Otras miradas

La culpa es mía

Marta Nebot

Sanitarios atienden a un paciente de Covid-19 en la UCI de un hospital barcelonés. / EFE
Sanitarios atienden a un paciente de Covid-19 en la UCI de un hospital barcelonés. / EFE

La primera incógnita que se lanzó al aire esa tarde fue si la gestión de la salud es o no movilizadora del voto y la hiel me vino a la garganta. ¿Elegimos o no nuestra papeleta en función de eso?, preguntó Agus Morales en el Círculo de Bellas Artes, hace unos días, en la presentación del número 6 de la revista que dirige, 5W, ante un buen puñado de madrileños enmascarados sentados en sillas a dos metros de distancia cada una, en una sala rigurosamente blanca con las ventanas muy abiertas.

Este número de 5W, como todos los anteriores, es un monográfico monumental digno de todas las estanterías y memorias, fruto del trabajo riguroso de un año. Va sobre la salud, antes y durante la pandemia, sobre en qué lugar la poníamos y la ponemos ahora, sobre cómo se gestiona la enfermedad en el mundo, sobre qué hemos entregado a cambio de salvarnos, sobre de qué y por qué nos morimos, sobre el futuro de la medicina, sobre la soledad abismal inédita por la que hemos pasado y más cosas. Y los relatos vienen envueltos en palabras hechas crónica, poema, entrevista o ensayo y en imágenes hechas foto, crónica visual o cuadro artístico. En esta revista, que podríamos llamar libro periodístico, todo es reflexión, todo cuenta algo importante para hoy y para el futuro.

Antes de leerla yo no sabía que la gripe española de 1918, el antecedente pandémico más parecido que hemos vivido –50 millones de muertos registrados entonces, aunque se calcula que fueron el doble– se llama así porque Europa, sumida en la primera guerra mundial, decidió censurar la cuestión –aunque la gripe mató más que aquella guerra– y España, que estaba al margen de la contienda, era la única que informaba. ¡Vaya! La España informadora tan distinta de la España censora de la que habló en la presentación Anna Surinyach, la editora gráfica de la revista.

Anna contó que durante los primeras quince días del estado de alarma fue completamente imposible entrar en ninguna unidad de cuidados intensivos en ninguna comunidad autónoma y cómo fue ser la primera en entrar y qué se encontró y cómo consiguió permiso para publicar sus fotografías en cuanto vieron lo que fotografiaba. Añadió al relato la rabia que le dio –como hija de médicos– ser consciente de que la dejaron entrar el día que llegaron los epis nuevos y la rabia que le dio– como fotógrafa– ser consciente también de todas las fotos que se había perdido y le contaron:  urgencias con los pasillos llenos de enfermos por los suelos, pilas de ataúdes, sanitarios protegidos con bolsas  de basura negras de plástico...  Un infierno habitado por profesionales dejándose la piel, por algunos supervivientes y muchos muertos.

Anna subrayó que su crónica de entonces fue la de héroes que trabajaban por encima de sus posibilidades, a los que aplaudíamos cada tarde a las ocho para que no decayeran, porque de ellos dependíamos todos. Contrapuso esa instantánea, esta vez hecha con palabras, a la que en estos momentos refleja el presunto principio del fin con la llegada masiva de vacunas:  la foto de ahora es la de médicos prejubilados, como su padre, porque ya no podían más, profesionales sanitarios que han abandonado la profesión en masa, los salvadores agotados y enfermos cuya movilización para mejorar su situación y, por lo tanto la nuestra, ha quedado en nada por falta de apoyos. Anna hizo el retrato de la vergüenza de una sociedad tan desagradecida como estúpida y esta vez lo hizo sin su cámara de fotos.

