya un desgaste de la institución fruto de posibles escándalos.
  • Un problema de hegemonía. El republicanismo en la derecha democrática es muy minoritario y por si fuera poco la izquierda no ayuda a hacer crecer el republicanismo en la otra orilla. Cuando la izquierda piensa en república lo hace dejándose arrastrar subconscientemente por una idealización de la II república en clave de republica de izquierda o ’popular’ mejor que la actual democracia (nada mas poco riguroso en términos historiográficos o comparativos). Inevitablemente esto supone volver a la solución del 50% contra el otro 50% y nos arrastraría inexorablemente a la dinámica guerra civilista de fracaso constitucionalista continuado durante la historia de España del siglo XIX y XX, hasta la constitución de 1978.
  • Un problema de propuesta. En el campo del republicanismo hay casi tantas propuestas de república como republicanos. No existe un consenso alrededor de que republica. Para empezar, en el campo republicano hay quien quiere una III república española, pero una buena parte de la base republicana lo que quiere es un república catalana o una república vasca. Aquí lo importante es la independencia y ya después si España es una república o sigue siendo una monarquía es un problema que a lo sumo afectaría a sus relaciones internacionales. Por otro lado, hay quien al pensar en una república está pensando en el modelo presidencialista norteamericano o francés, otros piensan en el modelo simbólico alemán y algunos en un modelo intermedio como el portugués. Y si el debate es sobre el territorio, y dejando a un lado los independentistas que este tema no les preocupa, la diferencia seria si una república unitaria, federal o confederal, y en estas dos últimas opciones simétrica o asimétrica. Demasiado barullo para que la sociedad se embarque en dicha aventura.

Los que apuestan por una mayor radicalidad democrática en España harían bien separar el debate de la jefatura del estado de otros en los que puede haber mayores consensos y mientras hacer un trabajo de persuasión, para lograr las mayorías sociales y los consensos necesarios, para que el debate de la jefatura del estado no se acabe convirtiendo en una excusa para una posible involución.

Siguiendo el ejemplo de provocación de Jonathan Swift en su panfleto Una humilde propuesta, para abordar la hambruna en el Dublín de finales del siglo XVIII, a veces hay que hacer proposiciones que sirvan para llamar la atención y que los políticos miren más allá de sus intereses de parte.

Si yo fuera Felipe VI, que obviamente no lo soy, reuniría a los grandes partidos de estado, los que generan las mayorías cualificadas, para plantearles la siguiente sencilla iniciativa:

Abordar una doble modificación de la constitución que resolviera el debate del modelo de estado para varias generaciones.

Por un lado abordar la modificación del Título II para hacer de España una república que siguiendo el modelo alemán asiente una jefatura de estado de carácter simbólico, no intervencionista, en un estado de carácter federalizante, de forma similar a lo que en la actualidad es la monarquía española (con la única diferencia del origen dinástico o electoral de su proclamación).

Por otro lado, y al mismo tiempo, incorporando una disposición transitoria décima al texto constitucional que convirtiera al actual monarca en el jefe de estado para los próximos 20 años, hasta su jubilación, y la elección por votación directa ya del siguiente jefe de estado.

Esto permitiría un tránsito cara a una república de forma consensuada, sin la carga simbólica que hoy tiene para cada bando, con un calendario que daría la necesaria estabilidad institucional para los próximos años que se adivinan turbulentos y con grandes riesgos para la estabilidad de las democracias, al tiempo que ofrecería un horizonte republicano claro acordado por una mayoría cualificada igual que la que alumbro la redacción de la constitución de 1978.

Mi humilde propuesta siempre sería más responsable que seguir alentando un proceso de degradación institucional (y democrática) y sería menos provocadora, para salir del problema, que la propuesta canibalista con la que Jonathan Swift desconcertó a la sociedad irlandesa de su época.

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