La última vez que dormí seis (¡o siete!) horas del tirón tenía, como mínimo, un año menos, y estaba embarazada. En noviembre de 2020, ya estaba de nueve meses y mi barriga era tan grande -y mi caja torácica tan pequeña- que entre dormir y respirar elegí la vida, y me pasé las noches de las últimas semanas de gestación en un perfecto ángulo de noventa grados con la espalda apoyada contra el cabecero de la cama mientras leía a Jane Lazarre y a Adrienne Rich e intentaba visualizarme como una madre feminista con un cuerpo súper-poderoso y la suficiente autoestima para que la crianza no me arrasase. También malgasté tiempo de sueño viendo un curso de hipnoparto en el que por 80 euros una señora me explicaba durante horas y horas de video mal iluminado que si respiraba contando hasta ocho, las contracciones las recibía con amor y las llamaba olas uterinas, todo fluiría súper bien. Mi parto acabó en una cesárea de urgencias a la que le precedieron cuatro días con sus cuatro noches de contracciones que me dejaron tirada en la alfombra del salón deseando que viniese el tsunami y me llevase por delante. Después, meses de colecho y lactancia materna que me han dejado con menos carne que una Macburguer de un euro y con unas ojeras que me pesan como si me hubiesen inyectado plomo debajo de cada ojo. ¿Será esto esto lo que siente Madonna con su nueva cara?
Las primeras noches la niña durmió. Y nosotros, como todos los padres primerizos, caímos en la trampa del letargo. Ni en ese momento de extenuación yo fui capaz de pegar ojo porque el posparto tampoco es un momento precisamente relajante, y a la movida esa de tener que sostener una vida humana de un día para otro, se sumaban el dolor de la herida de la cesárea y el dolor de tetas, incompatible con cualquier postura mínimamente confortable. La subida de la leche es como intentar vaciar una cisterna entera dentro una tacita de café: no conoces el significado real de la palabra "tirantez" hasta que no pasas por la subida de la leche. Esos primeros quince días fueron también los únicos en los que mi hija durmió en su cuna "toda la noche". En el momento en que la niña se enteró de que ya estaba fuera del útero, sus miradas de sorpresa al pasarla de los brazos/teta a la cuna derivaron en desaprobación manifiesta a través de gritos desconsolados que solo se calmaban metiendo (nosotros) medio cuerpo dentro de la cunita mientras la rodeábamos con un brazo y permanecíamos 45 minutos susurrándole al oído en una perfecta sentadilla. Como método de descanso es una auténtica mierda, pero para fortalecer los glúteos va de maravilla. Liberada mi hija del yugo de la minicuna y yo del dolor de espalda que me provocaba cargar con ella, empezamos a dormir juntas. Muy juntas. Tan juntas que, diez meses después, cuando huyo de la cama en mitad de la noche buscando soledad me cuesta muchísimo volver a dormirme. He desarrollado un síndrome de Estocolmo derivado del colecho. Duermo, y sobre todo vivo, secuestrada. He visto a ratas caminar más erguidas al abandonar su alcantarilla que yo cuando salgo de la habitación para irme a cenar.
El colecho trae, irremediablemente, barra libre de teta. Culpo a Carlos González y a la teoría del apego de no haber vuelto a dormir tres horas seguidas y del percentil 80 de la criatura. Porque cuando piensas que no puede hacer más tomas, que es imposible que en ese cuerpo quepa un mililitro más de leche, te sorprendes cambiándole dos veces el pañal "12 horas sin fugas" de noche. Con casi un año mi hija puede tener cinco o seis microdespertares en las noches buenas que solo se solucionan con teta. En las noches malas, yo puedo abrir cervezas con mis pezones. Siento resentimiento hacia todas esas madres que "no se enteran" de cuántas tomas hacen sus bebés de noche, por no hablar de las que me aseguran que su bebé de teta no hace más de una toma nocturna. A las de biberón que duermen hasta siete u ocho horas seguidas, a esas les ponía yo un curso de hipnoparto en su próximo embarazo.
