Acaba de salir publicada la memoria de los trabajos arqueológicos que realizamos en el Valle de los Caídos con el patrocinio de la Secretaría de Estado de Memoria Democrática. Es un informe arqueológico más, lleno de descripciones técnicas, imágenes de objetos, plantas de estructuras y secciones estratigráficas. Pero es, también, algo más que un informe: se trata de un ejercicio de desmitificación formidable. Porque nos hemos acostumbrado, desde 1959, a ver en el Valle un símbolo metafísico e intocable. Algo casi sobrenatural, sea como signo de opresión, sea como espacio sagrado. Nuestro proyecto arqueológico ha mostrado que el Valle no solo se puede tocar, sino que se puede excavar. O lo que es lo mismo, convertir en historia.
El objetivo era conocer más acerca de los presos y trabajadores que construyeron el Valle de los Caídos y, sobre todo, de sus familiares. Se sabe poco de los primeros y menos aún de los segundos. En ningún lugar de Cuelgamuros, de hecho, se ofrece información sobre estos miles de personas—hombres, mujeres y niños—que vivieron allí en condiciones muy difíciles en algún momento entre 1940 y 1959. Su historia ha quedado borrada. Y también su espacio: entre 1950 e inicios de los años sesenta se demolieron chabolas y barracones para dejar Cuelgamuros limpio de esta memoria tan poco gloriosa. Tan ajena a la que pretendía proyectar el régimen.
Frente a lo que uno pudiera pensar, la demolición puede ser una ventaja en arqueología, porque ayuda a que se preserven mejor los restos. Y eso es, precisamente lo que sucedió en el Valle de los Caídos: para nuestra sorpresa, se conservaban decenas de chabolas selladas bajo toneladas de escombros: 52 solo en el destacamento penal de Banús, el más duro de los tres que hubo. Estaba a cargo de la construcción del viaducto y la carretera que llevaba al monumento.
Las chabolas del Valle: derribando el mito de la utopía penitenciaria
Las investigaciones arqueológicas han tirado por tierra algunos mitos de la propaganda neofranquista. El mito principal es que los destacamentos funcionaban como una especie de "utopía penitenciaria" (así la define un propagandista), que ofrecía a presos y familiares unas condiciones de vida que ya quisieran para sí muchos españoles. Una de las pruebas más contundentes de la bondad de la dictadura sería, según este relato, que a los presos se les permitía construir casas para sus familiares. Considerar positivo que mujeres y niños compartan espacio de reclusión con presos políticos es, ya de por sí, discutible. Pero es que nosotros hemos excavado las "casas". Y cuentan una historia bien distinta.
Porque las "casas" eran, en realidad, chabolas: estructuras semienterradas, con muro de escombro sin ventanas, un techo bajo de ramas que no permitía estar de pie y un espacio útil de entre cuatro y nueve metros cuadrados. Recordemos que la superficie mínima habitable legal hoy es de 25 metros. Las chabolas de posguerra en Madrid o Barcelona, de hecho, eran de mayores dimensiones. Todo indica que existían órdenes que prohibían la erección de chozas más grandes ¿por qué lo intuimos? Porque el módulo de 2x2 y 3x3 se repite tanto en Cuelgamuros como en los destacamentos penales que hemos estudiado en la sierra de Madrid. Ni una choza más grande. También su ubicación estaba fijada de antemano: todas se levantaron en las escombreras de las canteras.
Por supuesto, las chabolas carecían de electricidad, agua corriente u otro sistema de calefacción que no fuera una hoguera en una esquina. Y las condiciones higiénicas eran aún peores que en los barracones de los presos, tanto por el hacinamiento como por la ausencia de sanitarios (en los destacamentos había letrinas colectivas). En estas estructuras vivían familias de entre dos y siete miembros, según refleja el censo de 1950 que se conserva en El Escorial. El espacio era de entre uno y dos metros cuadrados por persona. Por hacernos una idea: dos metros era de lo que disponía un soldado en los barracones de campos de prisioneros alemanes de la Primera Guerra Mundial en los períodos de mayor hacinamiento.
Hambre y escasez
En las chabolas y en los basureros encontramos muchos restos. La gran mayoría se corresponde con elementos fabricados, reparados y remendados por los propios presos y sus familiares. En un mundo donde el acceso a los bienes de consumo era muy limitado, las latas se convierten en braseros, coladores, ollas, jarras, lámparas y juguetes. El calzado de presos y trabajadores consiste en abarcas de tela con suela de neumático reutilizado—lo menos apropiado para el frío y el trabajo en una cantera. También encontramos zapatos de mujer y de niño (a veces de muy corta edad), que nos recuerdan su presencia en las chozas. Lo que casi no documentamos son huesos de animales domésticos. De 74 huesos localizados, 65 aparecieron en la única casa que excavamos perteneciente a un empleado. Los otros nueve, repartidos entre 12 chabolas. Para complementar una dieta muy escasa en proteínas animales, cazaban: hemos descubierto trampas para pájaros y conejos. La dieta también se complementaba con verduras que cultivaban los presos junto a las chabolas. Y con medicamentos, como Ceregumil y Glefina, muy populares contra la malnutrición infantil en la posguerra. El estreñimiento crónico causado por una dieta muy pobre se paliaba con laxantes: los frascos aparecen en los basureros.
Las chabolas de Cuelgamuros constituyen un testimonio único de las duras condiciones de vida de los presos y de sus familiares. Son, además, un contramonumento que desafía el relato grandilocuente de la dictadura que es el Valle. Frente a la épica de la guerra y el imperio, la vida cotidiana de los obreros, las mujeres y los niños. Un relato de miseria, pero también de resistencia y solidaridad en las chabolas. Para que el contramomumento se active y resulte efectivo, sin embargo, resulta imprescindible que se convierta en un espacio visitable. Un lugar donde entender no solo el Valle, sino la naturaleza misma del régimen de Franco.
Comentarios
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