«La legalización de los vientres de alquiler, el contrato que permite que mujeres fértiles gesten hijos/as para terceras personas, ha irrumpido con inusitada premura en el debate público» (Nuño, 2020, p. 2). Esta afirmación es sin duda acertada, como acertado es empezar por constatar que esa irrupción trae aparejados problemas filosófico y morales, entendidos estos como lo que la humanidad sabe de sí y traduce en conceptos.
De entrada, hay que decir que la manera de nombrar esta práctica no es en ningún modo algo neutral e indiferente, como no suele serlo nunca la manera de conceptualizar cualquier fenómeno, ya que, como ha repetido en numerosas ocasiones la filósofa Celia Amorós, conceptualizar es politizar. Así, cuando nos encontramos con la denominación de «gestación por sustitución» o «gestación subrogada» nos movemos en el terreno de la visión positiva de esta práctica que se propone legitimarla. En el polo opuesto se sitúan quienes hablan de «vientres de alquiler» o de «úteros de alquiler»: con esta denominación se quiere enfatizar el carácter mercantilizado de esta práctica que se pretende que descansa sobre una relación contractual supuestamente libre de las partes. De este modo asistimos en nuestros días a la posibilidad real de comprar la capacidad reproductiva de una mujer y hacerlo, además, con su supuesto libre consentimiento en la forma de contrato. Pero no es baladí señalar cómo ese contrato recae fundamentalmente en mujeres pobres, como es el caso de las mujeres más empobrecidas de la India. De manera que no cabe hablar de «vientres de alquiler» sin tener presente esta variable de clase.
El hecho de que las Técnicas de Reproducción Asistida hagan posible en la actualidad, entre otras cosas, la gestación para terceros hace que el debate esté servido. Pero ese debate va más allá del hecho mismo, para enmarcarse en la reflexión filosófico-moral y en la misma perspectiva crítico-feminista. Esta perspectiva ha sido muy crítica con respecto a las determinadas bondades de una subrogación de la gestación o de un alquiler de vientres, incluso si se pretenda guiada sólo por fines altruistas. En el Reino Unido, Holanda y Bélgica existe una regulación en condiciones altruistas de esta práctica, así como, a excepción de Quebec, en Canadá. Este tipo de regulación comparte los argumentos conforme a los cuales, si bien esta práctica no es deseable en sí misma, la ley no puede ir en contra de la libre decisión sobre el propio cuerpo por razones altruistas, siempre que tal decisión no entrañe en ningún sentido relaciones contractuales injustas.
Ahora bien, la mujer que acepta firmar un contrato para recibir en el útero un embrión fecundado con gametos ajenos renuncia a la vez a sus derechos, como es el derecho de filiación, renuncia de antemano a decidir si desea o no mantener el fruto de su embarazo, renuncia de entrada a su condición de madre y, con todo esto, lo que está decretando en realidad es algo ilegítimo. Dicho en términos rousseaunianos, está consintiendo lo que es imposible consentir: su propia esclavitud.
La regulación de los vientres de alquiler, así como de la prostitución, antes que como ejercicios de la libertad contractual ya fueron interpretadas por la crítica feminista en los años 80 del siglo precedente como el signo de que se estaba produciendo una auténtica "transformación del patriarcado moderno". Ese patriarcado moderno supuso el reemplazo del patriarcado paternal propio del orden estamental. Con la nueva consigna de igualdad se abrió un nuevo modelo político que implica el contrato social entre individuos libres e iguales. Tal contrato moderno, del que somos herederas y herederos, encubre un contrato previo, el contrato sexual, por el cual las mujeres quedan relegadas a una posición de desigualdad y excluidas de la consideración de iguales y ciudadanas del nuevo orden surgido del contrato social. Pues bien, cabe entender que ese orden contractual moderno se está modificando hoy en día por la irrupción de fenómenos actuales, como por ejemplo la práctica de los vientres de alquiler: esto es lo que ya afirmó la teórica feminista Carol Pateman, al escribir que "El contrato de subrogación indica también que puede estar gestándose la transformación del patriarcado moderno. El derecho paterno está reapareciendo en una forma contractual nueva" (Pateman, 1995, p. 288).
