La Historia se repite. Después de las guerras y de las catástrofes, aparecen los especuladores para hacer grandes negocios. En Madrid, la especulación viene campando desde hace tiempo: el pelotazo urbanístico de la operación Chamartín, la entrada a saco de las plataformas de negocio de los pisos turísticos, vehículos de turismo con conductor (VTC) frente al taxi, multinacionales de reparto a domicilio y casas de apuestas en barrios populares. Pero se está acelerando con el actual gobierno municipal de la derecha y aprovechando la pandemia ocasionada por el coronavirus. Quieren seguir apoderándose del espacio urbano, reforzando su mercantilización con la proliferación de terrazas, cocinas industriales, plataformas logísticas o almacenes de última milla, aparcamientos disuasorios mal situados y grandes superficies dedicadas al ocio en mitad de la ciudad. Se autorizan actividades sin estudios serios de movilidad ni de impacto social y ambiental en zonas residenciales, que colapsan el tráfico y las aceras con vehículos de reparto, y llenan las calles de ruidos, humos y gases de efecto invernadero.
Está bien que se recupere la actividad y el empleo, que se abran nuevas tiendas y negocios, más aún después del golpe de la pandemia. El límite está en que sean compatibles con el bienestar del vecindario y la sostenibilidad medioambiental. Pero la ciudad-mercancía rompe este equilibrio, cuando la intervención y privatización de los espacios públicos urbanos prioriza el beneficio económico sobre la calidad de vida de las personas. Es una agresión cambiar los usos del suelo urbano en pro del negocio y hacerlo en contra de la ciudadanía. Esta ofensiva se produce al mismo tiempo que el ataque a servicios esenciales como la sanidad y la educación pública, y el abandono de las necesidades de los barrios populares. El centro de la ciudad se gentrifica y se uberiza, y se convierte en un parque temático para el turismo. Este modelo, básicamente especulativo, tiene poco que ver con la economía real, con la calidad del empleo y con una ciudad saludable.
Detrás de todo suele haber una comunión entre ayuntamientos e intereses especulativos de grupos empresariales incrustados en las estructuras de poder y con una relación privilegiada con partidos políticos a los que financian de una u otra manera, generalmente de forma opaca. Ello se traduce en una interpretación torticera de las ordenanzas y normas para la concesión de licencias. Así, de forma irregular, aprovechan atajos que suprimen requisitos garantistas y evitan la participación ciudadana. Hay ayuntamientos que se convierten en títeres de los intereses de fondos buitres y rentistas, al tiempo que se benefician haciendo caja con las plusvalías urbanas y con mecanismos poco transparentes. Este modelo basado en la desregulación combina ilegalidades, alegalidades y corrupciones y, ya se sabe, cuando no hay reglas prevalece la ley de la selva, en la que se mueven a gusto los depredadores.
Para que esta estrategia funcione, es necesario desmontar o debilitar la organización vecinal y todas las redes de resistencia colectiva. Las vías son múltiples. Desde la utilización de las instituciones, como hace el Ayuntamiento de Madrid retirando ayudas a las asociaciones de vecinos, al cierre (o al intento) de centros sociales y vecinales: La Ingobernable, EVA de Legazpi, centro de apoyo a mujeres en Tetuán, CSO La Casika, etc. También hay empresas de las cocinas industriales que pagan a vecinos y a comunidades para que no protesten ni demanden.
Poner la ciudad al servicio del negocio es ignorar las nuevas tendencias que se están desarrollando en importantes ciudades del mundo. Ahora mismo, el debate se produce sobre cómo hacer ciudad sin destruir el tejido social y material, y sin afectar negativamente al bienestar de la ciudadanía. Ello pasa por la lucha contra las desigualdades, por la justicia social y por un diseño de ciudad de futuro vinculada a la lucha contra el cambio climático. En este sentido, hay que mejorar la calidad del aire con más zonas verdes, una movilidad sostenible y un transporte público de calidad. También habrá que renovar los barrios y las viviendas, repensar la iluminación y reducir los ruidos, que es el segundo factor de contaminación después de la polución del aire.