Acumulo un cansancio atroz. Hace muchos meses me levanto con la sensación de no haber dormido nada, aunque supongo que algo dormiré, si no ya estaría muerta. Pero sí estoy segura de que he pasado muchísimas noches sin dormir absolutamente nada. A no ser que, como escribe Sylvia Plath en La campana de cristal, lo haga con los ojos abiertos. Hay que tener mucho cuidado con decir estas cosas porque, como le ocurre protagonista de la novela, yo también tengo miedo de que me encierren en un manicomio y me frían el cerebro a electroshocks. Pero muchísimo peor que no dormir nada de nada, es dormir muy, muy poco. He llegado a cerrar los ojos y al volver a abrirlos, convencida de haber echado una buena cabezadita, descubrir espantada que habían pasado tres minutos desde el último whatsapp enviado. Hay pestañeos que duran más que mis siestas. Yo no tengo microdespertares, yo tengo microdormidas. Últimamente digo que duermo como las perras. Soy capaz de quedarme traspuesta en diez segundos y, con la misma sorprendente facilidad me despierto en medio de sueños, para descubrir que mi hija sigue dormida y que ese movimiento de edredón me va a costar una tetada más. También tengo muchos sueños y me acuerdo de todo cuando me despierto. Incluso sueños húmedos, y he tenido hasta orgasmos dormida, algo que no me pasa, aproximadamente, desde el verano de 2002. La naturaleza te lo quita, la naturaleza te lo da.
Uno de los primeros consejos que te dan en todas las maternidades es que duermas cuando duerma la criatura. Esto es genial porque cuando los bebés son muy pequeños y hacen varias siestas al día, seguramente muchas coincidan en el carro paseando por la calle, mientras la porteas, cuando la tienes en tu regazo en el sofá o mismamente cuando vienen tus suegros a visitarla. Yo no soy de dormir cuando tengo a gente en casa y mucho menos cuando el padre de mi novio está quitándole el pulgón a las plantas del balcón.
Con esto del no dormir he pasado por varias fases. De agarrarme a todo tipo de justificaciones, "serán unos días", "serán los gases", "será el reflujo", "serán los dientes", "será una crisis", "será que hemos cambiado las sábanas y no reconoce el suavizante nuevo"; pasando por un fase de negación "esto no puede ser normal", "debe de tener algún trastorno", "a ver si la niña está enferma y necesita medicación", a la desesperación más absoluta "no puedo más", "me corto las tetas", "me tiro por el balcón", "cojo la puerta y no me veis más", "me muero, te juro que me muero". A finalmente, un estado superior, un estado de aceptación, en donde mi cuerpo ya me ha demostrado que puede vivir sin dormir más de unos pocos minutos al día, lo que supone que cuando mi hija ya no me necesite tanto para dormir yo podré, como mínimo, sacarme las oposiciones de Rajoy en todas esas horas que me sobren.
Últimamente soy consciente del impacto que causa mi aspecto en los demás. Sin ir más lejos, el otro día, mientras paseaba con mi hija en mi nube de algodón, una amiga me paró y se quedó un rato escudriñándome, como intentando medir las palabras antes de soltarme el típico "vaya cariña tienes" o "necesitas dormir". Pero lo peor, sin duda lo peor, es ese comentario de "no sé de qué te quejas si la niña es buenísima", o "pero si siempre que la veo está contenta, nunca llora". Si no queréis que os caiga una maldición no hagáis esos comentarios a los padres, y muchísimo menos a las madres. Sobre los consejos de cómo tiene que dormir la niña y lo que yo tengo que hacer con mis tetas: 1) es probable que ya lo hayamos probado o valorado y que, por el motivo que sea, no funcione con nuestra hija, 2) si los consejos incluyen dejar a la niña llorar, prefiero el curso de hipnoparto. Sobrevivo pensando que el sueño es evolutivo y que llegará un momento en que mi hija pueda dormir por sí misma. Fantaseo también con una cura de sueño como la protagonista de la novela Mi año de descanso y relajación, a base de tabletas de lorazepanes y derivados de metadona, películas de Whoopi Goldberg en VHS y planes de hibernación desquiciados que incluyan secuestrarme en mi propia casa y encadenarme a la cama mientras un friki me sube comida cada tres días.
No os voy a mentir, la intimidad de la pareja se resiente un poco con el colecho. Pero ahí sí que no me dan envidia las parejitas que duermen juntas y solas durante toda la noche, ni las influencers con bebés que hacen planes a partir de las 20 horas. ¿Qué pueden hacer esas mujeres entonces? ¿Follar? ¿Y poder volver a quedarse embarazadas? A mí ahí sí no me pillan. ¿Eh? La naturaleza te lo quita, la naturaleza te lo da.
Comentarios
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