Otras miradas

Cárceles de covid

Marta Nebot

Otra vez encerrada esperando el resultado de una prueba que tarda. Estoy vacunada e inmunizada. Pasé el covid en febrero, pero el bicho o su primo han vuelto y desfallezco. Se acabó. Ya no me queda paciencia que rascar. La tan manoseada indignación me acorrala.

En la pública han tardado cuatro días en hacerme una PCR cuyo resultado tengo que esperar, al menos, otro día más. En la privada –yo también he pasado por el aro–, me encontré solo dos médicos en las Urgencias, con una sala de espera a rebosar. Allí estuve más de dos horas, con los presuntos apestados y una ventanita abierta, para un test de antígenos que al final dictó que puedo seguir con mi vida. En septiembre me ocurrió lo mismo (fiebre, dolores musculares, dificultad para respirar: gripe o bicho mortal) y en el mismo hospital, con la misma prueba y el mismo resultado me mandaron de vuelta a mi normalidad sin más. Esta vez el médico me dice que no, que me tengo que pagar una PCR aparte, que estando vacunada el test de antígenos no es fiable, que el protocolo de la Consejería de Sanidad y del Hospital no lo exige pero que su diagnóstico es ese y que "estamos como estamos", por no haberlo hecho así antes.

La PCR allí cuesta más de 100 euros. Me voy sin hacérmela, enfadada, febril y extenuada y decido que solo quiero encerrarme en mi cuarto y tumbarme en mi cama. Ya en mi cueva, con la fiebre al alza, llamo a mi centro médico y me dicen que ellos ya no se hacen cargo de la covid, que la Consejería la ha centralizado. Después, hablo con otra mujer amable, que llega tras muchas máquinas y toma nota de lo mío y me dice que me llamarán al día siguiente a una hora concreta. La llamada sucede tres días después a una hora cualquiera.

En ese tiempo me ha dado para volar con más de 39 de fiebre, para asustar a algunos cercanos –por si acaso– y para comprobar que somos muchos los que seguimos esperando a una Seguridad Social que ha dejado de ser segura. He tenido tiempo de sobra para que se me revuelva la indignación con el paracetamol y con la rabia. Y es que no puede ser. Ya no hay calma que me calme. Presos injustos condenados en nombre de la libertad. Presos en aislamiento, tal vez absurdo, por su pura incompetencia. Presos sin paseo por el patio, sin el abrazo de tu hijo, sin vis a vis, sin poder acercarte a tus padres ni con un palo, sin contacto humano, solos, solos. Condenados porque no son capaces de hacerte las pruebas a tiempo porque siguen teniendo a la Atención Primaria en cuadro. Y, por lo tanto, probablemente también, condenados, si damos positivo, a volver a pasarlo sin ningún tipo de atención médica ni telefónica ni nada. Repito: solos, solos.


Resumiendo: estas cárceles de soledad de covid están siendo demasiado. Una vez para adentro valió; dos, habiéndolo hecho todo y sin saber si tiene sentido, no.

Sin embargo, te vuelves a encerrar entre las mismas cuatro paredes para proteger a los tuyos y porque puedes. Y piensas en tantos que no pueden permitirse este lujo, en cuántos en mis circunstancias se habrán hecho los locos, en qué estará pasando para que otra vez nos abandonen a nuestra suerte. Pienso, en definitiva, en el horror que se está cociendo.

Y, claro, me acuerdo de Ayuso y los suyos, y de los sanitarios que he visto estos días en uno y otro lado de lo mismo. Tanto los de la pública como los otros me han empujado a gritar que es obvio que necesitan más manos, que Madrid es la única comunidad autónoma que hace más antígenos que PCRs cuando otras triplican la prueba más de fiar. Que, ojalá me equivoque, pero Madrid va a ser otra vez un covid–polvorín y tengo miedo. Ellos están igual.


Y pienso también que no es solo Ayuso la que ayusea. Pedro Sánchez ya debería asumir que necesitamos una ley con ratios de médicos y enfermeras por habitante que se cumplan para acabar con la desigualdad sanitaria, y un Ministerio de Sanidad que pueda supervisar en serio y sanciones para quien no cumple.

SOS, digo. La salud es lo primero y, en circunstancias como esta, el control de la pandemia es lo principal, lo único, lo inexcusable. No puede volver a pasar. Así todo deja de tener sentido. Dan ganas de montar una manifestación de apestados o presuntos en la Puerta del Sol, en Moncloa, en todas partes. ¡Oigan! Lo mínimo es que el sistema no me robe la salud y la libertad por no tener los médicos que necesita. El contrato social en uno de los quince países más ricos del mundo es que. si estoy enfermo. un médico intenta curarme a tiempo. Como mínimo, minimísimo. Para eso pagamos impuestos, para eso votamos, para eso les dejamos que manden.

Y ya sé que, si entramos en comparaciones, los de mi barrio no deberíamos quejarnos. Pero también sé que en Madrid, en los barrios en los que más desigualdad sanitaria se sufre es donde menos se vota, donde más han dejado de creer que votar sirve. Ya sé que son ellos los que tocan a menos médicos por cabeza, los que en algunas zonas grandes no tienen centro médico o pediatra. Pero, en algún momento, las costuras se rompen. En algún momento, la gente se harta y los que votamos empezamos a entender qué les pasa a los que dejaron de votar.


El santo Job, considerado un profeta tanto por el judaísmo como por el cristianismo y el Islam, escribió en el Antiguo Testamento: "Dichoso el hombre a quien Dios corrige". Así que, estimados ayusos, ustedes que creen en estas cosas: ¡corríjanse! Han vuelto a dimensionar mal el problema y sus fuerzas sanitarias. La pandemia no la controlan los edificios. Redimensionen, contraten, arréglenlo. Ha llegado un nuevo tsunami más previsible y les ha vuelto a pillar en bragas. Y, señores del Gobierno, aprueben ya la Ley del Paciente y la de las Residencias. No son leyes que puedan esperar. Nosotros tampoco.

 

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