Otras miradas

La importancia de llamarse Charo

Nere Basabe

Una mujer lee bajo la sombra de unos árboles en el parque de la Barceloneta, a 13 de julio de 2022, en Barcelona. EUROPA PRESS
Una mujer lee bajo la sombra de unos árboles en el parque de la Barceloneta, a 13 de julio de 2022, en Barcelona. EUROPA PRESS

En el país de las Chenoas, las Khaleesi y los Kevin Costner de Jesús, una jueza de Vitoria se negó no hace mucho a aceptar en el registro el nombre vasco de Hazia por considerar que tenía connotaciones negativas. Y es que Hazi en euskera significa semilla, principio, origen, causa, crecer, criar, cultivar y hasta raza; pero a la jueza, que mucho debía de saber de filología o tenía la mente un poco retorcida, la primera acepción que le vino a la cabeza fue la de "semen", que no deja de ser otro tipo de semilla.

La ley 20/2011 del Registro Civil establece el principio de libre elección del nombre propio y recoge solo tres límites para ese nombre del recién nacido: que no coincida con el de un hermano con el que comparte ambos apellidos, que no se acumulen más de dos nombres, y aquellos que resulten ofensivos y sean contrarios a la dignidad de la persona. Así que nada de bautizar a la criatura como Belcebú, Flatulencia o Felón, en el país en que nombres como Soledad o Dolores forman parte de lo más sagrado de nuestro repertorio onomástico. Ni siquiera está prohibido llamarse Cayetano, aunque con ello se esté condenando al muchacho al frío del plumífero sin mangas y un habla como de chicle en la boca para el resto de sus días.

Porque eso que creemos tan único e intransferible, nuestra identidad primaria, la voz que nos hace volver inmediatamente la cabeza, no es más que un síntoma, un dato estadístico. Somos los damnificados de una moda pasajera. Si antes los niños se llamaban Antonio, ahora se llaman Hugo, y las Maricármenes se han convertido en Lucías.

La sociología nos enseñaba hasta hace poco que la generalización de algunos nombres propios sobre otros, funcionaba, como casi todo en esta vida, extendiéndose de arriba abajo y del centro a la periferia: primero cundían entre las clases medias y altas urbanas, y en una década se habían extendido también al ámbito rural y los estratos más humildes de la sociedad −momento en el que, claro está, las clases altas, en busca siempre de la exclusividad, dejaban de utilizarlos en sus sagas familiares.

Esa tendencia a la emulación por parte de las rentas más bajas que, frente a la tradición del santoral o la familia, seguramente tenía mucho de aspiracional, se ha roto en el siglo XXI, gracias a los nuevos referentes de la ficción televisiva o el famoseo, que funciona por oleadas: las Shakiras y Chenoas son ya adolescentes, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), mientras que las Chanel empiezan a aflorar, especialmente en la Comunidad Valenciana. Para ellos, pese a los esfuerzos del ministerio de Igualdad, se eligen preferentemente nombres de futbolistas: los Leo han pasado así de 2.000 a 25.000 en solo una década.

En las últimas elecciones legislativas en Francia supuso una conmoción nacional que, de la mano de Marine Le Pen, dos Kevin entraran como representantes nacionales en una de las instituciones máximas de la República. Nombre que se puso de moda a este como a aquel lado de los Pirineos a finales del siglo XX, gracias a la película Bailando con Lobos, en el país galo estaba especialmente asociado a los estratos sociales más populares. La existencia ahora de dos diputados con semejante nombre "choni" apuntaría pues al éxito de las proclamas ultraderechistas también entre la clase obrera francesa.

Los nombres propios, que creemos tan propios, se convierten así, por sus connotaciones, a menudo en nombres comunes. Al comienzo de las Navidades me topé un día con que "Charo" era Trending Topic en las redes sociales. Charo es una anciana con discapacidad y una pensión de 300 euros que vive en Puente de Vallecas y a la que, el Día de la Lotería Nacional, la policía desalojó de su casa (desahucio pospuesto y previsto ahora para el próximo miércoles). Pero solo una pequeña parte de los tuits que alzaron este nombre hasta lo más comentado del día hacía referencia al dramático caso de la señora Charo. Porque el nombre de Charo lo han convertido ahora en un insulto.

Cuando yo era una niña, el nombre denigratorio para la mujer media española era el de Maruja, que respondía al estereotipo de una ama de casa, preferentemente con rulos en la cabeza y bata de boatiné, que alimentaba su espíritu con la lectura de revistas del corazón, los programas televisivos de chismorreos y las intimidades de sus vecinos que le llegaban como un eco a través del patio de luces. Quiero pensar que, afortunadamente, los jóvenes de hoy no entenderían la expresión "ser una maruja", aunque tampoco les venga a la cabeza como primer referente el nombre de nuestra gran pintora surrealista de la generación del 27, Maruja Mallo.

Porque ahora nos insultan llamándonos Charo. Cuando empecé a escribir en este periódico, los trolls de las redes sociales empezaron a llamarme así. No entendía nada: mi abuela se llamaba Charo, mi tía se llama Charo, pero no yo. Buceé en internet a la búsqueda de una explicación y acabé en uno de los peores rincones del mundo virtual, Forocoches, una de las webs más visitadas en nuestro país y donde, concebido inicialmente como un foro automovilístico, se juntan ahora lo más rancio y machista del paisanaje patrio, por no sentirse tan solos.

Allí aprendí que "las Charos" son el "porqueyolovalgo", el pilar fundamental de nuestra sociedad. "Versión moderna de las Teresas de la Sección Femenina de Falange", trabajan en la administración o la enseñanza pública. Son aquellas mujereres orgullosas, empoderadas, de las que zanjan una discusión con una mirada asesina, un "¿perdonaaa?" o un "¡y punto!".

Porque las Charos se creen más listas que nadie y saben de todo. Social y políticamente comprometidas, "progres", muy conscientes del convenio laboral que las ampara y de sus derechos, que no dudan en hacer valer. Fuman y tienen voz cazallera (atributos masculinos, vaya). Leen a Elvira Lindo, admiran a Maruja Torres y se parecen a "madres negras del Bronx" (un poquito de racismo tampoco podía faltar, vaya). Son bordes; con lo bonita que es la sonrisa de una mujer callada. Ya no lleva rulos, sino peinados y tintes atrevidos. Pueden ser solteras, separadas o casadas con un señor calvo de Telefónica, al que tratan como un cero a la izquierda. "Nuevo cáncer de España", se lamentan, son quienes ponen o quitan presidentes.

Si algo de todo esto fuera cierto, deberíamos admirarnos y quitarnos el sombrero ante el indiscutible progreso de la mujer española, que en poco más de medio siglo ha pasado de ser una beata falangista y perfecta "ángel del hogar", a ser una ama de casa más pendiente de los asuntos del corazón de la familia Preysler que de si se pegan las lentejas y, finalmente, hasta derribar los muros de la casa y emanciparse por completo, con un trabajo y una autoconciencia como sujeto y ciudadana de primera categoría. En inglés las llaman Karen, y siempre piden hablar con el encargado: como consumidoras, tampoco se dejan pisotear.

No está mal, para la pobre Charo vilipendiada. Y a algunos tal vez habría que recordarles que, curiosamente, Rosario, nombre del que Charo es su hipocorístico, es uno de esos pocos nombres de pila unisex de nuestra onomástica. Cuidado no vayan a encontrarse en su árbol genealógico con un tío abuelo que se teñía el pelo de color morado.

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