Otras miradas

La Cumbre de la OTAN y la nueva bipolaridad global armada

José Ángel Ruiz Jiménez

Director del Instituto de la Paz y los Conflictos y profesor titular del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Granada

La Cumbre de la OTAN y la nueva bipolaridad global armada
Volodímir traslada unos cuadros en la Universidad Pedagógica Hryhoriy Skovoroda, que resultó completamente destruida impactar un misil ruso, ayer en Járkov (Ucrania). Antes de la guerra, Járkov -la segunda ciudad más poblada del país con 1,4 millones- era un gran centro industrial.- EFE

Ahora que se van apagando los ecos mediáticos de la Cumbre de la OTAN celebrada en Madrid, yendo más allá de los discursos y los acuerdos inmediatos habidos durante el evento, merece la pena analizar con perspectiva su significado y consecuencias de fondo.

El pasado 30 de mayo tuve la oportunidad de participar en el evento conmemorativo de los 40 años de España en la OTAN, celebrado en el Teatro Real de Madrid. El rey y el presidente del Gobierno apadrinaron un acto en el que los grandes protagonistas fueron Jens Stoltelberg y sus cuatro predecesores. Todas las intervenciones, salvo las de Javier Solana, planteaban el mismo escenario como inevitable: no hay espacio para el diálogo, la negociación y la diplomacia, sino que mantener las democracias, libertades y estilo de vida (sic) de los países miembros de la Alianza Atlántica depende únicamente de su rearme inmediato. La Cumbre de Madrid, no hizo sino reafirmarlo, convirtiéndose en una vuelta de tuerca más de una dinámica a largo plazo, en un árbol más que no nos está dejando ver un bosque que creo debería preocupar seriamente a cualquier ciudadano interesado conocer todo lo que hay en juego.

Ciertamente, la Cumbre ha hecho correr ríos de tinta acerca de cuestiones muy variadas. Desde lo más serio, como el protagonismo otorgado a nuestro país en el arranque de una nueva etapa de la Alianza Atlántica, iniciada oficialmente en la Villa y Corte, a lo más frívolo, como el anhelo cumplido de Jill Biden de conocer a la Reina Leticia, llegando hasta lo más chusco, como la bandera española exhibida al revés al inicio de la Cumbre. Empero, lo más destacable es la impresión de que estamos en un momento parteaguas de la historia, donde EEUU y su complejo militar industrial parecen decididos a autocumplir la profecía del choque de civilizaciones anunciada por Samuel Huntington entre 1993 y 1996. Apenas terminada la Guerra Fría, este paradigma afirmaba que las contiendas del futuro no serían por ideología, como las del comunismo contra el capitalismo, sino entre civilizaciones. En gran parte debido a esta narrativa, el 11-S de 2001 fue interpretado por muchos como la constatación de que la civilización islámica ya había empezado su cruzada contra Occidente, a la que EEUU contestó internacionalmente con la Guerra contra el Terror invadiendo Afganistán e Irak, y en el interior con hitos como la Patriotic Act, cuyas disposiciones convertían a todos los musulmanes del país en sospechosos de yihadismo. Ahora  el Islam ha desaparecido del foco mediático como enemigo a batir y hay un nuevo relato hegemónico que explica cómo otras dos civilizaciones, la eslava y la confuciana -con Rusia y China a la cabeza-, mediante regímenes autoritarios y expansionistas, están creando un bloque formidable cuyo objetivo a largo plazo es someter a las democracias occidentales. De hecho, es precisamente ése el fundamento explícito del Nuevo Concepto Estratégico de la OTAN acordado en Madrid y, por ende, de la emergencia con que se llama al rearme a los miembros de la Alianza Atlántica.

