El fascismo del siglo XX vestía camisa. La de los italianos era negra; la de los nazis alemanes, parda; la de los falangistas españoles, azul. El posmofascismo del siglo XXI viste camiseta. Las imágenes de la reciente invasión de los templos de la democracia brasileña en Brasilia, a diferencia de las del Capitolio estadounidense hace dos años, destacan por la uniformidad estética de los invasores, casi todos con camiseta canarinha. Una riada amarilla. Hasta tal punto ha convertido el bolsonarismo en su uniforme la elástica de la Seleção que muchos forofos, brasileiros orgullosos de sensibilidad progresista, rechazan ya exhibirse con ella. William Enrique, vendedor ambulante de Río de Janeiro, relataba a Reporte24 que muchos compradores, viendo una pila de camisetas amarillas y otra de azules —la equipación suplente—, dicen de la primera: «¡Esa es de Bolsonaro! Dame la otra». El exdelantero internacional Walter Casangrande Jr. lo expresaba sin rodeos en un artículo: «La ultraderecha de Jair Bolsonaro ha arrasado con todo a su paso, incluido el cariño que le teníamos a la camiseta amarilla».
No se dio esta uniformidad en el asalto al Capitolio estadounidense, carnaval de símbolos y disfraces dispares, en un país muy aficionado a toda clase deportes, pero históricamente ensimismado, y donde no se fetichizan los uniformes de las selecciones nacionales al modo como se hace en sociedades más conscientes de constituir una nación entre otras. Pero tal vez sea esta la única desemejanza entre dos acontecimientos que, mientras se producían, vomitaron a las redes imágenes casi idénticas. Se vio en Brasil incluso un asaltante con cuernos, pinturas tribales y perendengues indígenas, émulo claro del cornudo Mark Angeli que se convirtiera en icono de la asonada trumpista. Nada como sus dos retratos yuxtapuestos para ilustrar que no estamos ante una sucesión de espontaneidades nacionales, sino ante una Internacional reaccionaria; un know-how posmofascista globalizado que se pergeña en visitas, en cumbres, en encuentros como el de Santiago Abascal y Hermann Tertsch con un Bolsonaro enfundado en la camiseta roja de la Selección española, pero también en el maremagno impremeditado de las redes sociales y los foros. El fascismo de la era del meme convierte en un meme a sus propios soldados; el brasileño se inspira en el estadounidense y lo imita, lo adopta, lo adapta. En España vimos también poco después de lo del Capitolio, en una manifestación de VOX, a un voxista con cabeza de toro bravo.
En todas partes, la misma farsa, las mismas motivaciones, la misma turba fascista diciendo y perpetrando las mismas barbaridades. La de cada país encuentra la manera de cocer el mismo cocido con el compango local. Los cuernos son de bisonte en Estados Unidos y de miura en España, pero cuernos son ambos, y quieren cornear. La teoría de la conspiración QAnon se llama en España Caso Bar España, pero va de lo mismo: presentar a los sectores y figuras odiados, no como meros rivales, sino como depravados de depravaciones inconcebibles (asesinatos, pederastia, etcétera), ante los cuales quede por lo tanto justificada cualquier acción, por violenta que sea. El bulo estadounidense sobre la transexualidad de Michelle Obama llegó a España atribuyéndosela —¿y qué problema habría?— a Begoña Gómez, y a Francia a Brigitte Macron. Quienes acusan a la izquierda de importar acríticamente cualquier moda estadounidense, y embutirla con calzador en la distinta realidad española, son los primeros copiotas: no hay chaladura trumpista que allá se pergeñe de la que no quepa esperar que, en menos de un mes, estén propagando aquí, españolizada, los Girauta y los Cantó, peones negros de esta yihad. El siempre brillante Nico Ordozgoiti lo expresa estupendamente en una de sus portadas satíricas de revista, esta titulada Asaltante de Capitolios: «Ultraderecha copypaste: cuando quieres derrocar la democracia pero tampoco te quieres romper la cabeza»; «"El gobierno es ilegítimo": el argumentario descargado del Rincón del Vago del fascismo».
El año que viene hay elecciones generales en España; unos comicios que bien puede ganar de nuevo la izquierda, impulsada por la buena situación económica, el trabajo bien hecho, el colapso de Ciudadanos, el declive de Vox (pero cuidado con la segunda ola) y la inconsistencia de Alberto Núñez Feijóo. Y nadie puede no esperar ya que, en ese caso, nos encontremos a nuestra propia morralla posmofascista penetrando en el Congreso cual Pavía en su caballo, ataviados, en su caso, de maneras que no cuesta imaginar: banderas franquistas y de los Tercios, disfraces del Capitán Trueno (a pesar de que, como es sabido, el Capitán votaba al PSUC, igual que su creador) y de don Pelayo, tricornios, un tipo blandiendo un Iniesta de cartón silueteado, otro subiendo a la tribuna a decir váyase señor González y partirse de risa, otro llevándose de recuerdo el busto de Julián Besteiro, otro echando una meada en el de Azaña.
En junio de 2020, en plena pandemia de covid-19, escribía Venkatesh Rao —en un artículo más tarde traducido por El Cuaderno al español— sobre el tiempo pandémico: una temporalidad distorsionada en la que cada país podía ver el futuro en los que, antes que él, se veían golpeados por la pandemia, y obligados a tomar medidas draconianas para contenerla. Se podía metaforizar «Italia como una máquina del tiempo que nos mostraba nuestro futuro. En lugar de GMT más tantas horas, o menos, o la cuenta atrás de los Juegos Olímpicos de Tokio, la línea temporal que contaba era Lombardía más o menos». Hoy, tiempo de pandemia fascista, podemos nosotros ver nuestro porvenir en las insurrecciones de otros países. Washington más equis años, Brasilia más ese número de años, menos dos. Una bomba hace tic-tac, y urge desactivarla. Como escribe Eduardo Moga en su último poemario, «no ha muerto aún la luz, pero se tambalea».
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