Hace unos días este diario publicaba un artículo en el que se describía cómo Tinder utiliza el refuerzo intermitente, al estilo de las tragaperras, para generar adicción entre quienes lo usan y no permitir que se desenganchen de la aplicación. Recuerdo que cuando estudiaba la carrera de psicología, una de las primeras cosas que nos contaron a un impresionable alumnado de primero fueron los experimentos de Skinner con ratas. Entre ellos, el que le llevó a descubrir el mecanismo del refuerzo intermitente era el que más nos fascinaba. Esos roedores blancos totalmente obsesionados con darle a la palanca hasta la extenuación para obtener una recompensa que en ocasiones llegaba y en otras no, sin atender a ninguna lógica previsible, hasta que la compulsión acababa con su salud e incluso su vida. Y es que el refuerzo intermitente engancha, y mucho.
No hay que haber estudiado neurología para saber con certeza que un match, un like o una notificación de nuevo mensaje en una app nos generan un subidón de lo más placentero. Como también puede hacerlo una sonrisa de una atractiva persona desconocida en un bar o en el vagón del metro, saberse objeto de deseo de quien nos atrae aumenta la autoestima y es una sensación extremadamente grata. Pero que no te hagan caso de repente puede ser un verdadero infierno. ¿Quién no ha sentido el intenso sufrimiento agónico que produce ese mensaje o esa llamada prometida y que no llega? Lo describe a la perfección Dorothy Parker en el desgarrado y brillante comienzo de Una llamada telefónica: "Por favor, Dios, que llame ahora. Querido Dios, que me llame ahora. No voy a pedir nada más de ti, realmente no lo haré. No es mucho pedir. Sería tan poco para ti, Dios, una cosa tan, tan pequeña. Solo deja que llame ahora. Por favor, Dios. Por favor, por favor, por favor." No hay desesperación comparable, no hay patada a la autoestima igual a la de no recibir las prometidas noticias de tu crush. Y si tras el golpe, tras la agonía, tras haber deseado que ese ser humano esté como mínimo hospitalizado y preferiblemente cadáver (porque solo esa sería una excusa digna de semejante desplante) dicha persona vuelve, muestra interés cuando mayor sed de afecto y atención tenemos, habremos caído en la trampa y no podremos dejar de aporrear la dichosa palanca hasta que se nos agoten las fuerzas (bueno, esto es muy determinista, no somos las ratas de Skinner, igual mejor explicarle que así no y que ciao).
Si bien es evidente que las aplicaciones para ligar (al igual que muchas otras, como Instagram o TikTok) tienen algoritmos diseñados para generar adicción, mantener a quienes las usan el máximo tiempo posible haciendo scroll o swipe y en general atraparnos en relaciones de lo más tóxicas con ellas para de paso robarnos toda la información posible y venderla, creo que muchas de las lógicas que operan en estas herramientas no son nada nuevo, y aún menos una invención de los ingenieros e ingenieras de Silicon Valley. Los algoritmos y las dinámicas a las que nos impulsan están creados por personas y son por tanto hijos de esta sociedad. A menudo se critica a Tinder por insertar lógicas mercantilistas en las relaciones, nos hace consumir personas. Autoras como Eva Illouz o Liv Strömquist desarrollan estas críticas de manera muy interesante, pero a mí me generan dudas. No tanto porque opine que las lógicas que rigen las apps de ligar no son mercantilistas (obviamente tienen un objetivo comercial), sino porque pienso que son muy anteriores a estas plataformas (¿acaso salir una noche de bares para ligar con quien se nos cruce no tiene algo de consumista también?). No, Tinder no ha inventado el capitalismo y tampoco el refuerzo intermitente (En 1928, cuando Parker escribió su relato, ya se desquiciaban con el ghosting sin necesidad de smartphones, al igual que cuando Concha Piquer cantaba aquello de "Dime, mujer, cuando un hombre se pira,/¿sabes tú adónde va?"), aunque quizá sí lo haya fomentado, y ahí está la clave.
Me preocupa observar cómo determinadas lógicas a la hora de mantener relaciones, lejos de extinguirse, no solo se intensifican, sino que también se generalizan y empapan a ambos géneros. Es obvio que el feminismo ha conseguido que avancemos y se acabe con muchas dinámicas patriarcales que mediaban las relaciones, pero las reglas del amor no se transforman a la velocidad que nos gustaría, sino que incluso parecen haber desaparecido, como señala Tamara Tenenbaum en El fin del amor, y en esta selva que es el cortejo, las apps han exacerbado algunas de las partes feas. Si cuando Parker escribió Una llamada telefónica eran principalmente ellas quienes sufrían el refuerzo intermitente, hoy cada vez escucho más la asunción de que es un mecanismo irrenunciable si se quiere formar parte del juego. La gamificación del ligar, el que ya no haya que levantarse del sofá para tener a disposición un catálogo de cuerpos que consumir y la esperanza de encontrar siempre "algo mejor" tras el próximo swipe (lo de bajar al bar es un poco más laborioso), ha generado que el clásico "a las tías no hay que tratarlas demasiado bien porque pierden el interés", lejos de quedar desterrado, se expanda y cale también en ellas, como cuenta Judith Duportail en El algoritmo del amor: "Para que te quieran, hay que fingir que no te importa, [...] Quiero esconder mi desasosiego y mi necesidad de amor." El refuerzo intermitente se convierte en una forma de ejercer el poder, pero también de proteger la propia autoestima, torturamos al otro de forma preventiva, para que no nos torturen (bueno, no siempre, a veces la gente es simplemente muy cretina y no hay excusa).
Por eso, quiero romper una lanza a favor de Tinder (aunque un poquito de transparencia sobre sus algoritmos y qué hacen con los datos ya va haciendo falta), o más bien de sus usuarios y usuarias. La culpa no es íntegramente de las aplicaciones para ligar, es de cómo construimos las relaciones, de cómo en ocasiones no nos hacemos cargo de que al otro lado no hay una tragaperras, sino una persona, con su autoestima y su corazoncito que se puede romper, y que eso, es responsabilidad nuestra. Que a veces no está mal entregarse y darlo todo, y que recibir ese todo es un honor y algo que hay que tratar con tacto y cariño. Que explicitar cómo nos sentimos y cuáles son nuestras expectativas y deseos es condición necesaria no ya para tener un romance, sino para relacionarnos como personas adultas. Así que mucho swipe (a derecha o izquierda) a quien le apetezca, pero sobre todo, mucho mimo después.
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