Otras miradas

Tomar el cielo, salto a salto

Javier González Caballero

Consultor financiero

Javier González Caballero
Consultor financiero

La mayoría del público pensaba que sería imposible que los sapos alcanzaran la meta. Se habían reunido por docenas, y su objetivo era llegar hasta la cima de la montaña más alta del bosque, pero su avance, a base de saltos de corto recorrido, era lento y torpe. Muchos empezaron a pensar que ningún sapo lo conseguiría, que era imposible ascender por esas empinadas rocas, y gritaron: «¡Dejadlo ya! ¡Nunca vais a lograrlo!». Las palabras llegaban a los oídos de los sapos, y pensando que tenían razón, que no lo conseguirían, muchos de ellos desistieron, retirándose a sus charcas a reponerse del esfuerzo.

Pero había uno que seguía saltando, inmune a las advertencias, y continuaba subiendo sin girar la cabeza. La multitud no dejaba de gritar que no lo iban a conseguir, que era imposible subir tan alto, y a medida que pasaban las horas, esta certeza de los espectadores se contagió a todavía más sapos, y cada vez más se paraban y dejaban de ascender, dándose por vencidos. Pero el sapo en cuestión siguió y siguió, salto a salto, y después de mucho esfuerzo, llegó a lo más alto de la montaña.

Después de lograrlo, todos le preguntaron de dónde había sacado la fuerza y la confianza en sí mismo y en el objetivo que perseguía como para seguir avanzando inasequible al desánimo e impermeable a las opiniones de la multitud, mientras veía cómo los demás flaqueaban hasta rendirse. No respondió. Y no lo hizo por la misma razón por la que había sido el único que había acabado llegando a la cima: era sordo.

Más de una semana después de haber revotado la noche del 26J, con sus ecos de decepción o de júbilo todavía rebotando en nuestros cráneos como si sufriésemos las consecuencias de haberle quitado el plato de judías a Bud Spencer, no es momento para prestarles nuestros oídos a los voceros de lo imposible, los mismos que han defendido el orden establecido y aplaudido las políticas de los últimos años a la vez que desarrollaban anticuerpos contra la corrupción para poder convivir con ella.

No es momento de pensar en el indiferente, el abstencionista, el que cree que, no votando, nunca se equivoca y nunca pierde, y guarda silencio cuando hay que hablar. No le gusta ni convence nada de lo que hay, pero tampoco funda un partido ni aúna voluntades para hacerlo. Más de diez millones de personas que cuentan con mi perplejidad ante sus brazos cruzados y que no se atreven a esperar nada por miedo a llevarse una decepción.

Tampoco es momento para quejarse y descansar en la autocomplacencia, señalando la inacción y la militancia sectaria de los votantes del partido ganador, ni de prestarles atención a las teorías del pucherazo que emanan de la frustración y de la decepción.

Que sí, que gracias a los partidarios de lo malo conocido, el PP ganó las elecciones sin mover un dedo, o como mucho, moviendo uno sólo y poniéndolo bien tieso: el que recibe el nombre del símbolo cardíaco que había adoptado la coalición de Unidos Podemos. Pero tan incontestable es la victoria de quien suma más votos como que atrás queda su añorada marca de los 186 diputados de la mayoría absoluta. Ahora su mejor marca lleva mayúscula inicial y es un periódico.

De acuerdo, ganó el candidato de broma, la del peor de los gustos y la del regusto que deja su victoria, impreciso, pero desagradable. O con sabor a gloria, según a quién se le pregunte. A Jorge Fernández Díaz, por ejemplo, que abraza a Rajoy mientras mira al cielo y le guiña a Marcelo. «Presidente, te dije que no pasaba nada, que apostábamos sobre seguro», y repite estas dos últimas palabras muy lento, separándolas de manera marcada, guiñándole. Y Mariano se ríe, mientras de fondo, en la calle, se escucha un sí, se puede, que le altera el párpado por unos segundos, hasta que le explican que son de los buenos dejándose llevar por los excesos de la celebración. Y en cuanto se recupera, sale al balcón a bordar el discurso como sólo él sabe. O dicho de otro modo, como los demás no saben.

Pero ahora que se constata que quien siembra miedos, recoge escaños, más bien parece el momento de seguir apostando por cultivos que se riegan con esperanza y por políticas que no envilecen a quienes las ejercen. Toca ser el sapo que no escucha a los agoreros de lo inevitable y que prefiere seguir luchando por el beso que persigue, con el compromiso de no convertirse en príncipe, para desesperación de las princesas.

Toca enfrentarse a la evidencia y realizar una autocrítica profunda. Queríamos la espuma y la queríamos ya, olvidando que la ola se forma poco a poco, y que para verla romper hay que esperar a que tenga la altura adecuada. Pero no nos pueden distraer de los logros conseguidos, por más que griten, ni podrán nunca hacer que la formación de la ola, una vez iniciada, dé marcha atrás.

Es el mejor momento para no perder la perspectiva, por mucho que nos traten de distraer con análisis que no resisten un juicio honesto de los hechos, ni por mucho que pretendan presentar como terremoto lo que en realidad son buenas vibraciones. Un partido con nueve años de vida que por primera vez hiciera una campaña nacional que rompiese con el bipartidismo y consiguiese 32 diputados podría considerarse, porque lo es, un éxito. Pero si tienes 71 y sólo dos años de vida no se aceptan calificativos por debajo de excelente y alentador.

No conseguir algo es la mejor razón que se puede tener para seguir intentándolo, sin perder de vista que lo que se pretende conseguir no está garantizado, y que puede haber derrotas con testigos. Paso a paso, salto a salto, sin pensar en toda la montaña a la vez, sino en el salto siguiente, en la inspiración siguiente. De lo contrario, la montaña se hace eterna, y no lo es.

Como ocurre en la literatura, no importa repetir, si se repite lo que importa. Y en lo que importa estamos.

 

 

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