Otras miradas

Dabiz Muñoz y la felicidad

Marta Nebot

Esta semana me quedé colgada de la frase del chef Dabiz Muñoz vendiendo su menú: "Pagar 365 euros por una comida no es de ricos".

Le di vueltas, obligada por una tertulia y después por lo que se dijo y lo que no. Llegué a la conclusión de que si no es de ricos es peor aún.

El dinero no da la felicidad. ¿Cuántas veces se habrá dicho, escrito, cantado? Y, sin embargo, vivimos inmersos en el culto al millonario.

En este país, en el que gozamos de una gastronomía envidiable, ir a un restaurante a ese precio más que de ricos o pobres, ¿deberíamos llamarlo de idiotas? ¿Por qué lo pagan los que lo pagan? Comer y beber rico parece una aspiración muy razonable. Pero, ¿tiene sentido hacerlo a precio desorbitado?

En España hay cociner@s increíbles por todas partes. Lo dicen los manuales y cualquiera que haya viajado un poco. El auténtico gran lujo español, más allá del sol, es que aquí se come y se bebe muy rico, a muchos precios. Entiendo que fomentemos la aspiración a comer bien, lo mejor posible, pero que alimentemos la idea de que lo mejor es lo más caro me parece alimentar una falsedad, seguir empujando el culto al rico, al esnobismo millonario que respiramos, que nos acecha por todos los sitios. Me parece un nuevo síntoma de que ahora a lo que más se aspira es a ricachón.

¿Por qué suena a hippie trasnochado, a boludo irredimible, a tonto del bote, a ingenuo absurdo cualquiera que ponga sus aspiraciones en otra parte? ¿Por qué el cinismo está ganando la partida? ¿Por qué no tratamos de alimentar el gusto por lo realmente extraordinario? ¿Es extraordinario que un menú esté bueno cuando cuesta 365 euros? ¿Podemos creer que todo ese dinero es invertido en la preparación de los platos cuando hemos visto el casoplón en el que vive este señor chef porque su mujer cuelga en redes sus fotos haciendo yoga en la piscina?

El dinero no es importante en sí mismo. Lo importante es lo que puede comprar y lo más valioso que se compra y se vende, el auténtico patrimonio, es nuestro tiempo. Dabiz Muñoz no es una locura por lo que cuesta en billetes; lo es por lo que cuesta en horas de trabajo, en horas no empleadas en algo más valioso.

Que los que tienen de sobra lo tiren, que los que no saben qué hacer con tanto dinero se dediquen a alimentar a otros millonarios, no resulta extraño. Dios los hace y ellos se juntan, decía mi madre. Lo sorprendente es que los que cuentan los duros, los que saben lo que vale un peine, quieran ir allí a costa de mucho esfuerzo para disfrazarse por un rato de esos que salen en las revistas, que son considerados los triunfadores.

En la tertulia que generó toda esta tormenta de ideas, en un medio público, una contertulia brillante alegó en defensa del chef, que la cocina puede ser arte, que hay quien gasta eso en un concierto o en un partido de fútbol. Yo después, conduciendo de vuelta a casa, camino de mi ensalada inventada, rumiando el asunto, pensé que reivindicar que crear lo que nadie creó cuando se habla de comer es arte en sí mismo. La dialéctica que vende también puede ser brillante y nos enreda en sinsentidos fruto del buen marketing, probablemente los mejores, los nunca vistos.

Prueba de ello es que después, entre bambalinas, mis contertulios reconocieron que jamás pagarían ese precio por una comida.

De un restaurante de una estrella Michelín, por 80 euros por cabeza, también se va uno con la sensación de haber comido cosas que no conoce, que fascinan y sorprenden en lugares muy bonitos. Por no hablar de esos sitios secretos en los que manos artesanas inventan cosas increíbles o hacen las de siempre como nunca por precios todavía más bonitos.

Enrique Rojas, el psiquiatra, me dijo en una entrevista este verano que lo mejor para vivir son "las piruetas", esas que hacemos sintiendo que es uno el que le encuentra las vueltas a la vida. No encuentro nada más satisfactorio que gozar tanto o más que un rico gastándome mucho menos demostrando que somos mucho más astutos, que sabemos mejor que ellos que es la buena vida, esa tan personal como intransferible, esa fruto de largos procesos de autoaprendizaje, de autoconocimiento, de búsquedas al margen de los mercados, en nosotros mismos y en los que queremos, porque, como sabe todo el mundo, la felicidad no tiene precio, pero todos picamos en el intento de comprarla.

Y, entonces, ¿por qué compartimos tan poco lo que vamos aprendiendo, por qué no contamos la verdad en lugar de repetir las mentiras con las que el mercado pretende y consigue engañarnos? ¿No nos hace mucho más felices lo realmente extraordinario? ¿No lo es andar por los márgenes del mercado en estos tiempos?

Cuando llegué a casa y compartí todo esto con mi ensalada maravilla y con mi amor maravilloso, él rompió la magia recordándome que todo esto está ya súper sobado, que no vivimos como viviríamos pensando en lo que pensaremos en nuestro último momento. Terminamos la comida enfadados. Él, al que llamo neocomunista, escribió un artículo sobre si se debería poner tope de precio a los lujos. Yo, a la que él llama socialdemócrata, aquí me tienen intentando pensar nuevamente cómo hacer pedagogía en contra del consumo absurdo, cómo conseguir que pongamos nuestras aspiraciones al margen de los intereses de otros.

Quedé en la mesa sola mirando al cielo, meditando sobre la pérdida del sentido trágico de la vida entre tanto anuncio. O quizá siempre se perdió. O tal vez ahora somos más los que lo perdemos y sin disimulo.

Y ya sé que no hay nada tan libre como los sueños, como las aspiraciones, como me decía mi neocomunista. Comparto la idea de que debería ser pecado intentar influir en lo que mantiene viva la alegría, en lo que nos hace estar contentos, en esas pompas de jabón de las que hablaba Machado. ¿Quién es quién para decirle a quién dónde o cómo conseguir ilusión? Y, sin embargo, me veo invocada a hacerlo, como tantas veces me veo empujada a defender al Gobierno, en determinadas tertulias, por su pura indefensión.

Tengo la sensación de que ahora todo lo importante suena a eslogan viejo y manido: el dinero no da la felicidad, hay que terminar con el hambre, renta básica para todos, acabemos con los paraísos fiscales...

Y es posible que dentro de 50 o 100 años estas ideas no suenen a cantinelas imposibles sino a realidades superadas. Hace 100 años las mujeres ni votábamos, ni éramos dueñas de nosotras mismas; no había fines de semana, ni jornadas de ocho horas, ni vacaciones.

Pero, como los tiempos han cambiado, tal vez, en esta nueva realidad, los derechos no se impongan por lógica, por madurez de los tiempos y los pueblos. Tal vez estas ideas necesiten buenas campañas publicitarias y de marketing. Si es así, ojalá las haya. ¿Qué son si no eso los anuncios de la Lotería de Navidad? ¿Por qué nos emocionan? No es por los premios, es porque enfocan lo que de verdad importa. Eso en lo que pensaremos cuando llegue el final.

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