Otras miradas

En defensa de la nostalgia

Alfredo González-Ruibal

Doctor en Arqueología Prehistórica por la Universidad Complutense de Madrid y científico titular en el Instituto de Ciencias del Patrimonio del CSIC

En defensa de la nostalgia
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Durante los últimos meses hemos asistido a una batalla en los medios y las redes sociales entre nostálgicos y críticos de la nostalgia. La nostalgia se defiende habitualmente desde posiciones conservadoras o ultraconservadoras. No por nada el principal eufemismo que se usa en los medios para referirse a un franquista es "nostálgico". A la añoranza reaccionaria habitual, sin embargo, ha venido a añadirse recientemente una nostalgia conservadora que tiene puntos en común con la reaccionaria, sin llegar a ser equivalente. De hecho, algunos de sus defensores jamás se declararían de derechas y los argumentos que esgrimen encuentran eco entre sectores de la izquierda.

El conservadurismo de la nueva nostalgia es ante todo social y cultural: añora un mundo en orden y acogedor, que recuerda más a la aldea de los hobbits que a cualquier comunidad real; una nostalgia que tiende a pasar por alto las injusticias y la violencia simbólica que era consustancial a ese orden perdido. La crítica progresista a la visión edulcorada del pasado ha sido unánime y no se ha detenido ahí. La conclusión es que lo nostálgico es, por definición, reaccionario y rancio.

El debate expresado en estos términos olvida que existe una larga tradición de nostalgia crítica que puede y debe ser reivindicada. Como ha señalado el crítico cultural Fredric Jameson, aunque la nostalgia en política se suele asociar al fascismo, no hay razón para que "una nostalgia consciente de sí misma, una insatisfacción con el presente lúcida y sin remordimientos" no pueda proporcionar un estímulo revolucionario. Por su parte, Fruela Fernández nos recuerda que la defensa de la tradición popular puede dar forma tanto a movimientos reaccionarios —cuando lo que se quiere recuperar  a través de la costumbre es la opresión—como emancipadores.

Habría que comenzar por preguntarse por qué la izquierda ha acabado sintiendo tanta aversión por la añoranza. No me refiero a los motivos obvios: nadie que no sea un reaccionario desea volver a un momento de mayor injusticia social. Pienso en motivos más profundos y en buena medida inconscientes. Y hay dos que resultan clave.

Uno es la idea de progreso, consustancial a la izquierda desde el siglo XVIII. Lo bueno siempre está por venir, nunca en lo que ya ha pasado, y la nostalgia jamás podrá ser progresista porque mira hacia atrás, no hacia adelante. Otro es la desconfianza hacia lo afectivo. La nostalgia no es racional, sino emocional. Y el progreso solo puede llegar de la mano de la razón.

La nostalgia crítica, en cambio, está dispuesta a aceptar las emociones como parte de un proyecto político emancipador, también las negativas—el dolor y la tristeza que provoca una pérdida. Y las acepta, entre otras cosas, porque son una forma de solidarizarse con los derrotados en la historia, con las víctimas de la injusticia a lo largo de los siglos. Pero no las asume de manera melancólica, sino como parte de un proyecto de futuro.

Porque el pasado no es solo el lugar donde encontrar glorias imperiales o fantasías de brasero y mesa camilla. Es también el lugar en el que descubrir proyectos emancipadores que tuvieron éxito, como nos recuerdan David Graeber y David Wengrow en su reciente libro The Dawn of Everything: ciudades de decenas de miles de habitantes, por ejemplo, que funcionaron sin élites ni explotación social. O iniciativas democráticas que podrían haber cambiado el rumbo de nuestro país, como la revuelta comunera de la que nos habla Miguel Martínez.  O tradiciones comunitarias y saberes tradicionales más cercanos en el tiempo—los de las sociedades campesinas a las que homenajean Fruela Fernández y María Sánchez.

La nostalgia crítica no idealiza. No se engaña respecto a las violencias de la historia. Y desde luego no pretende volver al siglo V ni al XVI. Tampoco a 1980. Porque no se trata de recrear el pasado en el presente, algo que no es ni posible ni deseable. De lo que se trata es de recuperar esa semilla que da título al libro de Miguel Martínez sobre los comuneros. Recuperarla para plantarla y que dé frutos nuevos.

Y en eso quienes investigamos la historia tenemos una responsabilidad: la de mostrar otros pasados y otras promesas en esos pasados—de libertad, solidaridad y democracia. Unas promesas por las que merece la pena, de verdad, sentir nostalgia.

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