De cualquier modo, en realidad llevamos más de 20 años de subidas del gasto militar mundial y español, como han venido indicando informes tan rigurosos como los que publican regularmente el SIPRI y el Centro Delàs. La Guerra de Ucrania ha acelerado estas dinámicas y la opinión pública occidental está aceptando con naturalidad el que se aumenten aún más las inversiones en los ejércitos, así haya que pedir créditos extraordinarios, como en el caso de España. Esto sucede en el contexto de unos últimos años donde el gasto público en salud, educación o pensiones está seriamente comprometido, pues los presupuestos de los países occidentales están fuertemente condicionados por una deuda externa sin control -en el caso de España ya supera nuestro PIB- y por las graves consecuencias económicas tanto de la recesión de 2008, aún no totalmente superada, como de la pandemia del COVID19. Mientras, fuera de Occidente, que no deja de ser una privilegiada burbuja de bienestar, el hambre no para de crecer y en 2021 fueron ya 828 millones las personas que no tuvieron una alimentación suficiente. Sin embargo, el rearme global es una prioridad sobre la que no se debate, sobre la que se nos dice que hay un consenso absoluto, y cuyo cuestionamiento solo lleva al ostracismo, al descrédito o al ridículo.


Estos discursos realistas del si quieres la paz, prepárate para la guerra blanquean lo perverso y ruinoso de extenuar aún más los presupuestos públicos acumulando armas cuyo objetivo teórico es curiosamente no ser utilizadas, sino proteger a quienes las poseen intimidando y disuadiendo a sus adversarios. Claro que la alternativa, usarlas y darles el único uso para el que están diseñadas, destruir y matar, resulta aún más costoso, dañino y destructivo. La ineficiencia de este discurso tan cortoplacista, caro y peligroso nos trae a la memoria la conocida máxima que reza que el que no conoce la historia, está condenado a repetirla. Si bien como historiador puedo afirmar que la historia nunca se repite, pues es por definición dinámica, sí que ejerce como una valiosa magistra vitae que vale la pena estudiar con atención. Por ejemplo, la lógica que estamos abrazando de que la única forma de protegernos es una escalada militar, recuerda inevitablemente a la paz armada anterior a la Primera Guerra Mundial, donde las potencias y sus aliados resolvieron que cuanto más aumentaran sus tropas y arsenales, más seguros estarían. El resultado fueron las dos peores guerras de la historia, que terminaron con un largo período de estabilidad y bienestar muy similar al experimentado en Occidente desde 1945 hasta hoy. Veámoslo con algo de detalle.

Entre 1815 y 1914 Europa vivió una época de paz y progreso sin precedentes, caracterizada por la revolución industrial, por un boom demográfico y por la expansión colonial. Hubo numerosos conflictos armados tales como las guerras de Crimea o la Franco-Prusiana, pero ninguno de ellos alteró los contrapesos establecidos bajo el gran concierto europeo, un orden diseñado originalmente entre los acuerdos del Congreso de Viena y el establecimiento de la Cuádruple –luego Quíntuple- Alianza. De este modo, Austria, Francia, Prusia, Reino Unido y Rusia  mantuvieron un equilibrio y unas zonas de influencia bien delimitadas. Con todas sus imperfecciones, aquella estructura hizo posible que los europeos de 1914 dieran la paz por sentada, confiados en que los intereses económicos comunes, la diplomacia o la disuasión militar al final siempre evitaban la guerra, siendo la nefasta experiencia de las Guerras Napoleónicas una referencia cada vez más remota. Los sistemas bismarckianos fueron el último capítulo de esta etapa, a la que siguió un nuevo orden bajo el principio de que el medio más eficiente de preservar la paz pasaba por el bipolarismo y el militarismo. Así, todas las grandes potencias europeas, con sus cohortes de aliados menores, se agruparon en dos bloques, la Triple Entente y la Triple Alianza, de modo que si tocabas a uno de sus miembros, tenías que vértelas con todos ellos. Por si tal efecto disuasorio no fuera suficiente, se le reforzó mediante unas políticas de rearme masivo. La idea de fondo era simple: considerando la capacidad destructiva de los ejércitos y el que iniciar hostilidades con cualquier Estado obligaba a combatir simultáneamente con tres grandes potencias, la seguridad internacional estaba garantizada.

