No hace falta insistir, una vez más, en los atentados perpetrados en lugares y calles de Madrid, desde la destrucción de la placa del Memorial del Cementerio del Este a la dedicada a Francisco Largo Caballero, indignas e irrespetuosas actuaciones que tienen su reciente correlato en la reposición de un nomenclátor de triste memoria, Millán Astray, Hermanos García Noblejas y caídos de la División Azul, y en los intentos de retirada del callejero de los nombres Barco Sinaia e Institución Libre de Enseñanza.
Y quizás aún es más aterrador que las calles, paisajes físicos y emocionales de los ciudadanos, se conviertan en escenarios de gritos y performances que mancillan la palabra libertad y la convierten en un instrumento incendiario para animar protestas insensatas. En las últimas semanas y en diversas ciudades europeas de Austria, Francia, Italia y los Países Bajos se han visto manifestaciones protagonizadas por personas críticas con las medidas frente al coronavirus, en las que los antivacunas lucían estrellas amarillas como emblema de la estigmatización a la que creen estar sometidos, se disfrazaban con trajes rayados, al modo de los deportados a los campos nazis, para dar a entender así su oposición a los confinamientos o restricciones, o se comparaban con Anna Frank, recluida en su escondite para escapar a la persecución. Y como último acto conocido, el pasado 13 de diciembre, en el Memorial Mont-Valérien, escenario francés de más de mil ejecuciones de resistentes y rehenes llevadas a cabo por los ocupantes nazis, aparecieron pintadas con la simbología de los asesinos.
¿Cabe mayor muestra de falta de respeto a los seis millones de víctimas del pueblo judío, a los gitanos, a los homosexuales, a los Testigos de Jehová, a los masones, a los enemigos políticos del régimen nacionalsocialista, estigmatizados, gaseados y con sus cenizas expandidas por todo el suelo europeo? ¿Se ha abierto la veda para divulgar todo tipo de insensateces y trivializar los genocidios cometidos por el régimen nacionalsocialista?
Trivialización, sin duda, pero quizás haya que añadir a los protagonistas de tales acciones los calificativos de insensatos, farsantes y charlatanes, ignorantes trasmutados en eruditos que, sin ningún rubor, impugnan la historia y se apropian del pasado, refugiándose en los brazos y convirtiéndose en instrumentos de aquellos que los utilizan en beneficio propio, que no es otro que captar seguidores e impregnar la sociedad de relativismo y volatibilidad. Son, en efecto, provocaciones deliberadas por algunos nostálgicos del pasado, que se apropian de la crisis alarmante de valores y de la pérdida de referencias, en un contexto de confusión entre información y conocimiento. Negar o desfigurar la realidad del pasado no parte de ninguna consideración científica ni rigurosa, se trata simplemente de un método perverso para alimentar ideologías y estrategias de la extrema derecha, con argumentos tendentes a la minimización y a la relativización, tan falsos como perversos.
A pocas semanas de la celebración del Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto y de Prevención de Crímenes contra la Humanidad, sería deseable que la brecha entre los discursos institucionales y las prácticas políticas fuera menor, pues alertar de las amenazas de los discursos antisemitas y xenófobos tiene que acompañarse de medidas efectivas que se erijan en defensa de la Historia y de las víctimas, mancilladas por una recurrente y manipulada apelación a la "libertad de expresión". No vale la conmoción si no va acompañada de acción ante fenómenos dignos de figurar no tan sólo en la antología de la insensatez, sino sobre todo en los primeros lugares del repertorio de falsedades y banalizaciones.
Saber para comprender. El pasado comprensivo suscita poco eco entre la opinión pública y las generaciones jóvenes, prueba evidente del vacío histórico sobre el que se ha venido construyendo la memoria y el conocimiento del turbulento pasado europeo del siglo XX, en el cual España fue emblema de liquidación violenta de un régimen democrático y de imposición de una dictadura de corte fascista, que se alargó durante 40 años. Además, las irritantes afirmaciones sobre la necesidad de no mirar al pasado, en aras a una supuesta reconciliación, y la expansión del mito de la inmediatez y de sus también gratificaciones inmediatas, actúan a modo de frenos ante la profundidad histórica con la que deben abordarse los problemas del presente y del futuro; consideraciones que cobran un especial significado cuando determinados sectores ven un futuro salvador en regímenes vulneradores en extremo de los Derechos Humanos.
Una de las razones de la falta de conciencia histórica y política en las nuevas generaciones quizás sea debida a la falta de insistencia en reseñar, una y otra vez, los valores aparejados a la Democracia, en contraste al desprecio a los mismos en los regímenes dictatoriales. Impulsar decididamente el conocimiento del papel de España en la Europa del siglo XX debería ser un acto de inteligencia política y no partidista, para acabar con escudos protectores e inmaculados sobre el papel de instituciones y personas, tal como muestran las actuaciones citadas al principio de estas líneas. Calles y plazas como lugares de reconocimiento del pasado democrático y de manifestaciones expresivas de reivindicaciones sociales y políticas, sin intentos oportunistas de contaminación a los sectores sociales más vulnerables, sin enfoques de claroscuros ni palos a las ruedas de aquellos que se benefician de la libertad para inocular los virus de las falsedades, el relativismo y la banalización, que pueden acabar en un desenlace crítico para la Democracia.
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