Siguiendo a esta pensadora, la gestación subrogada lo que hace «no es liberar a la mujer sino reproducir el modelo contractual que rige de manera jerárquica las relaciones entre hombres y mujeres, en el que siempre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres han sido objeto de compraventa e intercambio» (Salazar Benítez, 2018, p. 199). Se trata, en fin, de cuestionar que, en un sistema de desigualdad estructural como el sistema patriarcal, se pueda realmente defender que hay libre consentimiento por parte de las mujeres a la mercantilización de sus cuerpos, sea en la forma de la prostitución, sea en la práctica de los vientres de alquiler.
La maternidad/paternidad ̶ con el desarrollo de las Técnicas de Reproducción Asistida y su aplicación a la práctica de los vientres o úteros de alquiler ̶ ha dejado de ser solo un hecho y se ha convertido también en una intención. No en balde se habla para los padres y/o madres contratantes de padres y/o madres intencionales. Pero cabe que nos preguntemos en qué consiste eso de la intencionalidad: parece claro que la conciencia y la intencionalidad suelen ir asociadas a la subjetividad. Y la subjetividad no es precisamente el ámbito en el que se mueven las leyes. En otras palabras, la intencionalidad de convertirse en padres/madres, el deseo subjetivo de determinados individuos, no es suficiente para fundamentar una política jurídica que promulgue leyes que conviertan ese deseo subjetivo en un derecho a proteger.
El carácter contractual de esta práctica ̶ incluso en el caso de una motivación altruista en la que solo se cubren los costes de la atención requerida por la madre gestante ̶ revela que la función de la madre contratada o alquilada no es otra que la de ceder o renunciar de entrada al fruto de su embarazo en pro de los progenitores contratantes. Pero si la gestante contrata el uso de su vientre al objeto de engendrar un hijo o hija para otros y pretendemos que lo hace libremente, no es posible aceptar como cláusula de ese contrato que no pueda retractarse de su decisión ni durante el embarazo ni al término de este. Esta cláusula, sin embargo, está presente y es parte central de todo contrato de alquiler de vientres, con lo cual la supuesta libertad y autonomía de la contratada no quedan así garantizadas más que para una parte, y no la principal, del proceso contratado, esto es, para el momento preciso de sellar el pacto. A partir de ahí, sin embargo, queda totalmente coartada la posibilidad de retractación, cosa que en principio cualquier otro tipo de libre contrato contempla. En definitiva, cabe decir que, con este contrato, la madre de alquiler firma la coerción de su propia capacidad de auto-determinación.
Finalmente hay que plantearse que con los vientres de alquiler -independientemente de si hay remuneración directa o sólo pago para cubrir las necesidades propias del proceso- la capacidad reproductiva de la gestante se convierte en una mercancía que anula la identidad de la mujer reduciéndola a un medio, precisamente el de ser un receptáculo vacío o vasija, del mismo modo que en la prostitución es reducida a un medio para la explotación sexual por parte de otros. En ambos casos, los cuerpos y sus partes se convierten en objetos o mercancías, de modo que se mercantiliza lo que no puede ser mercantilizado (Balaguer, 2017, p. 22). Y esa mercantilización refuerza la desigualdad estructural entre los sexos propia de un sistema patriarcal: es decir, se produce en el contexto en el que las decisiones y elecciones de las mujeres están ya de antemano lastradas por un consentimiento viciado que no responde a las exigibles relaciones de igualdad real de las partes a la hora de consentir o no. Y ahí es donde se debería jugar, en esta arena, el debate feminista actual sobre esta práctica de los vientres de alquiler. Una práctica cuya legalización no contribuye precisamente a la libertad y la igualdad de las mujeres. Lejos de ello, solo fortalece el ancestral sistema patriarcal remozado con las exigencias del actual y globalizado mercado neoliberal
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