Mi padre ingresó en coma en la UCI el mismo dÃa en que el EmeritÃsimo huyó con las sacas del tesoro a la cueva de Alà Babá. Durante aquellas semanas de bochorno estival e informativo, me permitÃan visitarlo media hora cada dÃa, pertrechada con la mascarilla y la bata quirúrgica de rigor; lapso de tiempo que yo aprovechaba, con el tapabocas empapado en lágrimas y aunque sabÃa que no podÃa oÃrme (pero nunca se sabe), para ponerle al tanto de la actualidad polÃtica y los vaivenes del enésimo escándalo de la monarquÃa: el ArtÃfice de la Transición, el Héroe del 23-F, se habÃa esfumado y nadie sabÃa dónde estaba.
Y le alentaba para que despertara, porque después de tantos años aguardando no se podÃa perder aquello, porque lo querÃa a mi lado el dÃa en que pudiésemos salir a celebrarlo juntos a las calles con la bandera tricolor. Si, en medio del rutinario ruido de las máquinas que controlaban sus constantes vitales, la promesa de un inminente advenimiento de la Tercera República no servÃa para sacar de su letargo al Bello Durmiente en el que se habÃa convertido mi padre, yo poco más podÃa hacer.
Las cifras de contagios por la Covid no paraban de subir, sin embargo, y el Gobierno y demás guardianes del orden cerraban filas en torno a un leitmotiv tan peliagudo como jurÃdicamente bizantino: no habÃa que confundir a la persona con la institución. Solo que, mira por dónde, la monarquÃa es la única institución del Estado asociada a una persona concreta: Juan Carlos I es el único nombre propio que aparece en la Constitución (motivo más que suficiente para darle una vuelta a ese texto fundamental), y el primer requisito para ostentar la Jefatura del Estado es apellidarse Borbón.
La legitimidad histórica, la única en la que en las sociedades democráticas actuales puede sustentarse semejante institución anacrónica, tampoco ha sonreÃdo a esta familia, aficionada a la escopeta, el sexo y el dinero, desde hace tres siglos: en la Paz de Utrecht, aceptamos al primero de ellos a cambio de ceder Gibraltar a los ingleses. Felipe V, mermadas sus facultades mentales, abdicó en su hijo, que falleció antes de cumplir un año en el trono. Carlos III pudo ser el mejor alcalde que haya tenido Madrid (los de ahora se lo ponen fácil), pero introdujo a España en el comercio de esclavos; Carlos IV entregó su corona a Napoleón, y de su hijo Fernando VII nada bueno se puede decir. Una y otra vez, del motÃn de Esquilache o el de Aranjuez pasando por el pronunciamiento de Riego o la Revolución Gloriosa, el pueblo español se alzó contra ellos.
Unos cuantos reyes murieron en el exilio. La regente MarÃa Cristina dio inicio a una fructÃfera trayectoria de enriquecimientos ilÃcitos, que convirtió a los Borbones en mejores comisionistas que monarcas. El refranero popular dice que "A quien los suyos parece, honra merece", pero la ejemplaridad de Juan Carlos I, palabra vaciada de contenido por el abuso de discursos navideños, no alcanza a servir como modelo más que a los innumerables ladrones que a su sombra proliferaron en 40 años de democracia. Y campechano, en México, no significa más que una mezcla de licores que ya sabemos que nunca sienta bien.
La propaganda monárquica organiza desde hace también 40 años el concurso escolar "¿Qué es un rey para ti?", donde nuestros escolares rinden homenaje al Amado LÃder al modo de cualquier satrapÃa oriental. Se les pide que en sus trabajos de manualidades ensalcen la figura del monarca asociada a los valores democráticos, valga el contrasentido, y sus mentes infantiles, que siempre dan con la verdad, solo aciertan a dibujar monigotes con coronas grandes. Porque, ¿para qué sirve un rey en democracia?
El liberalismo decimonónico más conservador trató de resolver el atolladero teórico de la figura de un rey que ya no ostentaba la soberanÃa concibiendo un nuevo poder: el poder neutro. "Un rey reina pero no gobierna", zanjó el primer ministro francés Adolphe Thiers. Una institución concebida para no hacer nada, irresponsable de sus actos, como mucho moderadora de la vida polÃtica y árbitro imparcial (aunque el propio Felipe VI fallase también en esta tarea, al posicionarse frente al referéndum catalán para dejar de ser el rey de todos, también de los republicanos). Supuestamente ajena a la lucha de partidos y de clases, "inaccesible a todas las pasiones", como escribió Benjamin Constant y al releerlo hoy nos hace sonreÃr. Ya en el siglo VII Isidoro de Sevilla escribió en sus EtimologÃas que "El término rey deriva de regir... y pierde su condición si no obra rectamente".
SÃmbolo, dicen, de la unidad y la permanencia del Estado, como si tales conceptos pudiesen albergar alguna analogÃa con la realidad, la aspiración (tan intelectual como pueril) a la unidad e inmutabilidad del Ser, frente a lo fragmentario, lo "partido" y diverso de unas sociedades cada vez más plurales, siempre ha gozado, no obstante, de gran éxito desde tiempos de Parménides. Poco importa la respuesta de Heráclito y el rÃo que nunca trasporta la misma agua, o la evidencia cientÃfica de que nuestro cuerpo renueva la totalidad de sus células cada siete años, y ya no somos los mismos de ayer. Aferrarse a la creencia en la estabilidad de la monarquÃa, como de cualquier otra cosa, tiene mucho que ver con el miedo a la muerte que tanto sobrevuela hoy las UCIs de nuestros hospitales.
Pero la madurez polÃtica implica asumir la contingencia de lo humano, nos enseñó Maquiavelo. Los imperios se expanden para después caer, las civilizaciones, los sistemas polÃticos, se suceden. Desde la ultratumba, el vizconde de Chateaubriand ya nos vaticinaba en sus Memorias hace dos siglos: "SerÃa posible que España cambiase pronto su monarquÃa por una república (...). Es posible incluso que esta misma España subsista durante algún tiempo bajo la forma de un estado popular, si se conformase en repúblicas federadas, agregación que le es más propia que a ningún otro paÃs por la diversidad de sus reinos, sus costumbres, sus leyes e incluso sus lenguas".
No necesitamos una monarquÃa, sÃmbolo de algo que nunca existió, para afrontar nuestra diversidad. Sà necesitamos, en cambio, y frente al pesimismo de Horkheimer, mantener la esperanza de poder resarcir algún dÃa a las vÃctimas de la historia, todos esos hombres y mujeres que constituÃan lo mejor de este paÃs y que se llevó por delante la guerra civil, la represión, el exilio: un genocidio cultural, cientÃfico, ideológico que aún espera su plena reparación.
En el 90º aniversario de la proclamación de la Segunda República, el EmeritÃsimo sigue sin regresar de los desiertos remotos para rendir cuentas ante la justicia. Pero mi padre salió del coma y se recuperó, y ahora espera leyendo el último libro de Paul Preston, esa historia de Un pueblo traicionado que es el nuestro. Asà que podremos salir a la calle juntos ese dÃa a celebrarlo, aunque con la resaca del dÃa siguiente haya que elegir a un presidente, y salga quien salga, ya sabemos que tampoco nos va a gustar. Tal vez deberÃamos volver la vista a los primeros demócratas de la vieja Atenas, y asignar la jefatura del Estado por sorteo. Ese azar sà que constituirÃa el mejor sÃmbolo de España.
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