Si, como dice Zaida Muti, la ciudad es la expresión física de las sociedades, es necesario repensarla, transformarla y proponer espacios urbanos con criterios de igualdad y de cuidados. La lucha por el espacio urbano es económica y de clase. Se trata, en suma, de humanizar la ciudad, de aplicar en ella un urbanismo feminista, de conseguir una ciudad amable al servicio y para el cuidado de todas las personas que la habitan. Sirva de ejemplo la ciudad de los niños y niñas que viene proponiendo el pedagogo Francesco Tonucci desde hace tiempo. Pero la tendencia actual en Madrid es la contraria, por el auge de la especulación que produce el neoliberalismo voraz del Partido Popular.
Por ello hay que cuestionar este modelo anticuado de ciudad que nos retrotrae a tiempos pasados. La primera revolución industrial situó la industria en la periferia y cuando creció la ciudad la desplazó fuera. Ahora vuelven, con otras formas, a mezclarse zonas residenciales y de negocio. Y eso no es sostenible desde el punto de vista ambiental. Y va a contracorriente de la demanda democrática que exige que las ciudades estén al servicio de las personas y que los ciudadanos puedan participar y decidir sobre su uso. Uno de los principales problemas de Madrid es que no hay una planificación urbanística a escala de comunidad autónoma, lo que crea grandes desigualdades territoriales y sociales entre el Norte y el Sur. Para frenar este modelo de anticiudad, para conseguir equilibrios que reduzcan las desigualdades sociales y territoriales, hace falta movilización y cambio político.
Es bueno recordar que después de las catástrofes y crisis, también emergen movimientos en defensa del bien común. Por ejemplo, los avances sociales y el fortalecimiento del sector público en Reino Unido tras la segunda Guerra Mundial, que tan bien explica Ken Loach en "El espíritu del 45". O lo que analiza Rebecca Solnit en su Paraíso en el infierno.
Ahora, también en Madrid, se están produciendo movilizaciones ciudadanas con las que he tomado contacto estos meses. Por ejemplo, contra las cocinas fantasmas, en Tetuán o Arganzuela, que son auténticas fábricas de alimentos en mitad de la ciudad. Hay que destacar la lucha de las familias del colegio público Miguel de Unamuno, cuyos 900 alumnos tienen cuatro gigantescas y amenazadoras chimeneas encima de su patio. La resistencia vecinal en Villaverde contra la Plataforma Logística en los antiguos solares de Barreiros. Las concentraciones de vecinos en el llamado Espacio Delicias, en suelo de Adif, para unas macro instalaciones de ocio, saltándose los acuerdos que destinaban dicho suelo a dotaciones públicas educativas y culturales. La lucha de las asociaciones de vecinos de Chamberí, Retiro, Arganzuela, etc. contra la invasión de las terrazas.
Y está habiendo victorias. La del AMPA del CEIP Juan Zaragüeta en Hortaleza, que ha conseguido recuperar para un parque infantil el parking que el ayuntamiento había cedido a Iberdrola. La movilización contra los aparcamientos disuasorios de Hortaleza y Tres Olivos ha logrado paralizarlos, porque eran un disparate al estar dentro de la ciudad y no en la periferia. Por las protestas vecinales, el alcalde Almeida se está pensando no renovar Mad Beach, el especio de conciertos en la Casa de Campo. Está claro que empieza a oler a elecciones. De aquí se desprende una enseñanza: si se mantienen las resistencias vecinales, habrá más triunfos a medida que se aproximen las municipales de 2023. Y entramos en la segunda cuestión, tan importante como la anterior: tendrá que impulsarse un cambio político en menos de dos años para que la ciudad de todas y de todos no se convierta en la ciudad del business de unos pocos.
Comentarios
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