Con motivo de su 90 cumpleaños y el anuncio de los nominados a los próximos premios Oscar, se ha publicado un artículo en el que John Williams viene considerado como el compositor cinematográfico de más trascendencia de la historia. Respetable aseveración no hace sino enfatizar las cualidades del músico neoyorquino. Pero esquiva la complacencia de un ámbito en el que no caben los cánones maximalistas. No caigamos aún involuntariamente en el voluntarismo de la simplificación.
Aquellos que somos de lágrima fácil hemos vertido más de una viendo memorables escenas musicalizadas por Williams (Schindler’s List), pero no menos que en las del (Nuevo) Cinema Paradiso. Sí, Ennio Morricone no podría bajar del pedestal en el que, justamente, se sitúa a su colega norteamericano. Allí permanece con el aval de quienes le admiramos profundamente.
Así lo reconoció muy certeramente el tribunal del premio Princesa de Asturias de las Artes de 2020, que hizo compartir la distinción a ambos músicos. ¿Por qué hacer prevalecer la excelencia de uno de los dos músicos cinematográficos, si ambos podrían reclamarla con plena legitimidad de méritos y sin límites en las varas de medir?
De gustibus non disputandum (sobre gustos no se disputa) decían los antiguos romanos. Se trata de un adagio que combate la simplificación cultural de ‘lo bueno, lo feo y lo malo’, título éste de la banda musical compuesta por un nuevo romano como Morricone (R.I.P.), tan histórico como Williams.
Quizá a la anglosajonización del gusto no le basta con la McDonaldización y otros productos en la extensión mundial de manjares de la denominada junk food. Por cierto, ¿se preguntan los lectores comedores de hamburguesas sobre la nacionalidad de la macrogranja donde se industrializan los nutrientes carnívoros que se toman con los suculentos Whoppers? Mejor olvidarse y just eat. Todo ello por un precio de compra competitivo donde los haya.
Ahora resulta que la conquista del gusto alcanza a otros ámbitos hasta ahora intocables como son los artísticos musicales. Quizá responda ello a tratar de abarcar mostrencamente el todo por una de sus partes. Así lo entendió con gran rentabilidad el trumpismo que hizo de su America first ("América, primero"), su lema de éxito electoral. En tan sólo dos palabras Trump fue capaz de sintetizar su programa de gobierno en las presidenciales de 2016.
El inefable y demagógico presidente (¿seguro que no vuelve en 2024?) hacía uso de la palabra "América" para referirse a uno solo de los treinta y cinco países que componen todo el continente americano. No es una novedad terminológica emplear la referencia continental para mencionar al país norteamericano. Se repite una y otra vez, y no sólo en los EE.UU., como una cantinela omniabarcante que hace iguales a dos realidades diversas (salvo para la ‘doctrina Monroe’ que las igualaba por ambición imperialista geoestratégica de los jóvenes americanos del norte). A propósito, respecto al lema trumpista debe recordarse que no fue él quien primero lo ha utilizado. Lean la muy recomendable novela de Philip Roth sobre el primer uso del eslogan "América, primero" en su estupenda, La conjura contra América.
Lamentablemente es práctica habitual, no sólo en su uso coloquial y mediático, hacer sinónimas dos realidades dispares e inconmensurables. En más de una ocasión he discutido al respecto en debates académicos con colegas anglosajones -y de otras latitudes y culturas-, a los que se le supone un mayor nivel de enjundia analítica y precisión conceptual. Me temo que con el paso del tiempo, el uso y abuso de un vocablo para designar a una realidad geográfica mayor, ha sido confiscado para describir una realidad geográfica menor.
El indisimulado papanatismo por lo anglosajón se muestra más descarnadamente en el mundo académico, donde el establecimiento de estándares en el nivel de la excelencia científica de no pocas publicaciones se inició hace unos decenios con clasificaciones mesuradas por intereses económicos de matriz anglosajona.
En un mundo económico donde todo apunta a ganar y gastar siempre en mayor cuantía, puede que la lógica de establecer categorías obedezca al elemental principio asociado a la codicia. Ello se corresponde con la apropiación de la homogeneidad y la desaparición de las visiones alternativas. Ya Karl Popper aseveraba que el ineluctable fin del mercadeo monopolista era hacer desaparecer a la competencia. La concurrencia entre competidores es un fenómeno social que suele ser indeseable entre ellos mismos. Es decir, que la libertad capitalista propende a la eliminación de la diversidad. Los monopolios son la evidencia empírica de la ley de acumulación corporativa.
Por eso es peligroso aplicar el mismo criterio de la codicia al mundo variable y hasta inasible de las artes. Mantengámonos atentos a que el ‘derrame’ de los gustos por un cierto tipo de mercancía de consumo no se traslade a la rica asimetría de los presupuestos culturales y sus obras artísticas, las cuales no necesariamente compiten entre sí.
Y es que el resultado de una tal pretendida competición no es como el de un partido de fútbol cuando, a veces, sale victorioso un equipo peor, pero que ha marcado un gol más. No creo que hayan sido esas las intenciones de dos genios de la música como Williams y Morricone.
Comentarios
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