Terminada su intervención se abrió el turno de los enmascarados entre los que me encontraba. Su discurso generó debate sobre la censura y sobre la falta de archivo gráfico de lo peor de la pandemia. A mí me dio por recordar cómo era salir de casa, atravesar un Madrid fantasmal para volver a los platós de televisión a intentar analizar el caos inédito contra las mismas consignas políticas de siempre.  Estábamos tan asustados, todos encerrados, conscientes de que nadie se podía poner enfermo porque los hospitales estaban colapsados y, sin embargo, el debate seguía siendo el de azules contra rojos o viceversa.

Alguien contó que en TV3 el Govern les pidió que no cargaran las tintas, que la situación era delicada. Yo, en Telemadrid y en las privadas (en las públicas no trabajaba), no viví nada parecido; sin embargo, esa tarde confesé desde detrás de mi máscara, sin dar mi nombre, anónima hasta cierto punto, que me autocensuré, que pensé que era mi manera de arrimar el hombro. No es que mintiera, ni dejara de contar, es que evité las hipótesis más macabras para no ponernos más nerviosos de lo que ya estábamos. Hipótesis que en algunos casos después se confirmaron. Hablé de paternalismo, del estatal y del personal, y me acordé de las residencias y reconocí que a día de hoy todavía no sé si me equivoqué por no haberla liado más cuando lo que ocurría solo era un rumor. Quizá si no nos hubiéramos autocensurado podríamos haber parado antes lo que siguió pasando en aquellos infiernos peores que los hospitalarios. Anna reconoció que no es lo mismo escribir o fotografiar para minorías que hablar en medios con millones de televidentes en pleno caos. A pesar de su comprensión, declaré que todavía hoy no sé si me equivoqué o si podía haber hecho más de lo que hice y no era solo una declaración.

Después pidió la palabra un hombre de unos sesenta años, si la máscara no me engaña, visiblemente enfadado. Se presentó como técnico sanitario de una residencia de ancianos madrileña e intentando controlar su ira, que se le escapaba de la mascarilla y por las manos, declaró como lanzando puñales de palabras que los periodistas habíamos sido muy cobardes, que no habíamos hecho nuestro trabajo, que a él y a sus compañeros les prohibieron hablar con la prensa, que vio cosas que no va a poder olvidar y que él hubiera grabado a escondidas si alguien se lo hubiera pedido, pero que nadie se lo pidió.

Entonces una compañera de TVE cogió el relevo para contarle y contarnos que estuvo día tras día a las puertas de esas residencias donde el blackout fue mucho más largo. No hubo manera de entrar, recordó. Solo lo consiguieron cuando las residencias más arregladas dejaron entrar familiares y permitieron que se grabaran esos encuentros tan conmovedores. Sus informadores, contó, fueron los familiares desesperadas.

Terminada la presentación, algunos me confesaron que tenían la misma duda que había expuesto sobre sí mismos. Supongo que en un país de tradición tan católica como el nuestro, tan de culpas, la culpa da para todos. Hasta el técnico sanitario iracundo probablemente en algún momento reconocerá que algunos como él buscaron dónde denunciar y lo hicieron. Quizá por eso estaba tan enfadado.

Él y todos necesitaremos tiempo para digerir lo que nos pasó, para la autocrítica y para perdonarnos por no haber sabido hacerlo mejor.  Esperemos que la digestión no nos lleve, como parece, solo al olvido.

En Cataluña, donde se hace 5W y en Madrid, donde nos la presentaron, ganaron en sendas recientes elecciones autonómicas los que abandonaron a nuestros mayores y prohibieron que la prensa entrara a contarlo. Son los mismos que  llevan muchos años allí y acá privatizando y recortando nuestra salud pública.

La hiel seguía ahí cuando el acto terminó porque la mayoría en Madrid y en Catalunya, después del colapso vivido, no eligió su papeleta en función de la gestión de la salud o peor, ¿la mayoría en Madrid y en Cataluña no cree que se pueda gestionar mejor?

Como en los buenos encuentros entre periodistas, lo que nos llevamos fueron más preguntas.

 

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