Otras miradas

O todos o ninguno

Marta Nebot

Iba en el metro, rumiando el pozo en el que a ratos ando metida –ése del que la noche anterior me había hablado Natalia Ginzburg desde su A propósito de las mujeres– cuando me puse a observar a los presentes y se me ocurrió jugar a discernir quiénes sí merecen las ayudas del Gobierno y quiénes menos, como un dios de pacotilla.

En algunos casos parecía tan claro. A mi lado había una señora sentada, de unos 50 años, con todas las marcas posibles encima y maquillaje, peluquería, joyas y reloj a juego. Mirándola bien me pregunté por qué habría que subvencionarle a ella la gasolina o la hipoteca, suponiendo que su atuendo fuera reflejo real de sus finanzas. Probablemente, esa mujer, con cruz católica al cuello, cree en la caridad y, dadas las circunstancias, siguiendo su fe, debería estar de acuerdo conmigo.

Iban, sentados también, una parejita muy joven humilde de latinoamericanos con un bebé en un carrito. Se abrazaban como si no hubiera nadie y tuviesen frío, adormilados mecidos por el traqueteo, vencidos por la típica falta de sueño de padres recién paridos, con el pequeño por fin en brazos de Morfeo.

Primero pensé: ¿Pero cómo se ponen a procrear, si son solo unos críos? Después me corregí: Pero si es lo que más necesitamos; pero si tú misma te arrepientes de no haber sido madre con muchos años menos.


Después les imaginé en el supermercado con un presupuesto ínfimo, como cualquiera de nosotros cuando entramos en una boutique de lujo. Les vi mirando en los estantes y en las vidrieras todo lo que no pueden permitirse, como si comer bien fuera cosa de ricos, puro capricho. Me reconocí entre los privilegiados que vamos a la compra sabiendo que casi todo está a nuestro alcance; que, aún haciendo algo más de esfuerzo, vamos a cocinar prácticamente lo que se nos antoje.

Entonces me acordé del informe demoledor de esta semana de Foessa–Cáritas sobre el efecto de la inflación en el tercio de nuestras familias (seis millones) que lo está pasando mal en serio. Están recortando su ya escueto presupuesto alimenticio, sus suministros básicos y, por supuesto, no les da para imprevistos: como unas gafas de ver o un dentista si una caries duele. Están abandonando tratamientos médicos, porque no pueden pagarlos. Están renunciando a esas cosas imprescindibles que marcan la línea entre tener una vida digna o un infierno.

Todos los informes (INE, UE, Cáritas, etc.) confirman que hay cerca de 13 millones de personas entre nosotros que están en el averno aquí mismo. ¿Podemos imaginar eso, además, teniendo niños? Hay 500.000 familias que han dejado de llevar a los suyos a los comedores escolares porque no les llega para ese lujo.


Así que, más por justicia social que por caridad cristiana, espero que este Gobierno, el más progresista de la historia, siga incrementando las ayudas de abajo a arriba, sin llegar a los que solo pierden algo de ahorro; a todos esos que deberían aceptar algunas pérdidas, según sus creencias, como una limosna que dan en tiempos nefastos –sobre todo para algunos–.

Cuando me bajé del metro, con todo esto en la cabeza, llegué a la estación de cercanías y vi cómo dos agentes de seguridad echaban a una mujer de mediana edad porque su abono no valía.

"Estoy en la calle". "Ahora me obligáis a pedir hasta que consiga para un billete". "De verdad, ¿no tienen ustedes nada mejor que hacer?", gritaba a la pareja de agentes que la escoltaban, antes de alejarse airada esquivando gente, por las mismas escaleras por las que había venido.


Entonces me acordé de que en este tren, en este barco o en este cómo queráis llamarlo, o nos salvamos la mayoría o los desamparados traerán a un salvapatrias que nos hunda a todos, como ya pasó no hace tanto.

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