Otras miradas

'El poder del perro': la masculinidad atormentada

Octavio Salazar Benítez

'El poder del perro': la masculinidad atormentada
Un instante de la película 'El poder del perro'

Phil es uno de esos hombres que, con cada gesto, con cada paso, con cada palabra, con cada actitud, parece estar queriendo dejar claro que es un hombre de verdad. Un fiel cumplidor de las expectativas de género y, por tanto, un magnífico actor de la puesta en escena que acaba siendo la masculinidad. Los mandatos de dureza y de autocontrol hacen de él un individuo en guerra contra sí mismo y, por tanto, también en parte, con los demás. El poso de sensibilidad que en él cuesta tanto trabajo adivinar, por más que tengamos el dato de su formación clásica –tal vez les hable a las reses en griego o en latín, cuentan de él para burlarse- y por más que intuyamos que su mirada puede ver lo que otros no ven, es una suerte de remolino interior que lo mantiene siempre en tensión. Ocultando y ocultándose.

Armarizado en su cuerpo de cowboy que encuentra en la suciedad y en la soledad una especie de disfraz con el que protegerse de los otros. El personaje de Phil es un heredero de John Wayne atravesado por los pulsos que un día leímos en la obra En terreno vedado de Annie Proulx. El que necesita de la manada. El macho que cabalga y que lucha por huir de los deseos que le bullen por dentro. El que cubre su piel con barro y, al sol, a solas, es capaz de sentir lo que el resto del tiempo se niega. La servilleta sobre su cuerpo de hombre herido que se niega a reconocer su fragilidad. El placer hecho carne en el cuerpo hiper viril que no se permite ni la más mínima quiebra. El que ve en las montañas el animal que le devuelve, como un espejo cruel, su propia rabia. El poder del perro. El tormento de la masculinidad. A la que no le queda más remedio que agujerearse cuando hay otra, la que representa el jovencito Peter. El chico sensible que hace flores con papel, que se esmera en los cuidados y que es la diana de la homofobia con la que los hombres de verdad, como si fueran lobos, marcan su territorio. El de los tipos duros que no bailan, el de quienes cuentan siempre con mujeres en la cocina o en la cama para satisfacer sus necesidades, el de a quienes parecen solo gustarles los colegas de fratría. La homosocialidad frente a la negación de las mujeres como personas. Las criadas, las viudas, las que sufren "un mal que no tiene nombre". La sufriente Rose, la madre hacia la que Peter siente un débito que pareció dejarle en herencia el pater familias: "Al morir mi padre, yo solo quería que mi madre fuera feliz. ¿Qué hombre iba a ser si no la ayudaba? Si no la salvaba".

Phil y Peter, Peter y Phil, como una especie de renglón perdido de la historia que hace ya años nos contó Brokeback Mountain, como si fuera casi el reverso, profundo y dramático, de aquel pastiche romántico llamado Call me by your name. Jane Campion, al igual que hizo en El piano, vuelve a hablarnos de deseos, represión, sexo e identidad.  Y lo hace con la extrema delicadeza de quien va abriendo despacio, sin prisas, la puerta de una casa, para descubrir los tesoros, y también las telarañas, que esconde cada habitación. Con unas imágenes de extrema belleza, un tiempo que discurre con la lentitud propia de un lugar al margen y con una música que a veces nos da punzadas y otras nos lame el rostro, como si fuera un perro juguetón, la guionista y directora nos cuenta una historia de hombres en el precipicio y de emociones que, de tanto hervir en la olla, provocan digestiones dañinas y temblorosas. La furia contenida y la violencia latente, y a tanto explícita, de una virilidad que se alza negando lo que su opuesto, la feminidad, construye en un espacio donde solo cabe sostener la vida. Aunque para ello sea necesario tener una botella de alcohol bajo las sábanas.

El poder del perro, que es una de esas películas que cada vez más de tarde en tarde me reconcilian con el cine con mayúsculas, se ubica a en los años 20 del pasado siglo en Montana. Estamos ante un lugar que podría ser un no-lugar, un escenario creado a lo Dogville, marcado por una naturaleza que se mueve entre la belleza y el desasosiego, en el que los personajes parecen danzar una coreografía que les obliga a mantener el equilibrio entre lo correcto y lo deseado. Una tensión febril para los hombres que en ese oeste de polvo y sangre, pero también en el presente siglo de olas feministas y agravios masculinos, tratan de cumplir con su papel. Y en el que un joven como Peter, que quizás quiera convertirse en médico para dominar algo más el arte de la curación y los cuidados, además de para ser parte de alguna manera del pacto que lo une al padre, viene a ser como un animalillo salvaje que escapa de los insultos y desafía, a su pesar, a quienes fueron educados para ser depredadores.

El delicado tapiz que teje Campion, basándose en la novela de Thomas Savage, es posible y creíble gracias a las espléndidas interpretaciones de todo el reparto y muy especialmente de esos dos hombres condenados a entenderse, interpretados por un impresionante Benedict Cumberbatch y un Kodi Smit-McPhee que bien podría ser la encarnación de la androginia soñada en una sociedad sin géneros. Lo más hermoso de la historia es que esas dos masculinidades, ambas disidentes, acaban encontrándose, reconociéndose, tocándose. La cuerda trenzada que pasa de Phil a Peter. El hombre atormentado que da paso a un hombre nuevo. La emoción, y la imaginación, como testigos. El poder de la ternura. El perro que lame en lugar del que airado ladra como si fuera una montaña a punto de reventar. La mejor manera de darle la vuelta al western como necesario sería dársela a una virilidad que no se atreve a hablarle a los animales en griego o en latín.

Más Noticias