Otras miradas

¿A quién molestan las 'raves'?

María Corrales

¿A quién molestan las 'raves'?
Varios asistentes la pasada semana en el recinto donde se celebró la fiesta 'rave' de La Peza (Granada. EFE/ Pepe Torres

Lunes 9 de enero. El país retoma su actividad después del parón vacacional y las festividades nos han dejado el reguero habitual de tradiciones a las que, de unos años a esta parte, se ha sumado la polémica anual sobre la interminable rave de nochevieja que sirve de excusa a los medios de comunicación para llenar las parrillas televisivas siempre hambrientas durante los primeros días del año. En 2022 fue Llinars; este 2023, los focos se han dirigido hacia La Peza, Granada.

Este año, sin embargo, la prolongación del movimiento por las free party nacido a finales de la década de 1980 se ha topado con el ascenso de la extrema derecha liderada en el sur de Europa por el Gobierno de Giorgia Meloni quién después de otra fiesta que también "duró demasiado" -nótese el énfasis- decidió que su primera medida estrella sería la de una ley anti-raves imitando el modelo de persecución contra estas fiestas ilegales iniciado por los herederos de Margaret Thatcher en la Inglaterra de 1994. La historia se repite, en gran parte, gracias a sus imitadores; y en este caso, el autoritarismo vuelve a ejercerse en nombre de la libertad individual.

Las críticas por parte de la izquierda a la primera ley de Meloni se han dirigido, sobre todo, a señalar que el texto es lo suficientemente amplio y ambiguo como para que acabe afectando al derecho de reunión y manifestación en casos que nada tengan que ver con la organización de raves. Es decir, bajo la premisa de que prohibir la sodoma y gomorra tiene un pase, pero que en este limitación de libertades se estaría buscando afectar, de forma oculta, la organización "de verdad", la importante, la de la conciencia política que poco tendría que ver con chavales desarrapados que toman alucinógenos durante dos días seguidos frente a un altavoz.

Es en este contexto de orfandad en la defensa de estas fiestas autoorganizadas que ha sorprendido tanto la posición de las vecinas de La Peza y de su alcalde. Y es que en esta pinza entre privatización del ocio y autoritarismo aún hay gente capaz de responder en televisión cuestiones de sentido común tales como: "¿A quién están haciendo daño?", "¿a quién molesta el tun-tun lejano?" o "es normal que la juventud quiera divertirse, yo también lo haría". Esto nos lleva a hacernos la pregunta obvia: si las raves no molestan a los vecinos y vecinas de las zonas rurales donde suelen celebrarse estas fiestas, entonces, ¿a quién molestan las raves?

El crítico cultural británico Mark Fisher nos diría que la persecución al modelo "excesivo" y autoorganizado de las free party es una nueva intentona más del neoliberalismo por controlar y regular cualquier aspecto de nuestras vidas que pueda haber sobrevivido a su mercantilización dentro de la forma concreta de acumulación capitalista de nuestro tiempo. En este sentido, lejos de entender las raves como fiestas esporádicas, Fisher habla de la "cultura rave" como un movimiento cuyo epicentro es la preocupación por el ocio y que, por lo tanto, se opone a la "cultura del trabajo" donde la diversión es vista como algo accesorio, es decir, como aquello que nos ocupa en "el tiempo libre" respecto de nuestro cometido principal en la vida que es el de la productividad y el empleo. Así, el británico se formula la siguiente pregunta: "¿Por qué una rave debería acabarse? ¿Por qué deberíamos volver a vivir otro miserable lunes por la mañana?".

Del mismo modo, Virgine Despentes, al final de su trilogía Vernon Subtex, presenta el movimiento de las raves como una comunidad formada por perdedores del sistema, desempleados, personas sin techo, putas, punks, alcohólicos y actrices porno que se juntan en un ritual común con tintes cuasi religiosos. Otra vez, vuelve la idea del encuentro en torno a la música electrónica no privatizada como una epifanía que genera una identidad común entre los presentes cuyo lugar de origen es irrelevante. En este caso, sin embargo, la pregunta de Despentes no sería solamente por qué deberíamos volver a trabajar el lunes sino qué hacer cuando ya no tenemos ni siquiera un sitio al que ir a trabajar cuando se acaba el fin de semana.

Bajo esta premisa, la subcultura ravera es vista como algo degenerado que transcurre en un espacio oculto al margen de la vida reglada. Da igual que casi tres generaciones hayan pasado por alguna de estas fiestas ilegales en algún momento de su vida; los medios de comunicación seguirán enviando a sus autonombrados reporteros de investigación a la zona cero como si se tratara de adentrarse en los confines de alguna tribu lejana sin contacto con el mundo civilizado. Volviendo a las vecinas de La Peza, lo incomprensible de sus declaraciones para el discurso mainstream es que pueda existir algún tipo de diálogo entre estas señoras de bien y esa cuna del libertinaje y del exceso que traspasa los márgenes de lo socialmente aceptable.

Si me permitís, me gustaría pedirle al 2023 una izquierda que sea más como las señoras de La Peza y menos como Meloni. Que cuando vuelva la polémica de Nochevieja en 2024 hayamos dejado de vivir la fiesta como una contradicción del arquetipo de vida monacal y se haya empezado a problematizar cuáles son las consecuencias de la demonización del uso del espacio público. Para cuando vuelvan los problemas por los botellones o los rezagados se quedan en la calle después de que se hayan cerrado las puertas del concierto de turno. Una izquierda que se atreva a hablar de ello cuando la derecha intente aplicar el rodillo autoritario en vez de temer, por tacticismo o convicción, lo que luego las vecinas de un pueblo de Granada defienden sin ningún pudor. Y es que es muy probable que el decreto de Meloni busque hacer pasar gato por liebre, pero para que no nos maten la segunda, hay que evitar que el neoliberalismo se cuele también por el primero.

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