Otras miradas

La angustia del colapso

María Corrales

Politóloga

Embalse seco./Archivo
Embalse seco./Archivo

En las últimas semanas, el debate en torno a la lucha contra el cambio climático ha venido marcado por una creciente oposición entre lo que el diputado de Más Madrid Héctor Tejero bautizó como una pugna entre el "discurso del poscremiento" y el "discurso colapsista". Es decir, entre los que piensan que la capacidad que tenga el ecologismo para convencer cada vez a más gente tiene que ver con la disputa por la promesa del progreso como constructo lineal optimista, algo que seguiría operando de forma hegemónica, y los que no, que considerarían que dicho imaginario se ha roto, o debe romperse, en aras de frenar a una humanidad quien, en su fantasía del camino recto, avanzaría directamente hacia el precipicio.

En realidad, cualquier lector atento y asiduo a los debates de la izquierda en Twitter habrá notado que la discusión que hoy protagonizan algunos de los referentes de la cuestión climática no es más que una derivación de las distintas trifulcas que nos han acompañado estos meses. A saber: "nostálgicos" contra "progres", "defensores de la vieja URSS" contra la "inexorable modernidad atlántica", "profetas del apocalipsis nuclear" contra "negacionistas del desastre" y un largo etcétera de etiquetas fundamentadas en aquella cosa tan humana del constructo del tiempo.

Hay quién pueda decir que, con la que está cayendo, esta "batalla por el relato" suena ridícula. Yo pienso que no. No, porque creo sinceramente que no hay un debate más importante hoy en día que el de cómo enfocar el creciente estado de ansiedad y depresión social que está provocando el fin del neoliberalismo como sistema capaz de representar, en su particularidad, el avance colectivo de nuestras sociedades. No, porque frente al racionalismo tecnocrático, siempre he defendido que el sentir colectivo es la condición sine qua non para la política. Y, sin embargo, lo que sí parece absolutamente inútil es el maniqueísmo que impide problematizar una de las cuestiones con más enjundia de nuestra época.

Volviendo al ecologismo político, hay una pregunta que, a mi parecer, recorre las dos posturas antes resumidas y que sería la siguiente: ¿cómo puede ser que la humanidad no haga nada ante las pruebas fácticas que nos demuestran que nos encaminamos hacia la autoaniquilación? ¿Cómo es posible que viviendo en carne propia los efectos del cambio climático no exista una conciencia como especie que nos impida frenarlo? Cuestiones cuya respuesta no encontraremos en los manuales de política, sino, probablemente, en los más profundo de nuestra existencia; y es que es instintivo del ser humano mirar a otro lado cuando se trata de afrontar la muerte y su propia finitud.

Decía Platón que la filosofía consiste en aprender a morir, pero en realidad, el autor que mejor define nuestra relación con la muerte fue Martin Heidegger, quien, con perdón de los filósofos que me puedan corregir, creo que tiene algunas cosas que enseñarnos al respecto de nuestra relación con el llamado "colapso" o "fin del mundo". Por resumirlo mal, lo que nos dice el filósofo alemán es que no somos nada más que un ser "arrojado al mundo" cuyo sentido de la existencia sólo podremos descubrir a posteriori a través de la experiencia. Y entre esas experiencias, nos dice Hedeigger, solamente hay una que es la verdaderamente definitoria y hacia la cual nos dirigimos inexorablemente: la muerte, una muerte que es lo más propio del ser humano porque, como dice el autor, "nadie puede morir por nosotros".

En este sentido, quién fuese el amante de Hannah Arendt, nos propone que la existencia auténtica tiene que ver precisamente con hacerse cargo de la finitud y de nuestra propia muerte. Esta afirmación tiene su enjundia, pues, a no ser que seas John Snow, toda relación con la experiencia de la muerte se da siempre, necesariamente, a través de la muerte de otros. Sin embargo, Heidegger concluye que casi todo el mundo pasa alguna vez por ese estado de la conciencia que se manifiesta siempre a través de una profunda y duradera angustia existencial. Es en ese momento en el que el ser-ahí se enfrenta a la dicotomía más importante de su vida: seguir ignorando la muerte o asumirla como propia.

Recogiendo esta reflexión, pienso que algunas de las cuestiones que han protagonizado el debate público en los últimos dos años como el trastorno de ansiedad generalizada entre las generaciones más jóvenes o, incluso, la mal llamada "eco ansiedad", podrían encajar en una definición más cercana a esa angustia existencial que no a una situación meramente coyuntural. Bajo esta mirada, la humanidad estaría manifestando cierta sintomatología relacionada con un momento de consciencia ante el abismo del progreso y con el descubrimiento de la finitud de un mundo que avanza de catástrofe en catástrofe ante el que, por su naturaleza o privilegio, habrá quién pueda vivir atenderlo.

Dicho enfoque tiene sus consecuencias. Significa, básicamente, que si partimos de que toda conciencia se fundamenta en la experiencia, hay que asumir también que el discurso de la esperanza por sí solo es absolutamente voluntarista y está desligado de un reto mayúsculo que, en primer lugar, tendría que centrarse en la capacidad de hacernos cargo de la angustia. No sirven tampoco las profecías autocumplidas respecto del colapso, y es que, por mucho que nos lo cuenten, asumir la finitud es básicamente un proceso que hay que vivir también en carne propia; algo que, por otro lado, dado el avance del cambio climático, ya está sucediendo.

¿Qué quiero decir con todo esto? En primer lugar, desmitificar la idea de que solamente la esperanza o las emociones "positivas" son útiles para la transformación social y que la "toma de conciencia" puede discurrir por derroteros muy diferentes. Asimismo, creo que es innegable por sus síntomas políticos y sociales que el imaginario del progreso lineal no pasa por su mejor momento desde hace ya más de una década y que, sin negarlo completamente, valdría la pena, por lo menos, problematizarlo. En tercer lugar, creo que es importante empezar a pensar el discurso político partiendo de la madurez de una sociedad que no necesariamente debe mirar siempre para otro lado cuando se trata de asumir las consecuencias de un mundo que, a todas luces, no avanza por el mejor de los caminos posibles hasta el punto de estar atravesando consecuencias irreversibles.

En este sentido, más que proclamar el fin de los tiempos en un tiempo futuro, es necesario asumir que ya convivimos con algunas de las peores consecuencias del cambio climático porque en la aceptación de su consecuente angustia existencial está la clave para separar el grano de la paja, lo coyuntural de lo importante, y, de ese modo, quizás entender, como lo hace quien acepta su propia muerte, que la única receta posible se encuentra en la planificación de lo ineludible para, al mismo tiempo, hacer frente a lo que sí resulta evitable.

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