Otras miradas

Elecciones en Ecuador y Perú, cuando se impone el rechazo

Sergio Pascual

Miembro del Consejo Ejecutivo de CELAG y exdiputado

El presidente electo de Ecuador, Guillermo Lasso (i), habla junto al actual mandatario, Lenín Moreno (d), durante una reunión en el Palacio de Gobierno, en Quito (Ecuador). Moreno y su sucesor, Guillermo Lasso, inician este lunes la transición de Gobierno con una primera reunión enfocada en la vacunación contra la covid-19 y la crisis económica. EFE/ José Jácome
El presidente electo de Ecuador, Guillermo Lasso (i), habla junto al actual mandatario, Lenín Moreno (d), durante una reunión en el Palacio de Gobierno, en Quito (Ecuador). Moreno y su sucesor, Guillermo Lasso, inician este lunes la transición de Gobierno con una primera reunión enfocada en la vacunación contra la covid-19 y la crisis económica. EFE/ José Jácome

En la mañana del domingo 11 de abril las calles del sur de Quito eran un hervidero. En las zonas populares de las ciudades ecuatorianas la jornada electoral es una fiesta. No es un eufemismo. Los ecuatorianos y ecuatorianas votan en familia, se encuentran en los momentos electorales y mantienen su dirección censal en la residencia familiar años más tarde de haberla abandonado.

En ese Ecuador es en el que el banquero Guillermo Lasso se impuso con claridad en las urnas, y contra pronóstico, al candidato del correísmo, Andrés Arauz.

Entre tanto en un Perú devastado por la pandemia, sorpresivamente se impuso Pedro Castillo, un candidato heterodoxo, iliberal en lo institucional, populista de izquierdas en lo político-económico y reaccionario en lo moral. Ninguna encuesta lo había previsto una semana antes. Con un pírrico 18% de los votos fue el candidato más votado y pasó a la segunda vuelta.

Más allá de las particularidades de cada proceso, de las heterogéneas idiosincrasias nacionales y de la dificultad para establecer paralelismos, cabría preguntarse, ¿hay algún elemento común que explique la enorme incertidumbre con que se vivieron ambas jornadas electorales?, ¿alguna explicación para lo inexplicable de ambos fenómenos?

Pareciera que sí. Tanto en Ecuador como en Perú la elección la acabaron decantando los electores para los que ninguna de las opciones de la oferta electoral resultaban deseables.

Efectivamente, en Ecuador, en diciembre de 2020, hace apenas 4 meses, el 66% de los ecuatorianos decían no estar dispuestos a votar a Lasso en ningún caso. Así ha sido, le ha votado el 33,7% de los ecuatorianos con derecho a voto, ni uno más. En un clima de alto absentismo (17%) y voto nulo y blanco (un 15%) este magro resultado le ha bastado. En la primera vuelta, el 7 de febrero, Lasso apenas obtuvo el 14% de los sufragios habilitados.

Respecto a Aráuz se hizo con el 32,3% de los posibles sufragios, un respaldo proporcional al que las encuestas atribuían al correísmo como identidad política en el Ecuador. En primera vuelta otras opciones electorales como Xavier Hervás o Yaku Pérez y candidaturas locales obtenían el 40% de los votos. El voto nulo y el blanco sumaron el 11%.

Lo cierto es que más de la mitad de los ecuatorianos rechazaban el  7 de febrero votar la candidatura correísta o la del banquero.

A la vista de estas cifras resulta evidente colegir que esa mitad de los ecuatorianos y ecuatorianas fueron a las urnas el 11 de abril obligados a elegir lo que les parecía el "mal menor". El rechazo que despertaban ambos candidatos entre los votantes que eligieron otras opciones en primera vuelta abocaban la elección a una competición no tanto por seducir a nuevos votantes como a resultar la opción menos indeseable.

Ecuador acudió además a las urnas en medio de una profunda crisis económica (en agosto pasado el 60% de sus ciudadanos habían perdido más de la mitad de sus ingresos), sanitaria (fue el país más golpeado de América Latina en la primera ola de la covid-19) y, sobre todo, política. La disputa entre los expresidentes Lenín Moreno y Rafael Correa (antaño socios y amigos) han marcado los últimos cuatro años en los que el correísmo ha sido fuertemente estigmatizado. Al margen de la más que cuestionable solidez y veracidad sobre las acusaciones, lo cierto es que los medios de comunicación lograron construir una identificación fuerte entre correísmo y corrupción. Escogiendo los símbolos más notorios de este paradigma (el encarcelamiento del exvicepresidente Jorge Glas y el exilio de los exresponsables de comunicación del gobierno de Correa), los adversarios al correísmo lograron eclipsar los éxitos de una década de Gobierno para instalar el marco comunicativo de  la corrupción en la conversación pública ecuatoriana.

