La imagen de un repartidor de Glovo cargando, a pulso, su bicicleta escaleras arriba, hasta el tercer piso sin ascensor en el que vive en Madrid, es una de las más impresionantes de Más allá de la noche, el libro, recién publicado, en el que Israel Merino toma el pulso de la noche capitalina siguiendo las andanzas de cinco de sus trabajadores: una camarera, un camello, una prostituta, un relaciones públicas y el sufrido repartidor de mochila isotérmica cuadrada. La vida es dura en una ciudad cada vez más despiadada, bajo el látigo de un turbothatcherismo caníbal y voraz. Las crónicas de Merino, escritas con agilidad de periodista de raza, pulso literario y mirada pasoliniana (compasión sin condescendencia, sensibilidad sin sensiblería, moral sin moralina, respeto sin relativismo), nos hacen conocer a sus laboratores.
Decía, hace unos días, una cuenta anónima en Twitter que «una de las grandes confusiones en las que han incurrido los marxistas en los últimos cincuenta años ha sido ver la disolución de la clase obrera fordista (sindicalizada, integrada, disfrutadora de derechos, relativamente protegida) como el final del proletariado, en lugar de como su regreso». Y es de ese regreso del que se nos habla aquí. La bicicleta a la espalda, escaleras arriba, hasta un piso minúsculo, igual que aquel en el que vive la camarera con su hijo y su madre, cuya pensión de 820 euros dedican íntegramente a pagar el desorbitado alquiler. Sobrecoge leer lo siguiente de esta joven a la que antes hemos visto afanarse en el estajanovismo de la barra de pub y de after semiclandestino, abierto con licencia de churrería o de club privado; de la que hemos conocido sus jornadas maratonianas de once horas, soportando a babosos:
«Me da pánico pensar en el futuro, Israel. No sabes cuánto. Joder, tengo treinta años, un hijo de doce y una madre de setenta y cuatro. Pago el alquiler gracias a su pensión y a que tiene un poquito ahorrado. No sé qué va a pasar el día que se muera y deje de entrar ese dinero en casa. Tuvo que dejar su casa de toda la vida, la de siempre, para venirse con nosotros. No había otra forma de que salieran los números. De verdad que no sé qué voy a hacer cuando se muera. Es que no, no. No puedo pensarlo. No, no. No puedo porque el pánico me mata».
En ese Madrid, acaba de levantarse un monumento a la Legión; nueva criatura del fértil matrimonio artístico formado por Augusto Ferrer-Dalmau y Salvador Amaya, empeñados en llenar la capital de monumentos a mayor gloria de una determinada idea de España. Comenzaron con Blas de Lezo, le siguieron los Últimos de Filipinas —homenajeados, no directamente, sino en la persona de su superior, el teniente Cerezo— y los Tercios de Flandes; la Legión ahora. En la inauguración, el alcalde Almeida ensalzaba al fundador del cuerpo, José Millán-Astray, un hombre cuya cita más famosa es «¡muera la inteligencia, viva la muerte!». Libraba la Legión en aquel momento, 1936, una guerra contra su propio pueblo. Dos años antes, había dejado en la Asturias insurgente el recuerdo perdurable de su brutalidad: violaciones, mutilaciones y asesinatos masivos para aterrorizar y aplacar a la población que había alzado la última comuna obrera de Europa occidental. Guerra colonial, practicada en el Rif, contra los mineros de los que, después, sofocada ya la revuelta, Roberto Arlt se lo explicará todo al visitar una mina, el Pozu Lláscares, y conocer las sórdidas condiciones de vida de sus trabajadores. «¿Qué puede significar una ametralladora o un presidio», escribirá, «para estos hombres que viven enterrados vivos?».
Otro libro reciente, el poemario Currículum, de Azahara Palomeque, traduce las penurias del trabajo contemporáneo a versos de sintaxis quebrada, desordenada, carente de sentido, como el propio mundo laboral del siglo XXI: «nudillos a ratos señuelos y pulsadores/ de la tecla temporalmente/ definitiva entre el billón/ de logaritmos posibles/ la luz no cree en ti». Palomeque ha vuelto hace poco a España tras pasar varios años en Estados Unidos, desde donde informó de un fenómeno sorprendente que está teniendo lugar allí, donde ha dado en llamarse la Gran Dimisión; un abandono masivo del puesto de trabajo motivado por la pandemia, cuyo confinamiento hizo a mucha gente, fuera de la rueda de hámster momentáneamente detenida, adquirir conciencia de sí, replantearse sus prioridades y descubrir los placeres de una vida distinta, más sobria, menos ambiciosa, no consagrada a a la competición y el consumo. Se habla también, en los States, del silent quitting: no dejar el trabajo, pero desempeñarlo haciendo el mínimo esfuerzo, un cierto sentido común en España, pero que allá adquiere tintes de revolución cultural. Germina una revuelta sorda que se traduce asimismo en un pico de sindicalización y fundación de sindicatos en la que sigue siendo la primera potencia del mundo. La clase obrera estadounidense va dándose cuenta de que you don’t hate mondays, but capitalism y el sinsentido de hallarse en el centro de un diagrama de Venn de dos círculos en el que uno es el apocalipsis, y el otro, seguir yendo cada día a la oficina.
«Lunes de mañana, tu cuerpo se acomodará a la ecuación exacta de una silla», escribe Palomeque en otro poema. «Me pagan por esta disciplina de órganos/ a los que apuntan astillas, bruñidas, barnizadas/ con sacos de ojos», escribe también. Ante esa «disciplina de órganos» se va diciendo basta. En otras partes del mundo occidental estallan ya revueltas sorpresivas cuya chispa es una subida del precio del transporte público o el combustible; tal vez corcheas primeras del musical estallido de una rebelión más vasta y más profunda; de una indisciplina global de órganos que las oligarquías del mundo noten ya vibrar en sus sensibilísimos sismógrafos. El legionario broncíneo de Amaya y Ferrer se yergue contra muchas cosas (todo homenaje al pasado es un lanzamiento de mensajes para el presente; toda convocatoria de espectros pretéritos se hace para librar una guerra de la actualidad), y quizás también contra esa. Contra el pánico y el hartazgo del rider de Glovo, la camarera del after y los oficinistas quemados, sujetos esperables de una nueva comuna de comuneros sin mono azul. Es una advertencia, una tirita antes de la herida, igual que el macarthismo zafio de Ayuso y Almeida, anticomunismo sin comunismo, pero tal vez con él; tal vez viéndolo ya, con telescopios que nosotros no conocemos, asomar la cabeza en el horizonte del tiempo.
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