Sin embargo, lo perverso del sistema llevó a que sucediera exactamente lo que se pretendía evitar, de modo que un asunto en principio menor, el asesinato del heredero al trono austrohúngaro, Francisco Fernando y su esposa Sofía durante una visita a Sarajevo, iniciara la reacción en cadena que condujo al Armagedón de la Primera Guerra Mundial, cuyas tensiones irresueltas causaron la Segunda. El pacifismo, desde espacios como el International Peace Bureau, la Liga internacional por la Paz y la Libertad y los congresos de París, Stuttgart, Copenhague y Basilea de la Asociación Internacional de Trabajadores, realizó un gran esfuerzo por denunciar la escalada belicista y advertir de sus peligros en los años inmediatamente anteriores a la Gran Guerra. Desafortunadamente para la humanidad, sus argumentos se consideraron ingenuos e idealistas (hoy se les llamaría despectivamente buenistas), cuando no antipatrióticos.


Tras las guerras mundiales, el mundo quedó absolutamente horrorizado ante las consecuencias de aquellas teorías belicistas de la seguridad y la paz: unos 140 millones de muertos, una destrucción material de niveles desconocidos, y la tragedia de las incontables víctimas que aunque sobrevivieron, lo hicieron en forma de mutilados, traumatizados, estigmatizados, refugiados, huérfanos o viudos, entre otras penosas circunstancias. Primero la Sociedad de Naciones y más tarde la Organización de Naciones Unidas nacieron en ese contexto para instaurar por primera vez en la historia foros universales y permanentes para mantener la paz mundial, cuyo valor aquellas generaciones sólo aprendieron a respetar después de tan crueles acontecimientos. Y es que resulta una triste experiencia cíclica la ligereza, fascinación y confianza con que las sociedades van a la guerra, para luego escandalizarse por el hecho de que haya tantas masacres de civiles, violaciones masivas, desplazados y fortunas amasadas sobre el sufrimiento ajeno. Y es que la guerra es así: sucia, destructiva e injusta.

Las lecciones del período 1914-1945 han permeado sensiblemente la geopolítica mundial hasta nuestros días. Por ello, si bien el mundo ha visto muchos conflictos armados desde el final de la Segunda Guerra Mundial, no ha habido ninguno entre las grandes potencias, incluso tras más de 40 años de Guerra Fría, a cuyo bilateralismo siguieron treinta años de hegemonía militar de un EEUU.

Sin embargo, como señalaba anteriormente, parece que nos encaminamos a un momento histórico de cambio estructural, a una nueva geopolítica en la que, como en 1914, dos grandes bloques enfrentados van sumando como aliados al resto de los países. En Occidente, esta situación beneficia sobre todo a los intereses de EEUU, líder indiscutible de la OTAN, que ha utilizado la Cumbre de Madrid para aumentar la dependencia comercial, energética y en política exterior de Europa respecto al gigante norteamericano, bajo cuya ala protectora se la insta a cortar lazos con Rusia y China para poner todos sus huevos en la cesta de Washington.

En otras palabras, se está configurando, otra vez, un peligroso escenario de bipolaridad global hostil. Sus arquitectos, llenos de confianza y realismo, están imponiendo un modelo de seguridad basado en el rearme disuasorio para establecer una nueva paz armada, o, en el peor de los casos, consumar el choque de civilizaciones en una guerra mundial futura que confían ganar. Mientras tanto, se silencia o ridiculiza a quienes apuestan por la paz positiva, la gestión noviolenta de conflictos y la seguridad humana, priorizando la satisfacción de las necesidades de las personas por encima de una incierta seguridad militar. Se invisibiliza así a quienes consideran que las peores amenazas para su calidad de vida están en la inflación, los precios desorbitados del combustible, el gas y la electricidad, los abusos de los bancos y fondos buitre y, por supuesto, en costosas y peligrosísimas escaladas belicistas.

Para ellos suenan con renovada actualidad estas palabras escritas hace más de 30 años por el historiador y activista por la paz E. P. Thompson: "Lo que podemos esperar es que los hombres y mujeres del futuro nos consideren y vuelvan la vista hacia nosotros, afirmando y renovando el sentido de nuestra lucha (...) Aprendemos, ni por primera ni por última vez, que tratar de influir en el curso de la historia mediante pequeñas acciones "desde abajo" es una tarea terriblemente larga y desagradecida. De cualquier modo, esas posiciones minoritarias, a través de la mayor parte de la historia de la humanidad que conocemos, han sido los únicos emplazamientos honorables en los que estar, y no siempre fracasan a largo plazo". El que tenga oídos para oír, que oiga (Mateo, 13, 9-18).

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