Hace unos días la vicepresidenta primera del Gobierno, Nadia Calviño, declaraba que el aumento del impuesto de sociedades hasta el 15% -medida que figura en el acuerdo de coalición entre PSOE y Unidas Podemos- debería "esperar hasta que se consolide la recuperación económica". Calviño empleaba el mismo argumento que se ha usado para intentar frenar la subida del Salario Mínimo Interprofesional, la regulación del precio de los alquileres o, en definitiva, cualquier medida que suponga poner límites a los beneficios de las grandes empresas.
La metonimia, que identifica el todo -la recuperación de la economía- con una parte -los beneficios de las grandes empresas- nos da la pista sobre el enfoque que se da al tema de la subida del impuesto de sociedades: el progreso económico del país solo es posible por la acumulación del beneficio privado.
El encuadre o framing puede definirse como un proceso por el que se seleccionan algunos aspectos de la realidad a los que se les otorga un mayor énfasis, de manera que esos motivos resaltados constituyen la base sobre la que se define el problema, sus causas y, claro está, las soluciones.
La figura de pensamiento opera como una lupa: selecciona, enfatiza y excluye. Selecciona y enfatiza: la "recuperación de la economía" se cifra en mantener-acrecentar los beneficios de las grandes empresas; mientras eso no ocurra queda legitimado suspender hasta los preceptos constitucionales, como el artículo 31 de la Constitución. "Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad...".
Actualmente, la media de los españoles tributa alrededor del 15% - 20% mientras que las grandes empresas pueden hacerlo al 3% o directamente al 0%, gracias al sistema de deducciones; 22 multinacionales españolas pagan un impuesto de sociedades medio del 1,3% de su beneficio global.
La "llave de paso" que permite el desplazamiento semántico de la metonimia es el topos siguiente: "los beneficios privados garantizan el bienestar público". O, dicho de otra forma, son los grandes empresarios los creadores de la riqueza, mientras que trabajadores y trabajadoras serían simples auxiliares y, en última instancia, beneficiarios. Asumido este axioma como un mantra, buena parte de la sociedad no repara en que es al revés: es la población trabajadora la que crea la riqueza del país y de las empresas, al mismo tiempo que hace posible que estas ganen esos beneficios privados (o privatizados) que les permiten la creación de nuevos empleos para poder repetir el proceso a escala cada vez mayor. Es lo que se llama acumulación de capital, solo posible por la condición social a la que se ve sometida la clase trabajadora, que la obliga a dejarse explotar como único medio de poder ganar la renta necesaria para comprar los bienes y servicios básicos para la supervivencia de las familias.
El excanciller alemán Helmut Schmidt resumió perfectamente esa creencia mítica en su famosa secuencia Beneficios–Inversión–Puestos de trabajo: "los sacrificios salariales de hoy son los beneficios empresariales de mañana, y la inversión y los puestos de trabajo de pasado mañana", que constituye la justificación teórica del programa neoliberal. Bajo el potente foco de la metonimia, puesto en el beneficio de las grandes empresas, el papel de la clase trabajadora queda en la sombra, excluida de la ecuación de la creación de riqueza, hecho que justifica los sacrificios salariales y las escandalosas cifras de pobreza y de desigualdad.
Ese aspecto colateral, tan doloroso y siniestro, de la ausencia de justicia social encontró una salida en la metáfora de la "mano invisible", según la cual la persecución de los beneficios privados, del interés individual, llevaría –gracias a la capacidad de autorregulación del mercado ("tendencia al equilibrio", "orden espontáneo")- a la asignación más eficiente y equitativa tanto de los recursos como del producto de la actividad económica. Y es así como llegamos desde la exaltación del egoísmo más puro, a través de un salto lógico inexplicable, al bienestar general sin necesidad de ningún tipo intervención política por parte del Estado.
Ya antes que Adam Smith, y en una formulación más cínica, Bernard de Mandeville (La fábula de las abejas o Vicios privados, Beneficios públicos) había desarrollado la tesis de la utilidad social del egoísmo: incluso los vicios de los individuos -se entiende, de aquellos que disponen de recursos suficientes para permitírselos- son necesarios para el bienestar y el progreso social. Los vicios privados contribuyen al bien público, mientras que las acciones altruistas pueden llegar a ser realmente dañinas para la mayoría social. Tanto la metáfora de "la mano invisible" como "la fábula de las abejas" trataban de hacer lógica y moralmente compatibles la búsqueda del interés individual con el imperativo ético del máximo beneficio para todos. Y para ello nos contaron el cuento de que cuanto más ricos fueran los ricos mejor nos iría a todos.
Por si esta leyenda no colaba, era muy importante hacernos creer que no había otra alternativa. La tesis de la perversidad, identificada por A. O. Hirschman (Retóricas de la intransigencia), defendía que la intervención política en la economía o en la sociedad tendente a producir cierto efecto provocaría exactamente un cambio en el sentido contrario. Si, por ejemplo, se trata de luchar contra la pobreza a través de una medida como el Ingreso Mínimo Vital, el resultado sería justamente el contrario del buscado: la "paguita" alejaría a "los vagos" del trabajo y, con ello, del progreso y del bienestar personal. Ya sea imposible, superficial o contraproducente, el cambio siempre es presentado como algo inútil, perverso y peligroso. Lo mejor es que el Estado no intervenga para garantizar el bienestar general.
Sin embargo, como recordaba N. Chomsky, no es cierto que los neoliberales aboguen por la completa y absoluta autonomía del mercado. Al contrario, el Estado debe estar ahí como mecanismo de control para rescatarlos siempre que sufran una crisis, al modo de un asegurador incondicional y sin contraprestaciones. No hace falta recordar que en España la banca no ha devuelto el dinero del rescate.
Los defensores de la libertad de mercado, que no reparan en exigir la "gran paguita" a papá Estado cuando corren peligro, escatiman a la hora de pagar los impuestos sobre los que se construye todo lo común. No hacen ascos cuando el Estado blinda sus beneficios, en aras de eso que llaman "estabilidad", pero rechazan la partida para garantizar los derechos básicos de la población, a la que conciben como un derroche solo justificable en épocas de gran abundancia, o sea, nunca, porque para las grandes empresas nunca es suficiente la ganancia obtenida. Ahí está el ejemplo de la bajada del IVA a las eléctricas con la esperanza de que el menor gasto de las empresas repercutiera en la factura de los consumidores. A estas alturas, pedirles "empatía" a las eléctricas es tan ingenuo, o tan cínico, como creer que el mercado, como una mano invisible benefactora, actuará redistribuyendo la riqueza.
Frente a estas "retóricas de la intransigencia", de nada sirve que se defienda que la subida del Salario Mínimo Interprofesional es un potente factor de reactivación económica, o que la realidad de un Ingreso Mínimo Vital (IMV) supondrá un aumento del consumo, porque el problema, ya lo sabemos, no es la recuperación de "la economía", sino garantizar los beneficios de una minoría para la que se gobierna.
Joan Robinson señalaba cómo los economistas de la escuela del laissez faire pretendieron sortear el problema moral de la injusticia social con sus tesis mágicas. Sin embargo, ningún relato mágico podrá ocultar tras un velo el drama de la injusticia social ocasionado por la injusticia fiscal.
Comentarios
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