Otras miradas

La estafa

Oti Corona (@LaCrono__)

La nómina de su esposo cuenta con algunos suplementos y por eso se ha considerado oportuno por parte de la concurrencia que sea ella la que se reduzca la jornada para cuidar de su primer hijo; puedes abandonar a tu bebé en uno de esos almacenes subvencionados unas pocas horas al día, pero una jornada completa multiplica el riesgo de que se convierta en un leproso. Su marido le dice que tranquila, que irán tirando con sueldo y medio y que lo importante es permanecer unidos, sale por la puerta y no regresa hasta la medianoche porque no sabes lo que es trabajar en ese bufete del demonio.

Transcurre un lustro, la mujer se habitúa a la maternidad, busca las mejores recetas para su peque, que no hay forma de que se termine el brócoli, no lo quiere, y fíjate que anda por el percentil cuarenta y ocho, qué voy a hacer, Dios mío. Él, hombre cabal, se obliga a ignorar las nimiedades que quitan el sueño a su esposa y, ya que ella se ocupa de los niños, él se vuelca en el trabajo duro y cena con el líder de sección los martes y los viernes. No le queda tiempo para nada y encima una noche llega a casa y se encuentra con que su mujer vuelve a estar de parto, no se la puede dejar sola. En medio del alboroto que ocasiona la llegada del segundo, él se marca un par de ascensos y se convierte en el hombre imprescindible del despacho, en la mano derecha de un señor muy influyente, en el que está ahí cuando se le necesita.

A ella no se le escapa el detalle de que se está empobreciendo mientras su marido trepa, pero se siente extraña ante tales pensamientos. A las mujeres, por norma general, nos gusta ser precarias, vivir bajo la capa protectora de un hombre que nos rodee con esas dos columnas que son sus brazos, que nos deje ponerle los pies helados en la espalda las frías noches de febrero o, en su defecto, que nos salude cuando pasa por la puerta. Algunas tardes tiene la cabeza como un saco de bongos y entonces enhebra una llamada de auxilio: recuerda a su esposo que ella también trabaja y que, aunque le han reducido el sueldo, las labores son las mismas, los críos no paran, no le da la vida, otra vez tiene que salir a por cereales y está harta de carreras. Él amortigua el golpe con un ramazo de flores el día de la madre, adquiere ropa y calzado adecuados, gafas de sol, pulsómetro, una funda para el móvil y un vistoso cortavientos, y se mete a runner.

El pequeño por fin echa bigote y se termina la reducción de jornada. Recupera su tiempo para el mundo laboral y sus ochocientos euros brutos, sin que ni una cosa ni otra sean excusa para dejar de ocuparse como antes de los suyos. Su marido ha promocionado a supervisor del Departamento de asaltos y estulticios y necesita mucha ropa limpia y mucho café; de eso se ocupa ella, que se le da mejor y además ya es costumbre. Él intenta ayudar pero se hace un lío con el vestuario de los niños, no sabe si camiseta o jersey y luego está el misterio de las mochilas, los días que toca fruta y la ropa de educación física, él así no puede, lo complican tanto y la única solución es que ella se olvide del turno rotatorio y pierda en consecuencia el plus de nocturnidad. Se adapta al horario de mañanas, que además le deja las tardes libres para andar repartiendo niños de una extraescolar a otra. En esas andan cuando el abuelo empina el codo más de la cuenta, se cae de la barra del bar Los Amigos y se parte la cadera por tres sitios. Alguien tendrá que cuidar del anciano y todos saben quién va a ser. El marido le propone una excedencia y ella acepta porque total.

La vida pasa volando, ahora un hijo, luego otro, después de los quince meses de excedencia por la caída del abuelo vino un enfermito y luego a la abuela se le fue la cabeza, la carrera laboral de él siempre en ascenso y la de ella a trompicones. Al fin a los dos tortolitos les llega la edad de jubilación y ambos observan sin sorpresas que la pensión de él roza los mil quinientos euros y la de ella no llega a ochocientos.

–Si no estuviera enamorada de ti como una perra, sentiría que me has estado estafando –le suelta ella una mañana durante el desayuno.

Él la mira y suspira. Qué gruñona se ha vuelto con los años. Y hay que ver lo gorda que se ha puesto.

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