Una época para olvidar, la de la corrupción -cierta o no- y la desastrosa gestión de Lenin Moreno. Y aquí es cuando, aunque resulte paradójico, la idea de dejar atrás a Lenin Moreno, pasar esa página, también en cierta medida alimentó la idea de pasar página del correísmo. Sí, a pesar de que en los últimos tres años Moreno y Correa hayan sido enemigos mortales. Este es un fenómeno habitual en política: en momentos de fuertes transiciones los electores eligen dejar atrás no solo a gobernantes execrables sino también a sus opositores. Así ocurrió en la transición española, cuando el Partido Comunista, que articuló la resistencia y el combate contra el franquismo, se vio desplazado en las urnas apenas quedó atrás la dictadura. Entonces los españoles decidieron decir adiós no no solo al franquismo en particular, sino la época franquista en general, y eso incluía a sus más feroces opositores.

En ese sentido, la época del correísmo es también la de Lenin Moreno. Lo es porque Lenin Moreno es en si mismo un subproducto de la era correísta, a la sazón su candidato en 2017: fue exvicepresidente de Rafael Correa y a la postre su opositor más duro.

La candidatura correísta tenía un reto monumental en las recientes elecciones: de un lado, incorporar a los votantes que no creyeron la matriz mediática de la corrupción y que reconocen los logros de una década virtuosa de gobierno con Rafael Correa en la presidencia; de otro lado, superar el estigma del fiasco de la anterior candidatura, la de Lenin Moreno, y la percepción de corrupción -fuera ésta real o no-. Misión imposible para el último candidato del correísmo, Andrés Arauz, un desconocido cuyo único capital político era haber sido designado por el mismo Correa. Cada paso hacia la autocrítica del correísmo encendía naturalmente la alarma de una nueva "traición".

Por decirlo con otras palabras y haciendo política ficción: ¿habría podido vencer un candidato desconocido designado por el kirchnerismo en Argentina tras un Gobierno de un Scioli -su candidato en 2015- en el que éste hubiera traicionado a sus mentores? Probablemente no.

En la práctica, la campaña anticorreísta se acabó construyendo sobre dos sólidos pilares: la mencionada identificación correísmo-corrupción y el rechazo a Lenin Moreno. En agosto de 2020, en una encuesta de CELAG, preguntábamos por "lo peor del Gobierno de Rafael Correa" y el resultado era claro: 44% la corrupción, 31% haber elegido a Lenin Moreno.

Así, a pesar de que Guillermo Lasso sostuvo a Lenin Moreno en la Asamblea Nacional y lo apoyó cuando reprimió al movimiento indígena en octubre de 2019, en la práctica pesó más la identificación de Moreno con la era correísta: primero como parte del Gobierno de Correa y luego como su adversario, pero a la postre parte de la misma trama histórica que muchos ecuatorianos quisieron dejar atrás.

Quizá, solo quizá, la posibilidad del retorno del correísmo a Ecuador no solo pasa por retejer los lazos con el movimiento indígena; o por la incorporación de líderes que aporten trayectorias personales ajenas a la historia correísta; quizá también es imprescindible acumular la experiencia de un periodo de oposición completa, el proceso de acumulación de percepciones que supondrá para la población ecuatoriana atravesar un periodo de Gobierno genuinamente opuesto al correísmo, y no solo el de un traidor nacido de su propio seno.

En una coyuntura de profunda crisis sanitaria y económica, el mal menor para los ecuatorianos ha resultado ser cualquier opción que efectivamente dejara atrás la era del correísmo, la de Lenin y la de la corrupción percibida, aunque al hacerlo tiraran al niño -la década ganada del correísmo- con el agua sucia.

Este es el contexto en que dos tercios de los ecuatorianos se decantaron el 11 de abril por un cambio de época: la mitad se abstuvo de elegir a uno u otro candidato, la otra mitad apoyó a Lasso.

Me aventuro a decir que cualquier alternativa en segunda vuelta, otro candidato distinto a Lasso, aunque fuera el pato Donald, habría recibido un apoyo mayor. Haría mal Lasso en pensar que el 52% de los ecuatorianos lo ha respaldado. Sus votos son prestados.

Elegir al mal menor. Otro tanto ocurría en un Perú en el que ningún candidato alcanzaba el 20%. Hasta la emergencia de Pedro Castillo todas las opciones podían ser identificadas con la continuidad del sistema político-institucional peruano. Todos eran políticos conocidos con trayectorias aquilatadas: desde Verónika Mendoza a Hernando de Soto pasando por Yonhy Lescano y Keiko Fujimori. Todos, incluso aquellos que se opusieron a los últimos gobiernos y tímidamente apuntaron la posibilidad de un cambio constitucional -como la progresista Mendoza- forman parte de un modo u otro del Perú que los peruanos quieren dejar atrás.

Castillo irrumpió con un mensaje claro: una nueva Constitución para cambiarlo todo. Con ese mensaje como palanca y sintonizando tanto con los sentidos comunes progresistas -la recuperación de la renta minera- como con los sentidos comunes reaccionarios -prohibición del aborto o pena de muerte-, Castillo se erigió en el candidato del cambio con apenas el 18% de los votos.

La segunda vuelta electoral en Perú se celebrará el 6 junio, pero entre tanto ya es posible sacar un aprendizaje del ‘superdomingo’ electoral latinoamericano: soplan vientos de cambio y aquellos que mejor sepan navegarlos tendrán la suerte de cara.

Más Noticias