Otras miradas

Lecciones de la migración forzada y el exilio (en Colombia o en Ucrania)

Carlos Martín Beristain

Integrante de varias Comisiones de la Verdad de América Latina (ahora, en la de Colombia), y consultor de la Corte Penal Internacional en distintos países de África.

Refugiados ucranianos en autobús fletado por Farmacéuticos Solidarios en Cracovia (Polonia), para emprender viaje a España. EFE/Rodrigo Jiménez
Refugiados ucranianos en autobús fletado por Farmacéuticos Solidarios en Cracovia (Polonia), para emprender viaje a España. EFE/Rodrigo Jiménez

I Reconocimiento

En el trabajo con personas migrantes y refugiadas, hay una palabra que siempre aparece y tiene que ver no con cosas que suceden, sino con una experiencia de sentido: reconocimiento.  Reconocimiento es lo que se busca para poder tener un estatus de derechos que le acerquen a la ciudadanía, como una validación de sus vidas en otro país.  El reconocimiento es una demanda de aprobación, desde una guerra que te expulsa o una sociedad que te rehúsa, de la que vienes, a otra que te tiene en vilo. No solo se trata de un estatus migratorio, sino también del valor del sufrimiento y la injusticia vividos, el valor inverso, del que se aprende desde la precariedad de los de abajo, para pasar de la desconfianza que endureció los corazones al abrazo que ahora se conmueve.

Reconocer al otro no como parte de un nuevo país, sino como parte de la comunidad humana que no se basa en papeles ni pasaportes. Afirmando que "creo en lo que me cuentas", se crea un lazo que tiene que ver con una forma de estima social que el exilio expulsó con su desprecio. El reconocimiento más auténtico es el que te hace parte, no el que te trata como objeto al que se le habla, se le alaba, se le cuenta. Es decir, el que incluye alguna forma de reciprocidad.

Para mi amigo Jean Claude Metraux, que trabajó con los refugiados de Bosnia, Kosovo o Congo en Suiza, el reconocimiento es un tipo de cura. Cuando tú le reconoces al otro en su malestar y los déficits o incluso el racismo social que hace que se sienta mal, la otra persona puede empezar a entenderse y no pelear contra el mundo. Para quienes escuchamos, entender no se queda en lo que la persona contó, sino en la conciencia de que la sociedad debe cambiar.

II Lo dado y el potencial

La escisión de las familias del exilio conlleva también rupturas narrativas. Poder hablarse entre mundos, reconociendo lo que podemos aprender y hacer nuestro, como un regalo, de la experiencia de la otra persona. El poder de contar se encuentra en esa interfase entre el reconocimiento mutuo y el reconocimiento de sí mismo. En el exilio, cada paso es un ejercicio de poder contar y poder actuar, como inseparable pareja de guacamayas. En ese aprendizaje se encuentra la fuerza de la capacidad.

En lugar de estar en lo ya dado, vivir en el tiempo de lo potencial.  En un país como Canadá o Bélgica, los niños refugiados cruzan cuatro veces al día la frontera entre su casa y la escuelas. Esas fronteras entre la lengua y el grupo de pertenencia, pueden generar confusión o rechazo de cualquiera de las dos realidades, pero tienen la potencia del cambio y de la afirmación positiva que no se deja llevar por la corriente. La acogida a personas que buscan refugio no solo es ver lo que existe, es una forma de establecer un lazo y tener claridad de donde estamos y donde queremos llegar. Una forma de estar al lado, un tipo de compromiso.

III El vínculo social

He conocido muchas abogadas, trabajadores sociales, militantes por la aceptación de personas migrantes y refugiadas. Aunque las políticas de los países cada vez son más restrictivas, hay una fuerza colectiva repartida por el mundo. El trabajo de reconstruir y crear a la vez esta verdad, reivindica lo que das y lo que recibes, lo que fuiste y lo que puedes ser, y cuando ese proceso es recíproco genera una alternancia de las deudas y de quehaceres. Crea una historia que rehúsa los epílogos como un punto final.  Una relación que, aunque pase mucho tiempo, espera siempre un nuevo episodio, es un tipo de vínculo social.

La guerra es la peor de las enfermedades de ese lazo y tiene una dimensión que nos afecta a todos y todas, en Colombia o en Ucrania. El reconocimiento de que podemos acoger y ser parte de una red de pertenencias más amplia y múltiple que la de donde hemos nacido, de la gente con la que nos hacemos, supone que todos somos migrantes entre mundos perdidos y, en cambio, lo más importante de todo esto es la capacidad de recuperar y co-crear la vida que permita ese mundo distinto del que los exiliados son a la vez la herida y el ejemplo de la reconstrucción.

IV Enfermedades del lazo social

Las enfermedades del lazo social son la guerra, la precariedad y la exclusión. Podríamos añadir aún otra que atraviesa el mundo, el racismo. La reconstrucción de los lazos se basa en el derecho a tener muchas pertenencias, ser de muchas maneras. Comunidades con lealtades cruzadas, donde la reciprocidad es parte de la circulación de saberes y de dones. Las pertenencias escindidas no te dejan ser, o tienes que funcionar de forma segmentada, mientras el lazo entre mundos es un desafío y una posibilidad de cura. El reconocimiento del derecho al refugio, es parte de ese lazo y una contribución a la paz, en Colombia y en Ucrania. No es la solución a la guerra, pero sí una protección de la vida para que otra sea posible.

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